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Aniversario, Réquiem y una Polonesa Heroica por Fernando Pintos |
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El mes de agosto de 1939 fue más que tenso para las cancillerías europeas. En tanto Inglaterra y Francia procuraban apaciguar la voracidad expansionista de Hitler por todos los medios, Alemania estaba preparando, en flagrante confabulación y perfecta sincronización con la Unión Soviética del camarada Stalin una invasión inminente del territorio polaco. De tal manera que, el 1º de septiembre de 1939 —se cumplen ahora de ello 67 años— un verdadero aluvión de fuerzas militares alemanas invadió Polonia. La desdichada y heroica Polonia, que había sido rescatada de sus cenizas poco más de un par de décadas atrás.
Tan sólo diecinueve años antes de la invasión alemana, la caballería de la Rusia comunista —por entonces, la mejor fuerza montada del mundo entero— había avanzado con el propósito explícito de abrevar sus monturas en el Rin, una vez que hubiese sido convenientemente pisoteado el cadáver de una Polonia recientemente rediviva. Mikhail Tukhachevsky y Semion Mikhailovich Budienny, dos generales dotados de enorme energía y agresividad feroz, comandaban entonces las mejores tropas soviéticas. Por cierto, el destino de estos dos militares iba a ser muy diferente. Siguiendo la lógica implacable del estalinismo, el más afortunado iba a ser el mediocre Budienny, quien murió en 1973, después de haber sido proclamado «héroe de la Unión Soviética»
(Por mucho tiempo, Mikhail Tukhachevsky, un militar brillante que había formulado los principios de «batalla en profundidad» y «operación en profundidad», fue el general más importante que tuvo el ejército soviético y también máximo exponente de la guerra mecanizada entre sus oficiales superiores. Pese a ello, sus posiciones independientes provocaban rechazo y disgusto en las filas del Partido Comunista. El propio Stalin recelaba de él. En vista de todo ello, el 27 de mayo de 1937 fue arrestado y se le acusó de «traición a la Patria». En compañía de otros siete oficiales fue ejecutado un par de semanas después, el 11 de junio del 37. Durante los siguientes cuatro años, unos 30 mil oficiales del ejército soviético fueron purgados y ejecutados).
Pero, en 1920, Tukhachevsky estaba en la cima de su prestigio y Stalin ni soñaba con ser el tirano absoluto del imperio soviético. Según señala el general J. E. C. Fuller («The Decisive Battles of the Western World»): «…Tratábase de un bárbaro romántico, que odiaba la civilización occidental… Autocrático, supersticioso, romántico e inflexible, adoraba las grandes llanuras abiertas y el sordo rumor de los cascos de caballos al galopar por ellas, del mismo modo que odiaba y temía todo cuanto no tuviera un fondo romántico. No podía soportar el Cristianismo ni la cultura cristiana, porque habían acabado con el paganismo y la barbarie, privando a sus compatriotas de los éxtasis que ofrece ese carnaval de la muerte que es la guerra. Odiaba también a los judíos por haber contribuido a inocular a los rusos la “peste de la civilización” y la “peste del capitalismo”…». Tártaro de alma, Tukhachevsky añoraba a los dioses paganos de la mitología eslava: Daschbog, Stribog, Wolos y Pierounn.
Para mediados de agosto de 1920, los rusos habían llegado a 22 kilómetros de Varsovia y la caída de la capital polaca parecía inminente. Pero en la batalla que siguió, librada entre el 15 y el 25 de agosto de 1920, el ejército de Polonia, encabezado por el mariscal Józef Pilsudski —el mismo que en una ocasión había expresado que ser vencido y no rendirse sería una victoria, pero que vencer y descansar en los laureles, resultaría una derrota— , incorporó a sus tropas una legión de irregulares de caballería y cargó contra el mismo corazón del ejército soviético y provocaron una enorme confusión, a la cual siguieron la derrota y la retirada. A consecuencia de aquella carga heroica de la caballería polaca, los países de Europa occidental se habían salvado de una catástrofe. Pero ése fue un mérito que pocos concedieron a los polacos de buena gana.
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Caballería polaca con portaestandarte
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En los primeros días del mes de septiembre de 1939, la caballería polaca volvió a cargar contra el enemigo, pero esa vez se las tendrían que ver contra la eficiencia quirúrgica y letal de las Panzerdivisionen; los cañones y ametralladoras de la Wehrmacht; e impresionantes bandadas de aviones stuka, arado, Heinkel y Messerschmitt de la Luftwaffe, atacando en picada y sin piedad. Frente a todo ese poderío militar impresionante, la desdichada Polonia sólo pudo oponer la precariedad de su infantería, la insuficiencia de su armamento pesado, lo obsoleto de su endeble fuerza aérea… Y el heroísmo intacto de su caballería. Contra la metralla nazi las cargas desesperadas, heroicas e inútiles de sus lanceros, montados sobre caballos que galopaban hacia la muerte como flechas de plata, mientras, desde algún resquicio de la historia o desde un rincón de la conciencia colectiva de los polacos, una Polonesa heroica resonaba, punzante, en todos los oídos. Pero los alemanes seguían avanzando, protegidos por una sólida barrera de fuego y metralla. Y desde el este también lo hacían los soviéticos. El 27 de septiembre cayó Varsovia y el 28 capitularon las últimas tropas polacas en Modlin. Aquello era el réquiem para Polonia.
Muchas veces, cuando las circunstancias se ven desfavorables o el camino parece cuesta arriba, me viene a la mente aquella gloriosa caballería polaca, lanzándose a una carga heroica y sin la menor esperanza contra los tanques alemanes. Y entonces, desde alguna frontera del espíritu me llega y me embarga una Polonesa heroica: el más bello y estremecedor entre todos los himnos de batalla. En todo caso, la lección histórica del apaciguamiento a Hitler en 1939 dicta que, frente a la feroz decisión de un totalitarismo, los timoratos, los débiles, los cobardes y los entreguistas sólo sirven como pasto para las fieras. Y también que la civilización siempre ha sido salvada, a última hora e in extremis, por quienes al igual que Pilsudski o Churchill, han tenido dos cosas muy bien puestas: los pantalones y las ideas. Aunque, por regla general y de manera mucho más directa, ese mérito enorme siempre ha correspondido a un puñado de soldados.
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