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Año III - Nº 210
Uruguay, 01 de diciembre del 2006
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Espejos y espejismos del río
por José Rodríguez
 
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            Fundamental para la relación entre dos países es la imagen que cada uno de ellos tiene del otro. Lo mismo se puede decir de las relaciones interpersonales o entre empresas o entre organizaciones o entre cualquier tipo de entidades: la imagen que se tiene del otro es decisiva para el desarrollo de la relación. El actual conflicto entre Uruguay y Argentina ha llegado a este nivel de algidez justamente como un resultado de la imagen que Uruguay tiene de Argentina y de la que Argentina tiene de Uruguay. Mientras en Argentina se ha impuesto oficialmente la idea de que Montevideo viene “provocando” desde hace años con el tratamiento “desconsiderado” en el proceso de construcción de las pasteras en Río Negro, en Uruguay no se tuvo en cuenta algunas características centrales de la vida política argentina. Pero en el fondo, detrás de este conflicto hay dos imágenes, o dos interpretaciones, mucho más profundas que es necesario resaltar.

            El discurso público argentino, representativo del discurso privado, es muy claro: Uruguay es una provincia más del viejo Virreinato convertido en Provincias Unidas del Sur. En la barra del bar, en los noticieros televisivos y en los actos políticos y culturales se recuerda, cada vez que se puede, que en su testamento Artigas sentenció que se consideraba argentino; que Lavalleja inició su cruzada libertadora para reintegrar a la provincia oriental a la república argentina; que el congreso de la Florida estableció la firme voluntad de ser parte de ese “gran pueblo argentino”, etc. Uruguay, la Banda Oriental, pertenece por ende a la Argentina. Para Uruguay, por su parte, Argentina es un país “normal”. Es decir, es un país con sus virtudes y sus defectos, por supuesto, pero no diferente en eso del resto de las naciones promedio. En estas dos imágenes reside la imposibilidad de solucionar conflictos como el generado por la construcción de las mundialmente famosas pasteras sobre la corriente de agua compartida, “el río de los problemas pintados”.

            Muchas veces, hablando con uruguayos, me he asombrado de cómo (si bien cada vez menos) insisten en definir a Kirchner como un “progresista”. El martilleo kirchnerista sobre tópicos como los Derechos Humanos, la Política Nueva y el País en Serio han contribuido indudablemente a ese gran y fatal error. Nada de ello puede ser más equivocado: la defensa de los DDHH de Kirchner es algo tan parcial como impotente, la política que él lleva adelante no tiene absolutamente nada de nuevo y el país que gobierna se parece cada día más a un circo. A un circo romano.

            Para comprender a la Argentina es necesario tener en cuenta ciertos elementos fundamentales. Antes que nada, urge comprender las dos grandes dicotomías sobre las cuales gira la historia y la vida de este país. La primera es la dicotomía capital vs provincia, o unitarios vs federales, que ensangrentó la vida nacional durante su primer medio siglo largo. La otra es la dicotomía peronismo vs antiperonismo, que ha apestado la existencia argentina durante su último medio siglo largo. La propaganda mesiánica del Régimen, sobre todo por parte de Evita, alimentó el odio de clases en un histérico llamamiento a los “cabecitas negras” (“mis grasitas”, como ella misma decía) para que se levantaran contra “la bosta oligárquica” y la destrozaran. El conflicto peronismo vs antiperonismo es, en mucho, un conflicto entre “negros” y “blancos”, que en vez de disminuir o desaparecer recrudece a diario y ha tenido especial auge bajo la presidencia de un revanchista nato y un fanático gestor de odios como Kirchner. Por ello, la explotación del resentimiento social es un elemento central en la vida nacional argentina, a diferencia de lo que sucede en Uruguay.

            A estas dicotomías históricas y sociales hay que agregarle la ausencia total de un proyecto nacional. Hasta el trágico 1930, el de la crisis mundial y el golpe “inaugural” de Uriburu, Argentina fue, durante los únicos 50 o 60 años más o menos estables de su historia, un país agroexportador en el contenido y en la forma. El proyecto nacional era, pues, hacer de Argentina el granero del mundo. Hoy, el país sigue siendo una entidad agroexportadora en el contenido. Pero en la forma pretende no serlo. Es decir: la riqueza nacional se basa todavía en las exportaciones de materias primas agrícolas, completadas con las entradas por servicios tales como el turismo. Pero la idea de la clase dirigente (hay que decir “idea” y no “proyecto nacional” porque se trata de algo confuso y abstracto y no de un plan estructurado concientemente) es que Argentina es una de las potencias mundiales. O sea: “un país condenado al éxito” como acostumbraba repetir ese gran fabricante de derrotas que es Duhalde, quien durante su presidencia no sólo que no hizo nada por comenzar a construir ese éxito nacional sino que tampoco supo apuntalar el suyo personal.

            Atravesado por fuertes dicotomías, carente de un objetivo histórico y de un proyecto nacional, Argentina tiene, además, una estructura político-administrativa típicamente feudal o mafiosa. Cada provincia (es decir cada “feudo”, cada “distrito”) está dominada por una elite (o un clan o “una famiglia mafiosa”) con un gobernador (o “señor feudal” o “capo”) al frente. La relación de fuerzas a nivel nacional ante cada recambio electoral determina quién será el Presidente (es decir, el “primus inter pares” o “il capo di tutti i capi”) que tome el asiento de la Rosada (o sea “la llave de la lata”) y dirija desde allí el reparto de prebendas. En esta realidad, la ideología es una abstracción teórica carente de toda raíz y razón de ser. Si de algo no se puede acusar a los partidos políticos argentinos es de tener una plataforma ideológica.

            Desde mediados de los 40, la vida nacional argentina ha estado condicionada por un movimiento político que no tiene (ni ha tenido ni está en condiciones de hacerlo ni quiere tener) un programa político o una plataforma consensuada o siquiera una mínima base de ideas. Perón era peronista y estatizó todo lo que pudo; Menem es peronista y privatizó todo lo que pudo: tanto da una cosa como la otra. El peronismo, así como el feudalismo o la mafia, es una estructura destinada a asegurarle a un reducido grupo de individuos el usufructo irrestricto del poder, el monopolio de la violencia y el reparto descarnado de las riquezas dentro de un territorio. Si los países pueden ser entendidos como naves cuyo proyecto nacional es la brújula que marca el rumbo, el puerto adónde llegar, Argentina es una nave perdida en los mares, sin brújula y sin destino donde pretender llegar.

            Bajo estas condiciones históricas, políticas y sociales, no es de extrañar que el desfonde cultural y educacional argentino sea tan profundo y tan calamitoso, incluso en una época en que el naufragio cultural es moda imperante. El torpedeo de valores sociales y morales fundamentales, que el mundo contemporáneo, a falta de mejores ideas (o simplemente: a falta de ideas), ha encarado con tanto ahínco y fervor, como un fin en sí, ha adquirido en Argentina niveles espasmódicos. En aras de una supuesta “sociedad nueva”, obligado sello y marca de los sistemas populistas y totalitarios de la Historia, se ha masacrado en la vieja patria de Sarmiento todo aquello que responda al saber clásico, todo aquello que tenga sabor tradicional, todo aquello, en resumen, que huela a “burgués” y “conservador”, sin por ello sustituirlo por nuevos saberes, por nuevas tradiciones o por algo supuestamente revolucionario. Y ese enorme vacío resultante, ese precipicio de nulidad, se llena de consignas idiotizantes y literatura panfletaria, monosilábica como grito de orangután y primitiva como hacha de piedra, tan analfabetizadora como funcional al entramado mafioso de turno.

            Por todo ello, a nadie debería sorprender que las bases de la Argentina actual se asienten sobre una serie de elementos destructivos y destructores: corrupción e incapacidad generalizada, violencia y analfabetismo formal e informal, ineptitud monumental, irracionalidad y chauvinismo patotero. Todo esto, que en sí es de sumo peligro para el entorno regional, no es, a pesar de ello, una sombra siquiera de lo que llegará a ser el día que el sostenido crecimiento de la economía mundial entre en un nuevo y esperable período de retroceso. Cuando la adquisición internacional de materias primas argentinas retorne a un promedio histórico, y las entradas privadas y estatales se retraigan, el escenario más probable es tan negro como el tercer acto de un drama shakespeariano: sin los abultados ingresos fiscales que genera la exportación actual, el Estado argentino no podrá seguir manteniendo a flote a la cuarta parte de su población con subsidios directos (los llamados planes sociales), ni podrá seguir financiando un nivel de tarifas (transportes, gas, electricidad, combustibles, agua, etc) congelado durante una década y media, ni podrá alimentar a otra buena parte de su población con regalías indirectas (empleo público, que en ciertas provincias supera el 70% de la mano de obra, pensiones otorgadas sin previo pago de aportes, etc). Por eso, el reajuste general que se producirá necesariamente en cualquier momento (¿qué son dos o tres años en la Historia, o incluso en la vida de una persona?) será tan violento y tan sangriento que salpicará y golpeará a buena parte del subcontinente.

            El día que el espejo de las aguas del río divisorio les muestre a los argentinos otra imagen de los uruguayos, y a los uruguayos otra imagen de los argentinos; el día que los argentinos acepten que Uruguay es un país soberano, con poder de tomar sus propias decisiones, y los uruguayos comprendan finalmente que Argentina no es un país normal, ese día los conflictos como el de las pasteras no sólo que serán más fáciles de solucionar: ni siquiera existirán.

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