He agradecido su carta a Francisco y temo que lo he tomado, también, un poco como paño de lágrimas, para seguir dando salida a mi extensa frustración. Porque el fútbol uruguayo ha sido, desde mucho tiempo a esta parte, una de mis principales fuentes de sinsabores y frustraciones. Después de 1988, aquel año inolvidable en que Nacional arrasó con todas las copas que se le pusieron a tiro, la Libertadores de América, la Novena Copa Toyota Intercontinental (ganada al PSV Eindhoven de Romario y otros grandes futbolistas, en Tokyo), la Panamericana y un par más en Argentina; y después del año siguiente, en el cual -si no estoy errado-Peñarol también ganó la Toyota Libertadores, el fútbol uruguayo ha tenido pocas satisfacciones de las grandes.
Claro, siempre habremos tenido el consuelo de rescatar algunos de esos retazos que sobran y van de de rezago, porque así es como sucede siempre con los grandes naufragios: dejan el mar lleno de restos en un tramo respetable. Y sólo de esa manera, como retazos de la gloria que una vez tuvimos, hemos ganado un subcampeonato mundial juvenil en Malasia, y también obtuvimos el subcampeonato en la Copa América que se disputó en Paraguay, donde nuestro equipo de botijas llegó a la finalísima después de eliminar a los dueños de casa y dejar por el camino a Chile (que llegaba con un montón de estrellas internacionales), para darle una tremenda lucha a ese Brasil que alineaba a todos sus astros galácticos& Fue aquella mismísima Copa América en la cual, antes de comenzar la competencia, el D.T. uruguayo, que era Víctor Púa, abrió el paraguas muy maquiavélicamente, para declarar aquella canallada que pocos habrán olvidado: "me tengo que ir a la guerra armado con escarbadientes"& Por supuesto, se trataba del mismo Víctor Púa que fue, a posteriori, responsable de una deslucida actuación en el último mundial en que participó Uruguay. Recuérdese aquel partido final de la primera ronda: después de un primer tiempo en que un equipo africano nos había convertido tres goles contra cero, contando con la complicidad de un árbitro venal, Púa alineó para el segundo período a Diego Forlán y el Chengue Morales, con el resultado de que Uruguay dio tamaña zamarreada a los tales (africanos), que les empató tres por tres, estuvo en un tris de ganarles y provocó que, en el susodicho país subsahariano, un pobre señor que estaba viendo el partido se muriera de un infarto.
Pero lo anécdotico no es lo que acabo de recordar, fresco todavía en la mente de todos los uruguayos, sino las declaraciones del tal Púa tras la finalización de aquel partido formidable. Pues llegó la prensa y le preguntó por qué no había puesto al Chengue y a Forlán desde un principio. Y él, ¿qué contestó? Algo más o menos como lo que sigue: "¿cómo iba yo a saber que podían jugar de esa manera?"& Ahora, si no sabía que esos dos jugadores "podían jugar de tal manera": 1º) ¿para qué demonios era el D.T. de la selección uruguaya? 2º) ¿Por qué diablos tuvo a aquellos dos jugadores bajo su mando por dos o tres semanas, sin darse cuenta de lo que podían o no podían llegar a rendir en una cancha? Es evidente que tamaña contestación sólo podría provenir de un cínico, de un vivillo, de un irresponsable, de un trepador, de un vividor& Exactamente del mismo individuo que denigró a los chiquilines que alineó para jugar la Copa América de Paraguay, quejándose de que "iba a la guerra armado con escarbadientes"& Y con respecto al mismo Púa, que había perpetrado el amago de llevarse, para aquel mismo mundial, al Castor Fonseca (quien a duras penas andaba sobre una sola pierna), y que al igual que otros individuos de su misma catadura -entrenadores al estilo del tristemente célebre "profe" Borrás, aquella inolvidable némesis de selecciones mundiales uruguayas-, paralelamente y criminalmente se dio el lujo de despreciar a ese formidable jugador de fútbol que ha sido Gustavo Poyet. Queda bien claro que a Poyet lo despreciaron y dejaron de lado de la misma manera con que despreciaron, reiteradamente y con alevosía, al tremendo arquero que era Jorge Fernando Seré, y a muchos otros jugadores uruguayos de categoría, muy posiblemente porque no eran representados por el celebérrimo Paco Casal. Si bien, extrañamente y con la misma saña y alevosía, insistieron en confiar la portería uruguaya, en dos mundiales consecutivos, a un Fernando Alves que al final parecía incapaz tan siquiera de atajar globitos en alguna celebración de kinder& Pero, claro: ¡había que ponerlo en la vidriera para conseguirle el pase internacional! De la misma manera, pocos años después, iban a insistir morbosamente con Dante Siboldi para cubrir el arco de la selección. Pero, ¿acaso alguien sabe en Uruguay cómo bautizaron a Siboldi los locutores deportivos de la televisión guatemalteca? Pues entérense bien: le decían "Pecho de goma Siboldi". En una palabra, el tipo era un hazmerreír a nivel internacional. Y lo bautizaron así porque en aquel pecho rebotaban todas las pelotas y, para peor, muchas de ellas terminaban siendo goles. Y no se crea que eran goles contra el Deportivo Salsipuedes& Nada de eso. ¡Eran goles contra la celeste! ¡Eran goles, absolutamente evitables, que dañaban a la selección de Uruguay!
Pero, obviamente, todo eso y muchas cosas más por el estilo, ¿a quién diablos le importaban? Había que poner antiguallas o enfermos terminales en la selección nacional, porque, después de todo, el poder y la fortuna de individuos como Francisco Casal no se han hecho de la noche a la mañana. Y tampoco se hubieran podido concretar sin disponer, para ello, de la absoluta aquiescencia y la generosísima complicidad de muchos dirigentes del fútbol uruguayo. Y de muchos jugadores también. Porque, ¿quien no recuerda las horrendas actuaciones de personajes como Enzo Francescoli, Rubén Sosa o el Polilla Da Silva, por citar unos pocos, en la selección uruguaya? Parecía como que la camiseta celeste les pesaba toneladas, que las piernas se les aflojaban, que tenían que correr la cancha a tranquitos de pollo& Y aún peor: daba la impresión de que, por arte de birlibirloque, el arco contrario había encogido dramáticamente y que, en vista de ello, no sólo era imposible embocar goles, sino también resultaba obligado errar penales. Pero, una vez terminada la cita mundialista, aquellos legendarios personajes retornaban a sus clubes en el extranjero y ahí sí, metían los goles no de uno en uno, sino de a tres en un mismo partido.
Ahora bien: ¿alguien querrá saber cuál es la peste inmunda que carcome al fútbol uruguayo? Indudablemente existen no una sino varias pestes, pero la peor se llama falta de hombría. Se ve que los uruguayos no somos, ya, de la misma madera de aquellos soldados del histórico batallón Florida, quienes, en plena batalla -no recuerdo si fue en Tuyutí o en Estero Bellaco, pero sí sé que fue una de las más terribles y sangrientas de aquella infame guerra del Paraguay-, cuando les matan a su jefe, el coronel León Palleja, detienen inmediatamente el fuego, se forman impávidos bajo la metralla enemiga y le rinden honores, sin pestañear, al cadáver de su comandante muerto en combate& Hay un cuadro muy famoso de Diógenes Héquet (espero que la memoria no me traicione y el nombre de aquel pintor francés esté, así, correctamente escrito) sobre aquel memorable episodio. ¡Esos sí que eran uruguayos! Como los de Amsterdam, los de Colombes, los de Montevideo en 1930 o los de Maracaná en 1950. Pero los de ahora parecen no servir ni siquiera para jugar un partido de fútbol.
Por si lo anterior fuera poco, los futbolistas uruguayos padecen la enfermedad del mercantilismo, son amantes apasionados del dólar, del porcentaje, de la negociación ventajosa& Pero claro que hay más que agregar. ¿Y saben otra cosa que les quiero transmitir? Desde los años 70, aproximadamente, cada vez que he leído una entrevista a algún jugador uruguayo en periódicos de Uruguay, siempre me he topado con lo que denomino la pregunta fatal, que era la siguiente: "¿Cómo te gusta entrenar?". Y a continuación, llegaba la respuesta, muchísimo más fatídica todavía, y que por ser siempre la misma parecía calcada con papel carbónico: "Me gusta entrenar en la sala de mi casa, viendo televisión y tomando mate"& ¡Maravillosa conclusión! ¡Los jugadores de fútbol deben entrenar viendo televisión y tomando mate! ¡El mismísimo Einstein no hubiera podido idearlo mejor! ¡Atorrantiasis en grado de virtuosismo exasperado! Con toda razón, cada vez que un equipo uruguayo juega contra uno extranjero, mientras los otros corren como guepardos, como galgos o como liebres, los nuestros se arrastran como tortugas o como perezosos& Los foráneos vuelan, en tanto nosotros reptamos parsimoniosamente. Bonita manera de competir. Después, que ni nos extrañen ni nos inmuten los recientes papelones de Nacional en la Libertadores de América, con el colmo de haber protagonizado alguno que otro, de exageradísimo calibre, en el mismísimo parque Central. Pero, por supuesto: ¡qué lindo que es entrenar viendo televisión y tomando mate! Pero eso sí: una vez traspasados al fútbol europeo, al argentino, al brasileño, al mexicano& ¡Ahí entrenan a todo dar! Pero no en Uruguay. Para nada en Uruguay, porque, después de todo, ¿qué importa este paisito habitado por tres millones y medio de giles, en el magno contexto del univeso globalizado? Nada importa, o de repente, aún menos que nada. Y como el fútbol uruguayo sólo nos deja nostalgia& Y como esa misma televisión -con la cual a tantos les gusta entrenar- nos vuelve más nostálgicos todavía, me veré obligado a parafrasear a aquel inolvidable cómico argentino, Pepe Biondi: "¡Que vivan la chunga, la guasa y el pitorreo!". Pero mejor todavía, mucho más al tono, supremamente más apegado a nuestra triste realidad futbolística, entonemos a coro lo siguiente: "¡patapufete! ¡Chéeeee!".