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Año III - Nº 210
Uruguay, 01 de diciembre del 2006
separador Inscripto en el Registro de Derechos de Autor en el libro 30 con el No 379
 
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historia paralela

2012

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humor político

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Fernando Pintos ¿Que es el Carlismo?
por Helena Arce

 
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Tomado de Internet  http://www.geocities.com/athens/forum/7958/ndice.html

Pensaba buscar información sobre el “carlismo” para hacer mi interpretación del tema y escribir un artículo, pero encontré esta página carlista, donde además escriben personajes por nosotros conocidos, y descubrí que nada mejor que leer de la fuente. Es un poco largo, pero créanme queridos lectores, vale la pena leer de primera mano lo que es el pensamiento carlista.

HISPANIDAD

A LA TRADICIÓN CARLISTA

POR DIOS POR LA PATRIA Y EL REY

Página dedicada a la cultura y alcances de la Hispanidad

Tradición y Carlismo en las Españas Americanas

RAZÓN DE SER

En la Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires, siendo el 25 del mes de julio, día de Santiago Apóstol, del año del Señor de 1996, se constituye una institución civil sin fin de lucro denominada HERMANDAD TRADICIONALISTA CARLOS VII que tendrá la siguiente finalidad: a) Estudiar y difundir el pensamiento Carlista. b) Defender y difundir la tradición Católica Romana. c) Investigar y estudiar en todos sus aspectos la historia del Carlismo, manteniéndose al margen de los conflictos dinásticos originados por los pretendientes al trono en disputa. d) Formar un movimiento de opinión acorde con el ideario socio político Carlista, basado en la doctrina de sus grandes pensadores e ideólogos del derecho público cristiano. e) Difundir el resultado de sus estudios mediante las publicaciones que editará la SOCIEDAD de ESTUDIOS TRADICIONALISTAS Don JUAN VAZQUEZ DE MELLA, órgano editor de esta Hermandad. f) Mantener y estrechar vínculos con la Hermandad Monárquica del Maestrazgo, del Reino de España, Institución que integramos y a la que representamos como Delegación Nacional en la República Argentina, según surge de los acuerdos preestablecidos con esa entidad ratificados en la Asamblea General Ordinaria, celebrada en el Santuario de la Virgen de la Piedad de Ulldecona, en Tarragona el 12 de mayo de 1996, y que aceptamos en todas sus partes, a la letra del certificado del Acta correspondiente que lleva fecha del veinte de mayo de 1996, rubricado por su presidente el Excmo. Señor don Ramón Forcadell y Prats y su Secretario, el doctor don Antonio Ramón Camps, cuyo original obra en nuestros archivos. g) Convocar a personas interesadas en incorporarse a esta Institución que compartan en su totalidad el pensamiento político y religioso que sustenta, esté dispuesta a prestar su apoyo a la actividad que se ha propuesto y acepte cumplir con sus Estatutos.
(Extracto del Acta de Fundación)


EDITORIAL

En mérito a que el artículo que gentilmente nos enviara don Juan María Bordaberry expresa clara y brillantemente el pensamiento y la posición de Custodia, le hemos cedido el lugar del Editorial del presente número.

EL CARLISMO Y EL PLURALISMO RELIGIOSO

         El Concilio Vaticano II proclamó, directa o indirectamente, tres principios: la libertad de conciencia, la colegialización en el gobierno de la Iglesia y el ecumenismo. No soy yo el único que lee  estos tres principios así: libertad, igualdad y fraternidad. Católicos eminentes, con autoridad que yo no puedo pretender tener, también lo han interpretado de esa forma. Con la libertad de conciencia la Iglesia perdió su impulso misional, la vocación de consagrar la vida a la propagación de la fe y abrió las puertas a la tolerancia del error.

            Hoy se nos dice que todos los excesos que vemos con tanta frecuencia, en la doctrina, en la liturgia, en la palabra y aún en la conducta de sacerdotes, son consecuencia de una interpretación errada de los textos conciliares. No es así: al debilitamiento de la autoridad de la  Verdad sigue inevitablemente el acrecer de la soberbia del hombre que empieza a elegir sus propios caminos. Y si a esto agregamos la sustitución de la organización piramidal y monárquica que N. S. Jesucristo dio a Su Iglesia por la disgregación funcional y hasta geográfica de la nueva organización conciliar, nada más natural que ocurran los excesos y que nadie pueda impedirlos ni menos impedir el daño que ello acarrea a los fieles. Estos excesos han ido ocultando la condición sobrenatural de la Iglesia, han temporalizado su papel a favor de una figura más filantrópica que espiritual y religiosa.

        “El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia” dijo el Papa Pablo VI al cabo de su vida, quiera la misericordia de Dios que arrepentido de  la obra de la cual había sido el más activo protagonista Con el Concilio, el liberalismo llegó al poder temporal del último bastión que se le oponía por definición, y Roma empezó a aceptar las formas políticas que él consagra.  Así, cuando llegan instancias electorales, los sacerdotes y los obispos recomiendan elegir bien los candidatos, no votando a los que, por ejemplo, son partidarios del aborto o la uniones aberrantes entre personas de un mismo sexo. Pero a lo que no se llega más, recordemos el “Syllabus”, es a condenar el orden político liberal por sí, por consagrar la sustitución de la Soberanía de Dios por la soberanía del hombre, al acto electoral mismo por constituir la expresión de  esa pretendida soberanía que ha querido ocupar el lugar de Dios.

        Un inolvidable sacerdote de la Fraternidad San Pío X que tuvimos la bendición de tener entre nosotros, aquí en Montevideo, por la fuerza de los hechos sólo esporádicamente, insistía en que, por la Gracia, la Fe se manifiesta internamente en nosotros bajo la forma íntima de la adhesión  de nuestra inteligencia a las verdades reveladas por N. S. Jesucristo y enseñadas por el magisterio de la Iglesia, y externamente por nuestros actos visibles cuando ellos dan testimonio de nuestra Fe. Así, cuando oramos públicamente, cuando formamos cristianamente nuestra familia, cuando, en fin, con nuestras obras damos testimonio externo de la Fe que profesamos en nuestro interior. Negar este desdoblamiento, por así llamarlo, interno y externo de nuestra fe nos conduce insensiblemente a la herejía  luterana. Parece entonces que no condice con nuestra conducta de católicos dar un testimonio contradictorio con nuestra Fe interior, participando públicamente en instituciones políticas ateas que han dado por tierra con las tradicionales sociedades cristianas, legitimando con nuestros actos lo que es de suyo condenable.

          En el tiempo anterior a las desdichadas elecciones españolas de marzo de 2004, pude ver en la página de Internet del Foro Santo Tomás Moro de la Comunión Tradicionalista Carlista, así como en otras, divergencias entre carlistas acerca de la participación o no en ellas, sin que se rechazaran las elecciones mismas, como acto contrario a los principios cristianos. Estas divergencias se plantean ahora y con mayor dureza con motivo del surgimiento del nuevo partido llamado “Alternativa Española” sin que nadie advierta, por empezar, que la propia expresión “partido” contradice la vigencia insustituible del principio de autoridad fundado en el derecho natural, que no puede admitir la hipótesis de una derrota numérica.

            Lo que me atrae del carlismo y me lleva a defenderlo y tratar de difundirlo dentro de nuestras pequeñas posibilidades es precisamente su Santa Intransigencia en la proclamación y defensa de los principios fundadores de España y por consecuencia, de la Hispanidad toda.

            La historia de España es pródiga en ejemplos de la necesidad de defender la Fe intransigentemente, sin fisuras ni resquicios ni concesiones. La historia de España niega a la Hispanidad, en la que orgullosamente me incluyo, la aceptación del moderno concepto ateo de pluralismo. Una fides, unum regnum  proclamó el Concilio III de Toledo hace más de catorce siglos, y ese precepto —que rigió su historia durante casi todo ese tiempo— dio a España un carácter propio, único y distintivo que, al tiempo de hacerla difícil de explicar y entender por quienes no la conocen,  nos obliga a trabajar para restaurar sus valores históricos en lo interno y proyectarlos hacia fuera en lugar de dejarnos invadir por los ajenos y contrarios a la naturaleza hispánica.

            “Es indigno que un príncipe de fe ortodoxa tenga bajo su cetro a súbditos sacrílegos”, reafirmó luego el Concilio Toledano VIII.  Estos preceptos fueron el fundamento de la obligación de los Reyes Católicos, como tales, de no aceptar moros ni judíos no conversos en España. No fue ni conveniencia mezquina ni maldad: fue la vigencia de la Fe Católica que hizo grande a España.

            Tampoco fue cruel: la gran Isabel dio a todos la oportunidad de convertirse o irse a otra parte llevando su familia y sus bienes, para lo cual puso hasta barcos a su disposición e incluso aceptó comprar generosamente sus bienes. Miles de judíos convertidos quedaron en España y contribuyeron a escribir la historia de su grandeza. Vale la pena leer las admirables páginas que Don Luis Suárez Fernández  ha escrito al respecto. Isabel, católica, bondadosa, recta y justa, no hizo sino cumplir sin concesiones el principio cristiano, lo que le granjeó el odio de la herejía, que aún perdura en las leyendas negras. Participar de las instituciones liberales, codo con codo con los enemigos de Dios, es aceptar el pluralismo y negar implícitamente la obra de unidad católica y política de Fernando e Isabel.

            Aunque las guerras carlistas se inician por la cuestión dinástica originada por la decisión de Fernando VII que impidió el acceso al trono del infante D. Carlos Isidro, que hubiera sido Carlos V, sería cortedad pensar que todo queda en esa cuestión. El carlismo advirtió tempranamente que negar el trono a un Rey tradicionalista y dejar la Corona en manos de una pequeña representada por la joven Regente era abrir la puerta al liberalismo y obstar a la continuidad de la vigencia de los principios: Dios, Patria, Fueros y Rey. Si el alzamiento hubiera respondido solamente a la cuestión dinástica el carlismo no hubiera mantenido su vigencia hasta nuestros días habiendo sido, además, derrotado en los campos de batalla.

            España pues, se niega obcecadamente a transigir con los ajenos principios liberales, extraños a su sustancia histórica y religiosa. Es cosa que no puedo entender cómo se podría conciliar la gesta del tradicionalismo carlista con la participación en instituciones liberales.
  No puedo dejar de recordar un memorable trabajo de Don Rafael Gambra, a quien Dios tenga en la gloria, publicado hace ya algunos años en “Razón Española”. En él se preguntaba, viendo a España entregada al liberalismo masónico contra el cual se había desangrado en la guerra, cómo era posible que aquel terreno —recuerdo que decía: conquistado colina a colina, cota a cota— se hubiera entregado tan fácil y silenciosamente al enemigo derrotado.

          Del Vaticano II había salido el principio contrario a la tradición española, la libertad de conciencia. Franco tuvo que ceder a la presión de Pablo VI y aceptó la libertad de cultos. No estaba prohibido en España profesar otros cultos que el católico: estaba prohibido hacerlo públicamente y difundirlo. Estaba prohibido, como manda la ley de Dios, difundir el error. Por esa grieta del pluralismo religioso se filtró el enemigo, silenciosa y arteramente..

          Don Rafael, con dureza navarra, tituló su trabajo “La traición de los clérigos”.

 Juan María Bordaberry
Montevideo — Uruguay


LAS GUERRAS CARLISTAS CONTINÚAN
Por Álvaro Pacheco Seré

 Las hazañas guerreras de Zumalacárregui  y de Cabrera, la presencia militar y regia de Carlos VII, el heroísmo decisivo del requeté de 1936 enfrentaron con las armas en la mano al enemigo revolucionario que agredió la Religión y la Patria.

Las sociedades secretas, que idean y “construyen” ese desconocimiento de la Tradición hispánica, continuaron su maquinación sin tiempo. El Carlismo recurrió a los principios —Dios, Patria,  Fueros, Rey— y, con ellos, no puede ser vencido ni dividido. Mellistas, integristas, jaimistas, todos, respetaron el patrimonio histórico a salvaguardar. Sólo se ha rechazado siempre la desviación doctrinaria de quienes fueron seducidos por el liberalismo.

Asombran y sobrecogen los logros, terrenalmente definitivos, de la subversión contradictoria de la herencia sagrada de la Cristiandad. El Carlismo, al asumir y defender la Fe católica que creó España y la Monarquía que debe representarla y continuarla, explica y justifica su vigencia.

En 1808, la Patria común  —escribió Balmes—: “renovó y vivificó su entusiasmo con el grito de «¡Viva el Rey!» en una guerra inmortal como la de la Independencia”. (Obras Completas, T°. XXVI,  p. 291).

Pero al cuestionar la noción de Imperio y su integridad, desde la separación de España e Indias, el enemigo afectó la unidad de la Patria. Nos explica José Maria de Domingo-Arnau desde su prédica en la revista “Maestrazgo” (nº 56, p. 6): “El Imperio legítimo llevaba consigo importantes responsabilidades morales y religiosas, que de hecho constituían su justificación primaria, y todo debía ser limitado y restringido por la ley civil como por el Derecho Natural”. Las guerras carlistas se libraron entre ejércitos y entre creencias; entre “dos modos distintos de entender la vida”, en frase de Gonzalo Fernández de la Mora.

· Nuevo campo de batalla

Nuestro tiempo impone como misión al pensamiento tradicionalista percibir y advertir la mutación del carácter bélico de la guerra en una tremenda agresión subversiva de todo orden.  Ha cambiado el campo de batalla.

Los medios son filosóficos: liberalismo, racionalismo, naturalismo; y políticos: laicidad, república, democracia. El resultado es la descristianización, la secularización. La pretensión es universal y conmueve los dogmas del Credo, fundamento de la Cristiandad.
La acción defensiva del tradicionalismo y del carlismo queda reducida, entonces, al trascendente combate principista, lo que permitirá asimismo apreciar la significación y hondura de los pasados alzamientos carlistas. Ricardo de la Cierva, con coraje y lucidez, descubre el escenario y sus actores: “Todo un proceso de desintegración histórica perfectamente diseñado en la Casa Común ante la complacencia secreta de una Europa orgullosamente secularizada a la que ahora pretenden  arrancar sus ya mortecinas raíces cristianas”. “Los pontífices de la secularización total son también del Centro; los señores Giscard y Chirac, distinguidos miembros de la Masonería —su simple mención es hoy de mal gusto—  cuya esencia histórica consiste en la secularización total. No en vano el sitio del Grande Oriente de Francia en la Red presenta a la institución como ‘observatorio de la laicidad’. La derecha de Francia todavía más históricamente degradada que la de España”. (Boletín de la Fundación Francisco Franco, junio 2003, nº 94, p. 3).

La acción masónica se ejerce,  como siempre, disimulada por las falsas dirigencias decadentes. “La masonería debe sentirse en todas partes, pero no se le debe ver en ninguna”, aconseja el  “convento” del Gran Oriente francés de 1922 (citado por Michel–Constant Verspieren, “L’impasse maçonnique”, ed. Faver, 2001, p. 5).
Este último libro describe “el discreto socavamiento, actualmente en curso, de todo lo que en la cultura francesa recuerda sus orígenes cristianos” (p. 48). Para las Logias, prosigue, “el Dios revelado y su Iglesia no tienen lugar. Hacen sombra al Hombre. Ciertamente, no es más cuestión de mártires. Sería un error. El combate es más sutil: abrazar para sofocar mejor”. “Procuran imponer sus ideas al poder temporal por los medios legales creados a esos efectos. La democracia se presta bien para eso” (p. 53). “Pensad en el silencio absoluto que la propia Iglesia hace sobre la acción destructora de las Logias” (p. 113). La Iglesia adopta así la actitud que denuncia Mauricio Carlavilla  (“Borbones masones”, Barcelona, 1967, p. 17): “No es factor de historia”, “para la historiografía nacional, la Masonería es nada.....”.

Son estas sociedades secretas, en última instancia, quienes conducen la lucha implacable contra el Altar y el Trono. Para sostener la Tradición se deberá desenmascarar su maquinación actual, y enseñar el lema Dios, Patria, Fueros, Rey. A la subversión consumada es esperanzador oponer vigilancia y doctrina, porque en el Evangelio y en Fátima está prometido que, en el orden sobrenatural, el Mal no prevalecerá.

El decisivo avance y la penetración de la rebelión, la simulación y la discordia en la Iglesia en las Patrias y en los Gobiernos cristianos, ha posibilitado evidenciar perturbadoras divisiones y radicalizaciones internas en la propia Revolución. Que, “como Saturno, devora a sus propios hijos”, según expresión atribuida a Vergniaud en la Francia del 89. Ese motor imparable es signo a la vez, como fundamentan León de Poncins en “Christianisme et Franc- Maçonnerie” (Vienne, 1975, p. 230) y Mauricio Carlavilla (ob. cit, p. 167), que “la masonería es una sola”. Es la advertencia de la Encíclica Humanum Genus, de León XIII : la masonería es una “especie de centro de donde todas salen y a donde vuelven”.

Obediencias, logias y organizaciones superpuestas, derivadas y conexas, no admiten divisiones en las altas instancias. La existencia de “regulares” e “irregulares”, de ateos y creyentes que no “maquinan” contra la Iglesia, fue precisamente el argumento utilizado para suprimir la excomunión automática de los masones en el Código de Derecho Canónico de 1983 y para consolidar la denominada “aproximación” entre Iglesia y masonería, desarrollada pese a la reiterada proclamación por aquélla de la indiscutible incompatibilidad   doctrinaria entre ambas.  

Así se expande la Revolución. Recién terminada la tercera guerra carlista,  en 1878, Emilio Castelar puede afirmar dogmáticamente en el Congreso de los  diputados: “Maldecís de la Revolución y no podéis saliros de ella... y , mal que os pese, habéis de seguir, aunque no queráis, aunque no lo sepáis, en el camino de la Revolución”. (cit. por Carlavilla, ob. cit, p. 138).

· Objetivos  y métodos

En su número de setiembre de 2001, “Lectures françaises”, al comprobar esta marcha sin oposición hacia una “democracia universal”, refiere a la reciente edición francesa de una investigación realizada en 1954 por el oficial de marina canadiense William Carr (“Des Pions sur l’Echiquier”). Está basada en la correspondencia reservada, de 1871, entre Giuseppe Mazzini y el general norteamericano Albert Pike, altos grados masónicos, promotores del “World Revolutionary Movement”. En ella se prevé que las más altas instancias (“Illuminati”) fomentarán las divisiones “entre sionistas políticos y dirigentes del mundo musulmán. Se debe dirigir la guerra que conduzca a la destrucción del Islam (el mundo árabe de la religión de Mahoma) y del sionismo político (comprendido el Estado de Israel). Al mismo tiempo las otras naciones, cada vez más divididas entre sí con este motivo, serán impulsadas a combatirse hasta un estado de destrucción física, mental, espiritual y económica total”.  El objetivo es la destrucción del cristianismo, el establecimiento de un gobierno mundial y , en definitiva, el triunfo del Mal. Transcribe  una reveladora carta  de Pike a Mazzini, de 15 de agosto de 1871: “provocaremos un formidable cataclismo social que mostrará a las naciones, en todo su horror, el efecto del ateísmo absoluto que originará el salvajismo más sangriento y la revuelta integral”.

Para la conquista de estos fines, los poderes contradictorios de la Verdad “construyen”  y utilizan estas vías:

1) La “tenebrosa alianza” —que denunciaron León XIII y Pétain— entre “la fortuna anónima y vagabunda” y las logias anarquistas negadoras de toda autoridad. J. Ploncard d’Assac refiere a “la derecha de los Negocios con la izquierda de los mismos Negocios”. “Estos negocios aportan las finanzas necesarias para la realización de sus proyectos o los de sus amigos” (Verspieren, ob. cit, p. 138). Es la antinatural confusión del poder público y del poder privado, propia del sistema democrático, ora sostenido, ora amenazado, por su jacobinismo radical.

Los medios de comunicación de masas, con su poder, hacen posible esa confusión oculta e impía: “la manipulación mental afecta a la casi totalidad de los ciudadanos de la República”, afirma Verspieren (ob. cit, p. 150).

2) Los instrumentos de derecho público, nacidos con la Revolución , son la república y la democracia. “La Masonería es la República encubierta, como la República es la Masonería al descubierto”, reconoció en 1894, el masón Galaud (cit, por Verspieren, ob. cit, p. 117). Ya la primera república española, como nueva forma de gobierno, había sido definida por Menéndez y Pelayo como “vergonzosa anarquía con nombre de república”.

La denominada democracia ha adquirido un alcance que excede lo jurídico y exhibe su real esencia y propósito: “La Orden ambiciona imponer sus ideas utilizando el margen de maniobra que le ofrece la democracia por ella instalada”. “La palabra «Democracia» está en todos los labios, en todas las plumas. Hoy sólo se jura por ella. Es la panacea. ¡Siempre más democracia, es la apuesta a un porvenir radiante!” (Verspieren, ob. cit, p. 134, 129).

3) “Las Logias, gracias a sus técnicas, practican la manipulación mental sobre el conjunto de los ciudadanos, para imponer en secreto su propia concepción laica de la vida social” (Verspieren, ob. cit.,  p. 149). Es la contradicción con la doctrina pontificia: “Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados” (León XIII, Immortale Dei, 1885).

4) El desorden moral, político y jurídico, consecuencia de los errores señalados, ha alterado en profundidad la convivencia social. La autoridad, generadora del orden, es negada y considerada “represión”; las jerarquías naturales son desconocidas por “discriminatorias”; la Verdad es “fundamentalismo”. Se justifican las revueltas y el crimen, al sustituir el derecho penal por los “derechos humanos” concebidos como maquinaria de guerra. Asola las ciudades un bandidismo generalizado, con espacios de “no-derecho” y de “contra-cultura”. Las víctimas de los más crueles delitos no existen para los creadores de opinión. Hay , sí, familiares, dolor, recuerdo y reparación para el revolucionario. El terror que éste causa hoy es ejercido, con mayor perjuicio, por la incontrolable delincuencia difundida en sociedades en estado de indefensión.

El antinatural principio de separación de poderes, originado también en 1789, ha cumplido el objetivo para el cual fue ideado: desplazar la función de juzgar, propia del poder público, a la dependencia creciente de poderes ocultos y revolucionarios.

El libro que apoya estas consideraciones concluye que “no puede comprenderse el mundo de hoy sin tener en cuenta las Logias. Ignorarlas conduciría a una ‘impasse’ suicida, con grandes riesgos para el futuro” (p. 161).
 
· Profecía y explicación
 
En tales circunstancias adversas, el pensamiento tradicionalista proporciona explicaciones conceptuales y medios defensivos apropiados.  Donoso Cortés (Ensayo LIII, cap. VI), al estudiar “El dogma de la imputabilidad y Redención”, confirma que Tradición es pasado, presente y futuro al profetizar, con saber teológico, los males que sobrevinieron. Sobre la base de que “la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad”, recuerda la misteriosa persistencia del sacrificio humano a través de los tiempos y de los pueblos, con su virtud condenatoria y su virtud purificadora. Sólo la Sangre del Redentor extinguió la deuda común contraída por Adán (“Sin sangre no hay remisión”, Hebreos 11, 22). “La sangre del hombre no puede ser expiatoria del pecado original”,pero sí “de ciertos pecados individuales”, lo que confiere fundamento al derecho penal. Si la supresión de la pena de muerte y del delito político —continúa—  se pretende basar en la falibilidad del Estado, “todos los gobiernos serían incompetentes en materia de penalidad, porque son falibles”. Sólo “pueden imponer una pena al hombre en calidad de delegados de Dios”; “negar a Dios y afirmar un gobierno es afirmar lo que se niega”.

Donoso ha descubierto la razón última de lo que hoy se considera inseguridad o criminalidad generalizada. Nos previene de los efectos de la negación de Dios: “Entonces comienza a soplar el viento de las revoluciones. Los gobiernos conocen por un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Cuando comienzan a secularizarse, al punto aflojan en la penalidad, como que sintieran que disminuye su derecho”.

Condena  el consecuente surgimiento de liberalismos y socialismos portadores “de la teoría de las insurrecciones santas, de los mártires de la libertad y de los delitos heroicos, que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso sin sangre. El mal no está en esa ilusión —concluye—: está en que cabalmente esta ilusión está siendo creída por todos; ahí la sangre brotará de las peñas y estaremos en el infierno”.

En esta persistencia de las guerras carlistas, como hispanoamericanos invocamos los principios de la Tradición y del derecho natural cristiano, y recurrimos al concepto de una Hispanidad sin secesiones.  Reconocemos el deber que bien nos recuerda Vázquez de Mella: “ tienen ellos obligación de devolvernos algo de lo que les dimos y de confundir su vida con la nuestra para formar un imperio espiritual que sea todavía más ilustre y más grande que nuestro antiguo imperio”. (Obras Completas, T. XII, p. 278).


LA DINASTÍA CARLISTA
EN EL PENSAMIENTO DE FRANCO

Por César Alcalá
Barcelona — España
 
Escribe José María Cusell: «por encargo de don Mauricio de Sivatte visité en Madrid a don José María Valiente, miembro del Secretariado que sucedió a Fal, para decirle que el Carlismo no debía vincularse a Franco, para que, cuando este faltase, no se le barriese con los restos del Movimiento. Valiente me contestó que había estado con Franco y éste le había mostrado el Decreto nombrando sucesor, sin nombre y creía debíamos no crearle problemas a Franco por si se decidía a nombrar como sucesor a un Príncipe carlista».

Estas declaraciones de Valiente se produjeron a mediados de la década de los cincuenta. Todavía don Carlos Hugo no se había presentado en el Montejurra de 1957. La Comunión Tradicionalista esperaba que, después de una profunda reflexión y teniendo en cuenta la contribución de los Requetés durante la guerra civil, Franco se inclinara por un miembro de la dinastía carlista en el momento de buscar sucesor. Evidentemente no se pensaba en la posibilidad que un príncipe de la dinastía liberal fuera el elegido.

Durante una serie de años el Carlismo vivió sumido en la hipótesis, esto es: si Franco hace esto o aquello..., si nosotros colaboramos con la dictadura..., si no nos hacemos indispensables..., si no provocamos discrepancias… tal vez éste sea el momento de ver a un rey carlista en el trono de España. El Carlismo, que antes de la guerra civil, había sido un movimiento político fuerte, se veía subyugado al pensamiento de un ser que gobernaba en España por imposición. Ese fue el error del Carlismo. Si el Carlismo hubiera tenido un rey, esta subordinación no hubiera existido; pero, desgraciadamente, sólo se tenía un regente.

Ahora bien, el Carlismo vivió y sucumbió a una hipótesis pero, en realidad, ¿qué pensaba Franco de todo esto? Se quiera o no, se esté de acuerdo o no, el futuro de España estaba en sus manos. ¿Qué pensaba sobre la sucesión? ¿Las especulaciones de los dirigentes carlistas eran ciertas? ¿Se equivocaron al pensar que un rey carlista podía acceder al trono de España? La historia nos demuestra que se equivocaron, pero ¿por qué cometieron ese error?
Una vez finalizada la guerra civil surgieron tres pretendientes al trono de España. Todos ellos ya lo eran antes de 1936, pero centraremos la historia una vez finalizada la guerra civil.
Por una parte estaba don Javier de Borbón–Parma, nombrado Regente por don Alfonso Carlos de Borbón, último rey carlista de la dinastía mayor. En septiembre de 1936, a la muerte del segundo, sobre él recayeron los derechos dinásticos y legítimos que, desde 1833, habían defendido los reyes y el pueblo carlista.

En segundo lugar estaba don Juan de Borbón y Battemberg, hijo de Alfonso XIII. Por derecho, de no haber renunciado su padre el trono de España —año 1931— le correspondía heredar el trono de sus mayores.

El tercero era el Archiduque don Carlos de Habsburgo y de Borbón, nieto de Carlos VII. Al morir don Alfonso Carlos de Borbón sin descendencia, le correspondía a él heredar los derechos dinásticos del Carlismo. La línea sucesoria directa era para él y no para don Javier de Borbón–Parma, que era sobrino de doña María de las Nieves de Braganza, esposa de don Alfonso Carlos de Borbón.

Así las cosas, ¿cuál era la legítima línea sucesoria?

El Archiduque don Carlos de Habsburgo y de Borbón murió, infortunadamente, durante las navidades de 1953. Le sucedieron sus dos hermanos, los Archiduques Antonio y Francisco José. Ninguno de los dos estuvo a la altura de las circunstancias. Se pensó que, tal vez, de no haber muerto inesperadamente, Franco hubiera pensado en él para sustituirlo. En 1964 Franco declaró, sobre el derecho al uso del título de duque de Madrid, como descendiente directo de Carlos VII, por parte del Archiduque Francisco José que: ya conocía yo eso, pero para mi los descendientes legales a la Corona de España son los herederos de Don Alfonso XIII, y por lo tanto no comprendo cómo haya quien no reconozca esta legitimidad. Si uno de los descendientes no reúne condiciones por discrepar con el Movimiento Nacional, será elegido su hijo para reinar, y en caso de no poderse hacer esto por renuncia del designado, se nombrará a un regente tal como está dispuesto en la ley de sucesión[1]. De lo cual se desprende que difícilmente ninguno de los nietos de Carlos VII hubiera podido ser designado para reinar en España.

Desde la muerte de don Alfonso Carlos de Borbón —septiembre de 1936— don Javier de Borbón–Parma fue reconocido como Regente. No fue hasta 1965, con el acto de Puccheim, cuando se proclamó rey. Durante esos treinta años hubo algunos intentos para que aceptara unos derechos que, por mandato real, le eran propios. Don Javier de Borbón–Parma rehusó en dos ocasiones dicho nombramiento, y no fue hasta doce años antes de su muerte cuando los aceptó. No entraremos en los motivos por los cuales no aceptó dicho reconocimiento: pensamos que son poco significativos. Rey o Regente, indistintamente, el derecho existía y, por lo tanto, esta matización no tenía que haber sido un obstáculo para nombrarlo sucesor de Franco.

En diciembre de 1958 Franco comentó: Dentro de la monarquía no considero más heredero legítimo que Don Juan de Borbón. Todas las ramas tradicionalistas no son hoy legítimas, y a sus representantes nadie les conoce en nuestro país. Lo malo es lo mal aconsejado que está Don Juan, lo liberal que es, y que prescinde del actual régimen hablando en muchas ocasiones como si éste no existiese[2]. Estas palabras comprueban lo que anteriormente hemos dicho: Regente o Rey sólo era una matización. Lo importante es que Franco no los consideraba como sucesores por dos hechos: ser extranjeros y no ser conocidos en España. Todo lo demás, esto es, poseer los derechos legítimos del Tradicionalismo, era lo de menos. Para Franco la única rama legal y legítima era la de Alfonso XIII, lo cual no es sorprendente. Sólo recordaremos que su padrino de boda fue el propio rey.

Teniendo en cuenta lo dicho, es interesante conocer el pensamiento de Franco con respecto a la guerra que se inició en 1833, tras la muerte de Fernando VII, entre los defensores del príncipe don Carlos María Isidro de Borbón —después conocidos como carlistas— y los defensores de la reina Isabel II —conocidos como cristinos o isabelinos—. Opinaba Franco que: Fernando VII al abolir la ley no hizo otra cosa que restablecer una costumbre española, pues la guerra civil que estalló después de su muerte no fue otra cosa que una defensa de los ideales que representaba el príncipe Don Carlos frente a los de Doña Isabel II. Fue la lucha del principio absolutista contra el liberal, pasando a segundo plano el defender o atacar la ley Sálica. En la actualidad, al haber recaído en los descendientes de Don Alfonso XIII los derechos de sucesión de la Corona, no hay razón para que estén divididos los monárquicos, siempre que el sucesor encarne los principios por los que se luchó en la Cruzada. Por ello es una pena esta división y que el príncipe Don Juan sea cada vez más liberal[3].

Como hemos comentado anteriormente, don Javier de Borbón–Parma, dio finalmente el paso de aceptar los derechos que, por ley, le habían sido concedidos por el Decreto de Regencia y, mediante un manifiesto firmado en Puccheim en 1965, se reconocía como rey de los carlistas. Esta matización es importante. Sus derechos eran legítimos. Desde 1833 se había luchado por el reconocimiento de una traición. Don Carlos María Isidro de Borbón tenía que ser Rey de todos los españoles. Una traición lo apartó de su deber. Desde la fecha hasta don Alfonso Carlos de Borbón, todos los pretendientes carlistas quisieron que les fuera reconocido su derecho a ser reyes de España. Ellos se sentían reyes de todos los españoles. Don Javier de Borbón–Parma no. Aceptó ser rey de los carlistas y no rey de los españoles.

Esta matización es muy importante en el momento de profundizar sobre el verdadero pensamiento político de don Javier de Borbón–Parma. En la Carta–Manifiesto al Infante don Alfonso, 30 de junio de 1869, decía Carlos VII: Yo no sé si puede salvarse España de esa catástrofe, pero si es posible, sólo su Rey legítimo la puede salvar.

El ejemplo anterior es uno de los muchos que se podrían recuperar de los reyes carlistas, a todos ellos llamo y a todos ellos me dirijo. Reyes de España, no reyes carlistas. Pues bien, con motivo del manifiesto de Puccheim, Franco opinó que: ¡Una vez más la gran división entre las monarquías españolas! En esto no han variado después del 18 de julio. Las pequeñas capillitas les interesan más que los elevados ideales de una futura monarquía católica, representativa, al servicio de la nación y apoyada por la mayoría de los españoles. Prefieren la división a la unidad; no les importa que los enemigos del régimen estén unidos y soñando con el desquite de conseguirlo sin lucha. Los principios fundamentales del Movimiento hay que mantenerlos sea como sea. Todo cuanto tienda a separarnos de ellos o a debilitarlos es traición a la Patria y a nuestros caídos. Al frente de la monarquía estará el rey que acate cuanto establece la ley de sucesión; el asunto está claro[4].

El 21 de diciembre de 1967 Franco vuelve sobre un tema que ya hemos tratado: Don Javier es extranjero y nada tiene que hacer políticamente en España. Por eso me da pena que haya españoles que le sigan[5]. El 20 de diciembre de 1968, el consejo de ministros decidió expulsar de territorio español a la familia Borbón–Parma. En enero de 1969 comentaba lo siguiente refiriéndose a la expulsión: la expulsión de Don Javier ha sido motivada por el ataque continuo que hace al régimen y a las leyes fundamentales, haciendo alarde de no acatar lo que la nación española decidió en el referéndum. En ningún país se le hubiese tolerado una actitud tan contraria a las leyes dadas al pueblo español. Puede comprender tu informador que por capricho o afán de meterse con un príncipe, que dice que es amigo, no se le expulsa de España de esta forma[6].

Si bien don Javier de Borbón–Parma no era santo de la devoción de Franco, como tampoco no lo era don Juan de Borbón y Battemberg, en contrapartida ambos tenían un hijo y, por lo tal, un posible heredero. Por una parte estaba don Juan Carlos de Borbón y por la otra don Carlos Hugo de Borbón–Parma —originalmente Hugo—. Sobre la inversión del nombre y sobre su persona opinaba Franco: Tal vez tenga razón ABC en lo del primitivo nombre, pues en la fotocopia de la partida de bautismo hay una enmienda marginal en la que se hacía constar el nombre de Carlos. Claro que esto no destruye la realidad de que Don Carlos Hugo es heredero de Felipe V, y por tanto un Borbón de la rama francesa. Desde luego es francés mientras no adopte la nacionalidad española, lo cual no me alegraría nada, pues sería querer complicar la sucesión del régimen, sobre todo por parte de los tradicionalistas. De todas formas, la legalidad de la Corona de España está en la rama de Don Alfonso XIII y sus descendientes, siempre que acaten los principios del Movimiento Nacional[7].

Volvemos otra vez al tema repetido al hablar de don Javier de Borbón–Parma: no les negaba su derecho dinástico, como descendientes de Felipe V, pero no eran españoles sino franceses y eran poco conocidos en España. Sobre el primer punto podría existir una discrepancia. Don Juan Carlos de Borbón tampoco era un príncipe español de nacimiento, pues nació en Roma. Si uno era francés, el otro era italiano. Sin embargo, la última frase disipa cualquier discrepancia: la legalidad de la Corona de España —según Franco— estaba en la rama de Alfonso XIII, y don Juan Carlos de Borbón era su nieto.

En abril de 1964, al conocerse la boda de don Carlos Hugo de Borbón–Parma con la princesa Irene de Holanda, Franco comentó: Siento por él afecto, y su corrección y simpatía son grandes, pero no me parece el príncipe adecuado para ser el rey de los españoles. La sucesión de la Corona nunca hubiera correspondido a éste príncipe, pues si bien es descendiente de Felipe V, no tiene derecho al trono español, que correspondió a Don Alfonso XIII por don Francisco de Asís (rama carlista) y por su abuela Isabel II. Estos príncipes que apoyan las diferentes ramas tradicionalistas sólo sirven para contribuir a la eterna división de los monárquicos que tanto daño ha hecho a la Patria[8].

La solución al problema sucesorio quedó aclarada en 1969, cuando Franco decretó que don Juan Carlos de Borbón sería su sucesor. Si bien es cierto que a partir de 1969 el tema quedó resuelto, en su mente la solución ya estaba resuelta muchos años antes. El 20 de abril de 1964 Franco declaraba: Lamento mucho que Don Juan de Borbón se haya hecho incompatible con el régimen; tú sabes bien que siempre pensé en él para que en su día fuese coronado y por esto no le permití arriesgar su vida cuando él quiso venir a luchar con nosotros para salvar a España. Tengo esperanzas de que, dado su patriotismo, en el momento oportuno aceptará renunciar a favor de su hijo, y de que éste prestará juramento comprometiéndose a respetar y a hacer cumplir las leyes fundamentales y los postulados del Movimiento[9].

Volviendo al principio, es decir, a las palabras que José María Valiente le comentó a José María Cusell, con respecto a no crear problemas al régimen de Franco, viendo lo explicado hasta ahora, nos damos cuenta que el Carlismo, después de la guerra civil, actuó equivocadamente; al menos el oficial. Caso contrario es el camino que tomó la Regencia Nacional y Carlista de Estella y Mauricio de Sivatte.

Franco nunca pensó en ningún príncipe carlista para sucederle. Siempre contó con don Juan de Borbón y Battemberg. Debido a su actitud contraria al poder establecido por Franco, don Juan fue apartado. Siempre se ha dicho que Franco lo dejó todo atado y bien atado. Tal vez sea una frase hecha pero, en esta ocasión, verdadera. No sólo don Juan renunció a favor de su hijo —tal y como Franco lo había asegurado en 1964—, sino que don Juan Carlos de Borbón, consecuente con sus convicciones liberales, respetó y cumplió las leyes fundamentales y los principios del Movimiento.

Lo que no se esperaba Franco es que, tres años después de su muerte, y a pesar de su certeza de haber dejado atada —y bien atada— la solución al problema sucesorio, una constitución liberal, borraría del mapa político español sus leyes fundamentales y los principios del Movimiento Nacional.


LAS NOVEDOSAS DOCTRINAS CONCILIARES
Y SU REFLEJO EN EL CUERPO DOCTRINAL
DEL TRADICIONALISMO CARLISTA

Por Federico J. Ezcurra Ortiz
 
Tratando infructuosamente de poner un mínimo orden en nuestros archivos encontramos dos documentos, como si dijéramos dos pequeños rescoldos que, al ser soplados por las solicitaciones de nuestra memoria, avivaron la lumbre de reflexiones subyacentes bajo las cenizas de nuestro subconsciente, reflexiones que trataremos de desarrollar a continuación, con la esperanza de que nos acompañe la paciencia de los lectores.

Los documentos aludidos son: «¿Qué es el Carlismo?», transcripto en un sitio de la “Comunión Católico–Monárquica”, y «El Carlismo y la “libertad religiosa”» que, con la firma del recordado don Rafael Gambra Ciudad, figura inserto en la Hoja informativa de la “Comunión Católico–Monárquica–Legitimista” fechada en Madrid en setiembre de 1985 y reproducido en el sitio de Agencia Faro. Ambos documentos fueron bajados de Internet el 12 de julio de 2002.

El primero de ellos se abre con un interrogante básico: «¿Qué es el Carlismo?, luego continúa inquiriendo: ¿Qué extraño fenómeno ha permitido su supervivencia hasta hoy durante casi dos siglos en la historia de España?», y preludia así su respuesta: «Puede decirse [...] que su explicación exige tener en cuenta tres ejes fundamentales: la bandera de la legitimidad dinástica, la continuidad del mundo hispánico anterior a las revoluciones modernas y el corpus doctrinal del tradicionalismo».

De intento hemos de soslayar el primer eje, el de la legitimidad dinástica, ya que a nuestro entender es —sin que esto entrañe menosprecio alguno— el menos trascendental de los tres, por estar sujeto a lo largo del tiempo a los vaivenes imponderables de la humana existencia, y además porque en nuestro carácter de españoles de ultramar estamos lejos de hallarnos capacitados para intervenir con seriedad en controversias de esta naturaleza.

Consideremos, entonces, los otros dos ejes. Obsérvase allí, con indudable acierto, que «bien puede entenderse que si el Carlismo hubiese sido un simple pleito dinástico difícilmente hubiera podido sobrevivir más allá de algunos decenios. Su prolongación en el tiempo viene a demostrar [...] que la cuestión legitimista actuó como banderín de enganche de otras motivaciones con las que se fundió en una unidad inextricable. En primer lugar, la continuidad venerable de la tradición común de los pueblos hispánicos, esparcidos por los cinco continentes [...], el Carlismo ha venido a ser la prolongación de un modo de ser que sucesivamente el absolutismo, el liberalismo y el socialismo [...] han cancelado. En este sentido profundo, como la vieja Cristiandad medieval se continuó durante el período de la Casa de Austria en el mundo hispánico, convertida en una suerte de “Christianitas minor”, el Carlismo ha sido todavía una suerte de reserva de esa Cristiandad menor».

[...] «El pleito dinástico fue además ocasión de que se enfrentaran los defensores del orden natural y cristiano [...] a los secuaces de la revolución en sus distintas metamorfosis. Así pues, dio lugar a que se articulara [...] un cuerpo de doctrina basado en los principios de la verdadera filosofía y el uso recto de la razón, también por lo mismo en la sabiduría cristiana. [...] Tradicionalismo que [...] ha hecho del Carlismo español el movimiento más contrarrevolucionario del mundo, en el sentido de hacer no una revolución en sentido contrario sino lo contrario de la Revolución, esto es, fundar la sociedad sobre el orden natural y divino, y por lo mismo reconstruir constantemente el tejido social».

«Hoy, el lema del Carlismo —Dios, Patria, Fueros y Rey— [...] sigue siendo en cambio la única bandera de esperanza para un mundo que se desmorona. Así, frente al nihilismo del sedicente nuevo orden mundial globalizado, sólo la instauración de todas las cosas en Cristo, por medio de poderes sometidos al orden ético que la Iglesia custodia, que conjuguen la libertad de los pueblos con la tradición común de las patrias, puede dar al mundo la paz».
Hasta aquí la síntesis del primer documento, que a nuestro ver fija el marco referencial del asunto que abordamos, y esto sin merecimiento alguno de nuestra parte puesto que lo hacemos fundados en los conceptos expuestos en los dichos documentos y de manera alguna pretendemos revestirnos de ajenos méritos.

Admitido que sea entonces que el único medio idóneo para lograr el sano ordenamiento del mundo y la paz consiguiente no es sino la instauración de todas las cosas en Cristo —tal como rezaba la divisa papal de San Pío X—, y aceptado en consecuencia el orden de prioridad que surge claramente del lema del Carlismo: Dios–Patria–Fueros–Rey, no es difícil percatarse que Dios se encuentra en la cima de la progresión, en tanto que el Rey ocupa el último peldaño, lo que nos indica sin duda alguna el orden de las subordinaciones naturales respecto del Creador y las de los otros peldaños entre sí, de los cuales el Rey viene a ser el servidor último, contradiciendo así a la concepción absolutista, que resulta totalmente ajena a la noción monárquica tradicionalista.

En el segundo documento aquí considerado —«El Carlismo y la “libertad religiosa”»—, don Rafael Gambra se refiere de esta manera a la unidad religiosa de España: «El Carlismo ha defendido siempre la unidad religiosa de España. Mas aun: esa unidad es la piedra angular del orden político que el Carlismo propugna. Cuando hace de Dios el primero de sus lemas no significa simplemente que cree en la existencia de Dios en el Cielo o que propone la religiosidad como norma de vida de sus adeptos. El trilema carlista no es un programa de vida personal, sino el ideario de un sistema político. La unidad católica [...] ha estado vigente en España desde los tiempos de Recaredo, en el siglo VI, hasta la actual constitución de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la segunda República».

Acto seguido se pregunta qué es la unidad religiosa, y comienza por puntualizar qué no es: coacción ni intolerancia, y precisa «La fe no puede imponerse a nadie, ni moral ni siquiera físicamente, puesto que es una virtud infusa que Dios concede y que incide en lo más íntimo de cada alma. Tampoco debe ejercerse coacción alguna sobre el culto privado de otras religiones, ni sobre su práctica en locales o templos reservados, con tal de que no se exteriorice ni se propague públicamente, ya que en un estado confesional la difusión de las religiones falsas debe considerarse como más dañina que la propagación de drogas o sustancias nocivas».

[...] ¿Qué significa entonces la unidad religiosa que el Carlismo propugna como el primero de sus lemas? Simplemente, que la legislación de un país debe estar inspirada por la fe que se profesa —la católica en nuestro caso— y que no puede contradecirla; que las costumbres, en cuanto son influidas por la ley y la política del gobernante, debe procurarse que permanezcan católicas. Que la religión, en fin, debe ser objeto de protección por parte de la autoridad civil. Dicho de otro modo: que no se pueden dictar ni proponer leyes que contradigan a la moral católica —ante todo el Decálogo—, ni que atenten a los derechos y funciones de la Iglesia».

[...] «La confesionalidad del Estado y la conservación de la unidad religiosa allá donde exista son, ante todo, una consecuencia del primer Mandamiento que nos prescribe amar a Dios sobre todas las cosas, y no sólo en nuestro corazón o privadamente, sino también las colectividades que formemos, familiares o políticas. En segundo término, es una necesidad para conservar el bien inmenso de una religiosidad ambiental o popular, de lo que depende en gran medida la salvación de las almas».

«[...] tampoco puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en lo que Wilhelmsen ha llamado “ortodoxia pública”. Es decir, un punto de referencia que sirve de fundamento a la autoridad y a la obligatoriedad de las instituciones, las leyes, las sentencias. En rigor, si se establece la libertad religiosa (y el consecuente laicismo de Estado) resulta imposible mandar ni prohibir cosa alguna. [...] La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que recurre simplemente a la fuerza) se hace así patente. La “libertad religiosa” es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno».

«Se objetará, sin embargo que la Declaración Conciliar “Dignitatis Humanæ” del Concilio Vaticano II ha propugnado la libertad religiosa y el consiguiente laicismo de Estado. ¿Qué hemos de pensar de esto los carlistas? A mi juicio, lo siguiente:

1. El Concilio Vaticano II no es un concilio dogmático sino sólo pastoral, por propia declaración: por lo mismo, exento de infalibilidad.
2. La libertad religiosa en el fuero externo al individuo contradice la enseñanza de todos los papas anteriores (uno de ellos santo) desde la época de la Revolución Francesa, y particularmente a la Encíclica “Quanta Cura” de Pío IX que reviste las condiciones de la infalibilidad.
3. La Declaración Conciliar se contradice a sí misma, puesto que afirma al mismo tiempo que deja intacta la doctrina anterior.
4. Los amargos frutos de esa Declaración son bien patentes en la Iglesia y en la sociedad.
5. Si esa Declaración hubiera de ser recibida como “palabra de Dios”, al Carlismo no le quedaría más que disolverse, porque ha sido el último y más heroico empecinamiento en la defensa del régimen de Cristiandad».
 
Hasta aquí las referencias a los documentos mencionados —y pedimos disculpas por su sobreabundancia, que consideramos necesaria—, que nos permitirán seguir los espinosos caminos de estas reflexiones.

Lo más comprometido de transitar por los senderos de la verdad es la obligación subsecuente de proseguirlos hasta las últimas consecuencias, sin mirar hacia atrás, como la mujer de Lot. Y las reflexiones de don Rafael Gambra, de una gravedad que quizás no haya sido adecuadamente calibrada, nos inducen a profundizar en sus implicancias sobre nuestra vida de fe.

La fe católica es un todo monolítico, que se acepta en bloque —sí, sí; no, no— o no se acepta: no se es un poquito católico, así como no se es un poquito honesto o no se está un poquito embarazada. Esto es: se la profesa en su totalidad, como verdad revelada por el mismo Dios —que no puede equivocarse ni engañarnos—, o no se la reconoce íntegramente, lo cual es lo mismo que rechazarla de plano, porque al dudar de una parte se duda evidentemente de la veracidad de la totalidad del testimonio divino.

¿Qué conclusión sacamos de lo comentado precedentemente? La negación manifiesta de verdades definidas por el magisterio infalible de la Iglesia entraña apartamiento de la fe, sea quien fuere quien en ella incurriera, y si bien es cierto que no es nuestra función juzgar a la persona —que ello compete sólo a Dios— no es menos cierto que sí es nuestra obligación no seguirlo en el error y tratar de evitar que lo sigan otros de nuestros hermanos. La total responsabilidad de nuestros actos —como consecuencia del libre albedrío que Dios gratuitamente nos ha concedido— es única y absolutamente nuestra: nos salvamos o nos condenamos exclusivamente por obra nuestra, y aquí no vale el remanido recurso a la “obediencia debida”.

Aceptado esto, animémonos entonces a hundir profundamente el escalpelo para practicar una disección que nos permita ubicarnos adecuadamente en un tema que es de vital importancia para evaluar la correcta posición que debe asumir el tradicionalismo carlista ante el trascendental tema de su potencial adhesión a las proposiciones del Concilio Vaticano II y sus posteriores derivaciones doctrinarias.

Lo que Gambra afirma con acierto en el punto 5. referido a la Declaración Conciliar «Dignitatis Humanæ», a nuestro criterio vale asimismo para otras proposiciones doctrinales y litúrgicas alumbradas luego del Vaticano II, aunque ya circulando en muchos ambientes eclesiales desde tiempo atrás, felizmente condenadas por la clarividente diligencia de varios Papas precedentes.

Con referencia al corazón mismo del culto católico, esto es, la Santa Misa: ¿qué decir si no de la reforma del Misal Romano por mandato del Concilio Vaticano II, génesis de la nueva misa o misa de Pablo VI, a la cual se refirieron los cardenales Ottaviani y Bacci en su «Breve examen crítico del “Novus Ordo Missæ”», fechado en la Fiesta de Corpus Christi de 1969 y prolijamente silenciado por las actuales autoridades eclesiásticas?

En ese documento sus autores expresan: «Como lo prueba suficientemente el examen crítico adjunto, por breve que sea, obra de un escogido grupo de teólogos, liturgistas y pastores de almas, el Nuevo Ordo Missæ, si se consideran los elementos nuevos, susceptibles de apreciaciones muy diversas, que aparecen subentendidos o implicados, se aleja de manera impresionante, en conjunto como en detalle, de la teología católica de la Santa Misa tal como fuera formulada en la XXIIª Sesión del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los “cánones” del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera menoscabar la integridad del misterio».

Aludiendo asimismo al nuevo rito de la Misa el 15 de febrero de 1975, en su conferencia «De la Misa de Lutero al Novus Ordo Missæ», Monseñor Marcel Lefebvre expresaba: «No se puede menos que sacar como conclusión que, por estar íntimamente unidos los principios con la práctica según el adagio “lex orandi, lex credendi”, el hecho de imitar en la liturgia de la Misa la Reforma de Lutero lleva infaliblemente a adoptar poco a poco las propias ideas de Lutero. Resulta imposible, desde el punto de vista psicológico, pastoral y teológico, que los católicos abandonen una liturgia que constituye verdaderamente la expresión y el sostén de su fe para adoptar nuevos ritos que fueron concebidos por herejes, sin someter con ello su fe a un enorme peligro. No se puede imitar constantemente a los protestantes sin convertirse en uno de ellos».  

El transcurso de varios decenios desde la promulgación del Novus Ordo ha demostrado los perniciosos efectos de las reformas introducidas y lo ilusorio de las expectativas sobre los posibles resultados beneficiosos de las mismas.

Otro tema controvertible, en tanto y en cuanto se aparta de la ortodoxa doctrina bimilenaria de la Iglesia católica, es el ecumenismo entendido según las nuevas orientaciones adoptadas por las autoridades de la Iglesia a partir del Vaticano II, contraviniendo el concepto tradicional de ecumenismo, ya que ecumenismo ha habido siempre en la Iglesia.

Esa nueva visión del ecumenismo incorporada a la enseñanza del Decreto Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II no se corresponde con las luminosas enseñanzas del Papa Pío XI en su Encíclica Mortalium Animos: «La Iglesia de Cristo no sólo ha de existir necesariamente hoy, mañana y siempre, sino también ha de ser exactamente la misma que fue en los tiempos apostólicos [...] Y aquí se nos ofrece ocasión de exponer y refutar una falsa opinión de la cual parece depender toda esta cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los católicos que trabajan por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir casi infinitas veces las palabras de Cristo: “Sean todos una misma cosa... Habrá un solo rebaño, y un solo pastor”, mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado [...] La unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen, y que por voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual Él mismo la fundó para la salvación de todos. Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni podrá contaminarse jamás, como dijo bien San Cipriano: “No puede adulterar la Esposa de Cristo; es incorruptible y fiel. Conoce uno sola casa y custodia  con casto pudor la santidad de una sola estancia” [...] Porque siendo “el cuerpo místico de Cristo, esto es la Iglesia, uno, compacto y conexo”, lo mismo que su cuerpo físico, necedad es decir que el cuerpo místico puede constar de miembros divididos y separados; “quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es Cristo”».

Existen manifestaciones que, aun sin tener la eminente jerarquía de la Encíclica citada, agregan el interés de ser más actuales, entre las que podemos destacar el Manifiesto Episcopal del Arzobispo Marcel Lefebvre y el Obispo Antonio de Castro Mayer, del  9 de diciembre de 1983 en el que, con referencia al ecumenismo, se expresaba: «Uno de los errores principales que originan esta situación trágica es la concepción “latitudinarista” y ecuménica de la Iglesia, dividida en su Fe, condenada particularmente por el “Syllabus”, nº 15–18».

«La concepción de la Iglesia como “Pueblo de Dios” se encuentra en numerosos documentos oficiales: las actas del Concilio “Unitatis Redintegratio” y “Lumen Gentium”, el Nuevo Código de Derecho Canónico, la Encíclica “Catechesi Tradendæ”, el Directorio Ecuménico “Ad Totam Ecclesiam”.

«Esta concepción destila un sentido latitudinarista y un falso ecumenismo. Los hechos evidencian esa concepción heterodoxa: las autorizaciones para la construcción de salones destinados al pluralismo religioso, le edición de biblias ecuménicas, las ceremonias ecuménicas».

«Esa unidad ecuménica contradice las Encíclicas “Satis Cognitum” de León XIII, “Mortalium Animos” del Papa Pío XI, “Humani Generis” y “ Mystici Corporis” del Papa Pío XII».
«Este ecumenismo, condenado por la Moral y el Derecho católicos, llega a permitir recibir los Sacramentos de Penitencia, Eucaristía y Extremaunción de manos de ministros no católicos (canon 844) y favorece “la hospitalidad ecuménica”, al autorizar a los ministros católicos a administrar esos Sacramentos a los no católicos».

«Todas estas cosas están en abierta oposición con la Revelación divina, que prescribe la “separación” y rechaza la unión entre la luz y las tinieblas, entre el fiel y el infiel, entre el templo de Dios y el de las sectas».

Podríamos continuar de la misma forma con temas tan trascendentales como la colegialidad episcopal, las erróneas enseñanzas divulgadas por el “Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica”, las graves dudas generadas sobre la validez de los sacramentos administrados según los nuevos ritos, los cambios en las tradicionales oraciones de la Iglesia Católica —el más notorio es el del Padrenuestro— ... y así podríamos seguir, si no creyéramos que basta con estas muestras para probar la tesis de que muchas de las proposiciones que nos plantean a los católicos las autoridades de la Iglesia conciliar como verdades de fe se encuentran en las antípodas de la verdadera fe católica.

Ante tal cúmulo de errores que insidiosamente se han ido infiltrando en el torrente circulatorio del magisterio eclesiástico, podemos aquí preguntarnos a nuestra vez, con don Rafael Gambra: ¿Qué hemos de pensar de esto los carlistas?
Y nos animamos a responder, interpretando libremente su punto 5. arriba citado: Si TODO ESTO hubiera de ser recibido como “palabra de Dios”, al Carlismo no le quedaría más que disolverse, porque HABRÍA sido el último y más heroico empecinamiento en la defensa del régimen de Cristiandad.

Pero, apreciados lectores, adviertan la forma condicional que adoptó don Rafael Gambra para la redacción de este punto...

Afortunadamente —y esto es algo que resultará meridianamente claro para quien quiera tomarse el trabajo de analizarlo con seriedad doctrinaria— todo esto NO DEBE recibirse como “palabra de Dios”, ya que contradice la infalible enseñanza multisecular de la Iglesia, y es clara consecuencia de aquel «humo de Satanás que ha entrado en el templo de Dios», según propias palabras del Papa Pablo VI el 30-VI-72, quien agregaba: «... se creía que después del Concilio un día soleado brillaría en la historia de la Iglesia. Al contrario, un día lleno de nubes, tormentas y oscuridad ha llegado...».

Y Jean Guitton, filósofo francés y amigo íntimo de Pablo VI, en su libro “Paul VI secret” en el que relata charlas privadas con éste, refiere que el 8-IX-77 —once meses antes de su muerte— el Papa le dice: «Hoy día hay una gran perturbación en el mundo y en la Iglesia: lo que está en cuestión es la Fe. Ahora yo me planteo la frase oscura de Nuestro Señor en el Evangelio de San Lucas “cuando el Hijo del Hombre venga ¿encontrará aun Fe sobre la tierra”. [...] Me sucede que leyendo el Evangelio sobre el fin de los tiempos compruebo que en este momento hay ciertos signos de este fin... ¿Estamos próximos del final? Es algo que nunca sabremos. [...] Lo que me sorprende cuando considero el mundo católico es que me parece  que en el interior del catolicismo un pensamiento de tipo no–católico parece a veces prevalecer. Es posible que este pensamiento no–católico en el interior del catolicismo llegue mañana a ser el más fuerte, pero nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que subsista un pequeño rebaño, aunque sea muy pequeño; esto es suficiente para decir que las puertas del infierno no han prevalecido».

Y para mayor abundamiento, el propio Papa Juan Pablo II dice el 6-II-81: «Ideas que contradicen la verdad revelada —y que se ha enseñado siempre— se han diseminado a manos llenas. Verdaderas herejías se han propagado en el campo de la teología dogmática y moral, creando dudas, confusiones y rebeliones. Aun la liturgia ha sido manipulada. Sumergidos en el relativismo intelectual y moral hasta un permisivismo donde se permite todo, los cristianos son tentados por el ateísmo, por el agnosticismo, por un iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico sin dogmas definidos y sin moralidad objetiva».

Dicen los juristas: a confesión de parte, relevo de prueba. Y no olvidemos que estas declaraciones datan de más de veinte años atrás y que la situación en la Iglesia no sólo no ha mejorado sino que, visiblemente, ha empeorado.

Se preguntará el lector en qué afecta lo antedicho al doctrinario tradicionalista carlista: sencillamente que si Dios es la piedra clave de bóveda del maravilloso edificio que es la doctrina tradicionalista —recordemos el lema: «Dios–Patria–Fueros-Rey»— es indudable que la religión, nuestra relación con el Creador, no sólo no es facultativa sino que además  debe ajustarse a los preceptos invariables de la religión verdadera, esto es, la religión Católica–Apostólica–Romana, de la que resultan extrañas muchas enseñanzas de la catequesis de la Iglesia conciliar.

La obligatoriedad de mantenerse firmes en la Fe, en la misma Fe de siempre, una e inalterable a través de los siglos, ha sido declarada por el Concilio Vaticano I —note bien el lector: el primero— según se transcribe: «La doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto de una más alta inteligencia» (Denz. 1800).

Entonces —dirá el lector—  ¿cómo nos será posible mantener el rumbo correcto, contra las engañosas enseñanzas de la Iglesia conciliar? La solución a la posible defección de una parte de la jerarquía ya fue planteada —¡en el año 434!— por un Padre de la Iglesia, San Vicente de Lerins en su «Commonitorio», quien afirma allí: «¿Qué hará un católico verdadero si una parte de la Iglesia se desprende de la Fe común? Bien, si de una parte de la Iglesia se trata, ¿cómo no preferir la salud de todo el cuerpo al miembro podrido, infestado? Ahora, ¿qué hacer si una suerte de epidemia pretende manchar no sólo una parte sino toda la Iglesia? Entonces pondría su cuidado en apegarse al pasado, el cual ya no puede ser más traicionado por una novedad engañosa».

Vemos entonces cual es la solución, no sólo correcta sino además posible para cualquier católico de buena voluntad: apegarse a la Tradición bimilenaria de la Iglesia, eludiendo cuidadosamente las novedades potencialmente engañosas, de manera de evitar ver traicionada la doctrina perenne, que es fundamento y otorga sentido a la posición doctrinal del tradicionalismo carlista.

Debemos confrontar permanentemente nuestro accionar con esa doctrina perenne de la Iglesia, a la manera en que los músicos utilizan el diapasón para mantener sus instrumentos afinados, para mantenernos fieles a Nuestro Señor Jesucristo, de cuyo Cuerpo Místico somos miembros, y de esa manera lograr que, manteniendo simultáneamente nuestra fidelidad al lema del Carlismo —Dios–Patria–Fueros–Rey— integremos ese pequeño rebaño, aunque sea muy pequeño, imprescindible para decir que las puertas del infierno no han prevalecido.

Dios así lo quiera y su Santísima Madre nos ayude a no defeccionar en el intento, ya que al decir de don Rafael Gambra en el cierre de su Réplica publicada en el Boletín Carlista de Madrid nº 70 (Enero–Febrero de 2003): «Alguien ha de quedar para defender el honor de Dios, la unidad de la Patria y la legitimidad del poder».

Laus Deo.

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