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Revoluciones Constituyentes
por Gerardo E. Martínez-Solanas
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La manipulación del proceso constitucional por el Presidente Chávez, aunque desembocó en un inesperado fracaso en su más reciente etapa, es una ominosa señal de la crisis actual de las democracias latinoamericanas.
La redacción de nuevas constituciones como recurso de autócratas, caudillos y dictadores es un medio de legitimar una situación de poder que no aspira a la democracia ni, mucho menos, al consenso nacional indispensable para un buen gobierno, sino que busca la perpetuación y la hegemonía de una persona, un partido o un sector dominante de la sociedad. Esta es la estrategia de “revoluciones constituyentes” que desarrollan Chávez, Morales y Correa en nuestro hemisferio.
Empero, hay situaciones y circunstancias que merecen reformas constitucionales y, en casos más extremos, cambios fundamentales que requieren la redacción de una nueva constitución. En esos casos es indispensable reconocer que toda constitución establece normas codificadas de ordenamiento político, social y económico. Es la Ley Suprema de la nación, que todos están obligados a respetar, incluidos los propios gobernantes, que tienen la obligación adicional de defenderla. Por tanto, su legitimidad sólo puede basarse en un consenso nacional, base y fundamento de todo estado de derecho alcanzado mediante auténticos mecanismos democráticos.
Indistintamente de las motivaciones para hacerlo, la redacción de una nueva constitución en cualquier país es un genuino proceso revolucionario. Implica el rompimiento con ordenamientos anteriores para crear uno nuevo. No obstante, la legitimidad del proceso requiere que sea la obra de todo un pueblo a través de representantes debidamente electos a una Asamblea Constituyente y que su articulado se decida por consenso o por amplias mayorías (o “supermayorías”) de 2/3 o 3/4 de los asambleístas. Cuando es así, su redacción es la culminación de un anhelo popular de transformación y refleja un alto nivel consensual en representación de la voluntad de todo el pueblo y no de uno o algunos de sus sectores.
No siempre es necesaria esta transformación revolucionaria. Es preferible intentar reformas –amplias o específicas– basadas en el ordenamiento fundamental anterior. Así lo ha hecho Estados Unidos por más de dos siglos mediante la introducción de “enmiendas”. En general, estas reformas constitucionales son un proceso evolutivo natural de una sociedad que aspira a perfeccionar sus instituciones y leyes. Tienden a consolidar la estabilidad, el orden y el respeto de los derechos y libertades ya establecidos.
Cualquier intento de reforma o de reemplazo constitucional debe estar orientado al consenso nacional para ser legítimo. Esto es así porque la Constitución es para todos y no para un sector o para los triunfadores en la palestra política. La Constitución no se debe a partidos ni preferencias ideológicas porque su propósito primordial es proteger el estado de derecho, es decir, el respeto a los derechos inalienables de todos los ciudadanos.
Asimismo, como Ley Suprema, no puede promover disposiciones que son habitualmente consideradas ilegítimas si se aplican al resto de las leyes, sobre todo en lo que se refiere al principio de no retroactividad. Las leyes legítimas no pueden ser retroactivas porque facilitarían todo tipo de injusticias. Las Constituciones tampoco, porque propiciaría una tentación demasiado grande de modelarlas para favorecer o perjudicar a ciudadanos o instituciones cuyos actos y decisiones se hayan ajustado a normas anteriores. En otras palabras, no es legítimo que una nueva Constitución se redacte con el propósito de afectar la capacidad de poder del gobernante que la impulsa y proclama sino con la finalidad de abrir camino a nuevas instituciones y a un nuevo gobierno en un proceso ordenado de transición.
Esta realidad se refleja en la marea de nuevas Constituciones “revolucionarias” que asolan el panorama político latinoamericano. Los nuevos caudillos aprovechan las debilidades y deficiencias de las democracias de sus respectivos países para imponerlas con métodos que se alejan del consenso en el proceso de redacción y aprobación y que polarizan a sus pueblos. Esta estrategia favorece siempre al caudillo respectivo y a su visión personal de la gestión de gobierno. El principio justo y legítimo es que una nueva Constitución sólo sea aplicable al gobierno que la hereda y no al que la proclama. El gobierno que la proclama juró respetar la Constitución anterior y no le corresponde gobernar bajo los nuevos parámetros constitucionales. En otras palabras, debe entregar el poder.
Las realidades que al respecto contemplamos en Cuba (desde 1976) y Venezuela (desde 1999) resultan en Constituciones proclamadas en beneficio de un caudillo, un sector o un partido mediante manipulaciones políticas y la destrucción del indispensable equilibrio de poderes que es base del consenso nacional. Este es el camino ominoso que ahora transitan Bolivia y Ecuador hacia el abismo de la dictadura. En Bolivia se ha llegado al extremo de ilegalidad de proclamar una Constitución con la ausencia de bastante más de un tercio de los delegados electos a la Asamblea Constituyente. Es una Constitución aprobada por un sector partidista como regalo obsecuente al Presidente Evo Morales. En Ecuador, se ha violado la Constitución todavía vigente con la destitución sumaria, primero, de un gran segmento de los diputados opositores, en un verdadero golpe de Estado al Poder Legislativo, y con la anulación, después, de los poderes del Congreso para otorgárselos a una Asamblea Constituyente dominada por el partido gobernante, a pesar de que esta Asamblea –para conservar su legalidad– tendría que funcionar bajo los parámetros y disposiciones de la actual Constitución.
El carácter de tales ejercicios constituyentes por la fuerza es demasiado evidente para pasar inadvertido, hasta para los más ciegos seguidores de estos caudillos. Como en Venezuela, las Constituciones así aprobadas en Asambleas truncadas y parcializadas serán sometidas a referendo en esos dos países. El milagro de la derrota reciente de Chávez es circunstancial y no debe impulsarnos a un negligente optimismo. En primer lugar, porque como ya señalamos en nuestro análisis, una nueva Constitución no es legítima con la aprobación de la mayoría simple de los ciudadanos consultados en referendo. Este 50% + 1 sólo consigue polarizar el país. Una mayoría de 2/3 ó, mejor aún, de 3/4 es un resultado más cercano al consenso nacional que merece –y obliga– el acatamiento de la pequeña minoría restante que se haya opuesto al cambio.
Estas restricciones son tan imprescindibles porque representan la necesidad imperiosa de garantizar que un sector de la sociedad, por grande y poderoso que sea, no pueda alcanzar un poder dictatorial sobre otro. Por lo tanto, para lograr tales supermayorías en referendo o en Asamblea se requiere un proceso de diálogo, reconciliación, transacción y avenimiento, que son los requisitos indispensables para crear un clima de consenso y, por lo tanto, un ambiente de orden y respeto en los manejos de la nación.
La imposición de Constituciones dictatoriales desde la Constitución cubana de 1976, como las que estamos contemplando ahora en nuestro hemisferio, mediante estrategias ahora aplicadas a Venezuela, Bolivia y Ecuador, además de otros intentos balbuceantes en Nicaragua, conducen a tiranías que una vez establecidas no permiten que el pueblo corrija sus errores ni despierte a tiempo de su ingenuidad. Prueba fehaciente de ello han sido los intentos que se realizan para seguir un camino de reforma constitucional en la Cuba sometida por los hermanos Castro.
El Partido Demócrata Cristiano de Cuba (PDC) trabajó desde el exilio durante 5 años, a partir de 1993, por diseñar un proyecto de reforma constitucional que fuera posible sin necesidad de provocar un choque cruento y se realizara con la participación amplia de la sociedad civil cubana. El documento resultante y propuesto no logró eco alguno pese a los esfuerzos participativos que realizó tanto hacia Cuba como en el exilio. El Proyecto Varela, impulsado por Osvaldo Payá y su Movimiento Cristiano Liberación (MCL) tuvo mucho más éxito en el plano de la divulgación y, sobre todo, en el de la movilización popular. Para avalarlo se lograron más de 24.000 firmas dentro de Cuba. También se recogieron simbólicamente muchas más en el exilio.
La Constitución cubana sólo exige 10.000 firmas y con éstas obliga a la Asamblea Nacional a examinar y debatir la propuesta de referendo. Para hacerlo así y que la decisión fuera legítima, tendría que conceder audiencias públicas a los proponentes y según se manifestara un cierto respaldo popular, proceder a someterla a referendo. Pero esas cosas no suceden bajo un gobierno como ese, que no respeta ni siquiera su propia Constitución. Lejos de impulsar un proceso legítimo de consulta popular, el régimen se aplicó a convocar a reuniones masivas en la plaza pública y, en medio de la movilización general, a aprobar con el 100% de los votos a mano alzada de la Asamblea Nacional una nueva reforma Constitucional que declaraba “irrevocable” la Constitución vigente.
Esa solución es tan ilegítima como puede ser cualquiera que atente contra la soberanía del pueblo en su derecho a decidir sus propios destinos. Ninguna Constitución es irrevocable. No tiene sentido ni jurídico ni pragmático semejante atributo. Lo que se requiere en un proceso de revocación Constitucional es el consenso nacional que sólo es posible en un estado de derecho, de respeto y de orden.
Fuente: Fundación Atlas 1853 |
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