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Seis millones de cuentos breves…
por Fernando Pintos
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El camino se hacía largo y penoso para José.
Éste era un hombre joven y fornido que había nacido en algún lugar de Europa, veintitantos años atrás (¿sabría alguien, ahora, qué tantos?), y era lo que podría definirse como alguien con buen aspecto: un hombre que había trabajado mucho desde pequeño y en muchas cosas, desempeñando tareas diferentes y oficios dispares. Hoy en algún lugar, pero tal vez mañana en otro. Ahora en determinado sitio; pasado, ¿quién lo sabe? «Una vez haya pasado mañana, Dios dispondrá», solía repetir, habitualmente, con la resignación de aquellos que no tienen nada y por ello muy poco temen a cuanto el futuro pudiera depararles. «Mañana», «pasado mañana», son unas nociones de tiempo y espacio que muchas veces parecen quedar vacías de todo sentido. José sigue caminando. Avanza, paso tras paso, quizás contabilizando en silencio cada una de sus pisadas. Él marcha acompañado, por supuesto. Camina y sigue la cadencia de los demás, el ritmo macilento de los otros tantos con sus mismos andares desvaídos. Y no lo hace por imitación, sino por la mera imposibilidad de hacer cualquier otra cosa. Este sendero está sembrado, hasta el cansancio, con gestos cansados y rostros desencajados: jalones de la desesperanza… Pero, ¿qué es aquello que pudiera ser más expresivo que el rostro de un ser humano?
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(¿Acaso los rostros de Dios? Pero, ¿quién sabe cuántos son y en qué lugares podrían encontrarse? ¿Será que alguien alcanzó a vislumbrarlos en alguna ocasión?…).
Las manos, posiblemente. También las piernas cuando parecen arrastrar con dificultad los pies por el suelo, al caminar, de la misma manera que si cargasen en ellos unos implacables pesos de plomo, para dejar las huellas bien marcadas en el lodo. Huellas que parecen negarse a desaparecer, no como aquellas—impalpables y rápidamente desvanecidas en el viento frío— que dejan mil alientos al escapar de otras tantas bocas: breves retazos de calor que son rápidamente devorados por el frío inclemente de la tarde plomiza, poco antes de elevarse para morir en la atmósfera, para dar razón a la metáfora científica de Lavoisier: «nada muere, nada desaparece, todo se transforma».
(¿Se transforma? ¿En qué? Pero…¿es que Dios tiene un rostro?).
Todos entonan el silencio en torno a él con idéntico y hosco mutismo, como parte de un coro de gritos mutilados, o como una sinfonía de llantos abortados, o (tal vez alguien lo diría o lo pensaría, sin atreverse a traducirlo en palabras) como una aterradora sucesión de trinos de pájaros súbitamente truncados por la muerte y mudos y fríos por el peso del olvido (que todo lo aplasta); triturados por el pasado que todo lo olvida; macerados en ese amargo líquido de la desesperanza, que nada deja sin ahogar…
José levanta la vista con aprensión y avizora, ya desde no tan lejos, la presencia fría e impersonal de un gran cartel indicador.
(… En ciertas circunstancias, los hombres solemos pensar en cosas bien extrañas…).
¿Acaso piensa una vez más? Pero, de hacerlo, ¿pensar en qué cosas? ¿En llantos abortados? ¿En gritos mutilados? ¿En pájaros repentinamente muertos? ¡Qué ideas tan locas las suyas! Y a pesar de todo eso prosigue caminando y, como si fuera en cámara lenta: a un paso le sigue otro, y luego varios más, mientras en algún lugar terriblemente cercano pero desesperantemente inaccesible, el tiempo parece estirarse como una goma, goma, goma de mascar… ¿Alguien mencionó, en alguna oportunidad, que todos los caminos conducían hacia Roma? Probablemente,
(¿Quién sería?).
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pero… ¿hacia dónde conducirá este camino? José había vivido en varias ciudades a lo largo de su vida. La mayoría de ellas, con nombres difíciles de escribir, para constituirse, renglón seguido, en palabras que resonaban guturales en el aire frío de las tardes. Pero, una vez llegado el momento, tal cual llega a todos los hombres, tuvo una mujer (aún más joven que él) y del mismo vértigo de ese vientre blanco y profundo, tan cálido y acogedor en el transcurso de las noches frías de invierno, emergieron sus dos hijos, tan pequeños al nacer que sentía el temor de tocarlos con aquéllas, sus manos grandes y toscas, porque ¿quién lo supiera?, hubieran podido lastimarse, quebrarse entre ellas, de tan pequeños y frágiles, tan delicados, tan llorones como eran. Manos grandes y fuertes las de José. Manos de carpintero. Manos de hombre que todos los días trabaja con ellas, haciendo cosas útiles para los demás. Sus manos y sus hijos y el pasado parecerían juntarse ahora, aquí, enroscados como una especie de extraño arbusto sarmentoso en el aire frío del atardecer, perdiéndose en él como el vaho de su aliento.
José… Pero ahora lo que importan no son precisamente sus manos sino sus pies, que avanzan, pesados pero sin dejar de moverse, que no dejan de caminar al mismo compás de los de sus compañeros, igual de cabizbajos y tristes y desconocidos.
José había vivido y trabajado y creído y estudiado algo y rezado bastante y procreado un par de veces y obedecido (sin chistar) tanto las leyes de Dios como las de los hombres y además había esperado… También había sabido obedecer con una docilidad que nacía de la razón, del convencimiento de que eso era lo mejor para que una comunidad, una sociedad entera, no se estancasen en la anarquía, el desorden o el caos. Pero, además, José había esperado con esa tranquilidad segura que sólo los verdaderamente pacientes pueden mostrar. Un año y otro y el siguiente y otro año más. Esperar…
(¡Esperar! ¡Siempre esperar! ¿Y con ello qué?).
Había esperado siempre. Simplemente, porque sabía hacerlo. Y porque aguardaba, además, por muchas cosas diferentes. Él esperaba que todo cambiase, por ejemplo, y que cada día trajera una vida mejor y una renovada y mayor esperanza. ¡Toda una especulación intelectual!
(No es que esperanza no hubiese, ¿cómo vivir sin ella? Pero hubiera sido mejor todavía una esperanza mayor, porque a los hombres eso les ayuda bastante a vivir. Y la única profesión de los seres humanos es ésa: vivir. Unos lo hacen bien, otros mal. Pero todos están en lo mismo. Y la esperanza es importante, precisamente por eso: porque ayuda a llevar a buen puerto el difícil oficio de vivir. Es por eso que las religiones se basan en eso, brindan principalmente eso: esperanza, y más esperanza…).
Porque, como la mayoría de los hombres de su época, él tenía una fe ciega en el poder absoluto de la ciencia, en el alcance inconmensurable de la tecnología, en el avance incontenible del progreso, en lo total del imperio humanizador —humanístico— de los tiempos modernos, esta época luminosa que ha sido exaltada hasta la saciedad por los periódicos, las novelas y las portadas de los libros de texto, como la mejor de la Humanidad,
(¿Mejor? ¿Por qué sería la mejor? La Humanidad ha tenido tantas épocas… ¿Acaso en cada una de ellas no habrá habido infinidad de gente que pensó, con sinceridad: «Ésta ha sido la mejor época de la historia para los hijos de los hombres»…”. Pero, ¿qué es exactamente lo que hace a una época mejor que las otras? Puede que sean los adelantos materiales, acumulándose y creando el espejismo de la prosperidad, la mítica del progreso. Puede que sean los artistas, cantando a las glorias de su tiempo o dejándolas plasmadas, sobre lienzo o sobre piedra, para la posteridad. Y pudiera ser, también, que se tratase de una especie de estado de ánimo colectivo, algo así como esos espejismos que a veces aparecen ante los ojos de la gente que se ha perdido en algún desierto…).
y después, cuando todo comenzó a marchar de mal en peor, él siguió (todos siguieron, en realidad) esperando que las cosas mejorasen, como si ello pudiera concretarse por arte de birlibirloque. Aunque todos los signos estuviesen apuntando con claridad hacia un desastre inminente y a pesar de que todas las voces agoreras se alzaran para señalar: «¡peligro!», aún así era de esperar que todo cambiase, que todo se compusiera, que las cosas se encarrilasen, ¡por fin!, porque si algo jamás abandona a los hombres, aún contra todo razonamiento y toda lógica, eso es la esperanza, ¡bendita ella sea!
(Esperanza… ¿adónde conducirá? ¿A subir o a bajar? ¿A salvarse o a perderse? Se podrían dar los dos casos, porque la esperanza es un estado del espíritu y la realidad es una jungla despiadada, que obedece a los preceptos nietzcheanos, a la ley del más fuerte. Y podría ser que en cada caso, todo fuera diferente. Una esperanza y una realidad diferentes, para cada uno de los hombres que moran sobre la faz de la Tierra… ¡Como para volverse loco siquiera con el mínimo pensamiento! Porque cada hombre es igual que un mundo. Un pequeño universo autónomo perdido en la inmensidad del espacio, con sus astros satélites, con sus soles y sus lunas, sus días y sus noches, y cada vez que un hombre muere, es como si una pequeña galaxia hubiera estallado repentinamente en el espacio y se disgregase, para siempre, en la nada…).
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Esperanza y confianza. José las tenía con referencia a sus congéneres, que eran —o debían de ser— la totalidad de la suma de los seres humanos vivos que, al mismo tiempo que él, respiraban sobre ésta y todas las demás tierras del orbe. Esperanza y confianza. ¿Por qué razón no hubiera debido abrigarlas? ¿Acaso los hombres no seguirían manteniendo la condición de tales? ¿No se había mostrado la ciencia hasta aquel momento como una fuerza increíble, que a todos los rincones del universo podía llegar, con su magnánima presencia y con ésas, sus fórmulas que parecían arte de magia? ¿Y acaso los hombres modernos no habían logrado la hazaña de distanciarse (¡tanto y cuánto!) de los primates y de todas aquellas fieras que poblaban los bosques y las junglas, después de atravesar muchos cientos de miles de años en trabajosa evolución? No creía él que, después de todo, el mundo fuera a la postre aquel lugar del que hablaba Zarathustra: un sitio hostil en donde los débiles estaban obligados a perecer para servir de alimento a los más fuertes. José no podía ni quería creer en tamañas monstruosidades. Y se resistía a hacerlo a pesar de que, por mucho tiempo y a su alrededor, muchísimos hombres con rostros iracundos y voces estentóreas lo creyesen a rajatabla y lo predicasen a gritos, como si todo aquello pudiera tener la fuerza y la santidad de un credo nuevo, un verdadero catecismo de odio, que ordenaba a sus fanáticos fieles que purificasen el mundo a través de la violencia y la destrucción. ¡Sangre y fuego! Pero mientras todo eso sucedía, seguía desarrollándose su vida hasta… ese preciso momento. José creía recordar, ahora que hurgaba en la memoria con toda la honestidad del caso, que rara vez había mentido para perjudicar a alguien. Tampoco había matado a ningún semejante y, como creía realmente en un Ser Supremo, pues tampoco había acostumbrado blasfemar… Ni tampoco robado, ni mentido, ni deseado con vehemencia la mujer de su prójimo,
(¿Amén? Sí, pero, ¿qué es la esperanza? Solamente aquello que podemos esperar de la vida y nada más. Solamente esperamos algo que, de alguna forma, pueda depararnos el mundo real. Es por ello que la esperanza tiene los límites de lo posible y no puede seguir al sueño en sus vuelos im¬posibles. Por eso, también, toda esperanza tiene, en el fondo, su medida de cálculo, su porción inevitable de raciocinio. La esperanza puede ser roussoniana o volteriana o quizás —más todavía— bergssoniana, pero siempre estará arrinconada por las limitaciones del mundo material).
no, por más que se esforzase no podía encontrar nada grave, dentro de sí, como para poder acusarse decididamente. La suya, había sido una vida que discurrió, hasta casi el hastío, libre de secretos inconfesables. Una existencia limpia y clara…porque exactamente así tenía que ser —debía ser— la vida de un hombre común y corriente en estos poderosos tiempos modernos; vida de un hombre sencillo y humano, ordinario. No un superhombre, apenas un hombrecito, y para colmo temeroso de Dios,
(¡Dios! ¿Ahora dónde estará Él? Ciertamente, no existe aquí un mar embravecido, para que sus aguas puedan ser amansadas y abiertas por Él, para dar paso a los fugitivos de su pueblo, pero, ¿acaso no es Él muy capaz de concretar toda la gama de prodigios que pueda plantearse la imaginación humana? ¿Y no es eso a lo cual los hombres han denominado Milagros, desde los albores de la civilización? ¡Cualquier clase de milagros! ¿No podría, si lo quisiera, hacer uno ahora y librar a los hombres de sus cadenas, salvar a su pueblo de la destrucción, desviar este sendero hacia un valle cubierto de flores silvestres y lleno de fuentes de agua cristalina?).
Y ahora José está aquí. Avanzando lentamente junto con los otros hacia ese cartel que se dibuja cada vez más cerca en su cansado campo visual, más cerca y cerca y cerca,
(Pero, ¿Qué es lo que dice?).
con esas letras grandes que se notan, aún desde lejos pero a simple vista nomás, negras, gruesas, góticas, conservadoras. Los hombres inventaron el idioma y la escritura. Pero todos utilizan a uno y otra de formas muy diferentes. Y cada forma dice mucho acerca de quién la emplea. Como un sello de hule, invariable. Como una marca de fábrica. Letras negras y gruesas y góticas, severas en su mutismo. Los hombres siguen callando
(¿Como un réquiem de pájaros negros contra el fúnebre crepúsculo de tonos morados? ¿Como un exilio de profetas desesperados? ¿Como una procesión de lamentos resonando en el fondo de un precipicio de aristas negras? ¿Como venas devastadas que permanecen rezumando, gota tras gota, un diluvio de dolor? ¿Como campos arrasados por las legiones del Apocalipsis? ¿Como ejércitos de espectros desfilando después del último disparo que ha resonado en una guerra lejana? ¿Como tambores retumbando sobre las copas de los cipreses de un cementerio abandonado? ¿Como… qué cosa?).
y con las cabezas gachas, con los ojos clavados en un suelo de barro macerado, en donde los zapatos se encharcan y chapotean y se elevan, cada vez, con las suelas repletas de limo gomoso y también, ¿será la imaginación?, maloliente. Pasos, que avanzan con la extraña seguridad de los autómatas, hacia un destino incierto y por ello empavorecedor. ¿Tránsito? Eso mismo: también la vida es tránsito obligado para todos los que, queriéndolo o no, están dentro de ella. ¿Acaso no lo dijo Heráclito con otras palabras? Claro, él hablaba en otros términos: sencillamente, se refería al devenir.
(Pero… caminar hacia un destino cierto, cualquier destino, a veces es lo mejor que puede pasarle a un hombre…).
Y José sabe eso muy bien porque proviene de una estirpe de caminantes milenarios, de trashumantes eternos, de nómadas vocacionales. Sus antepasados gastaron los caminos del mundo con el dolor de sus pasos, fueron huella en infinidad de senderos y también cenizas en incontables hogueras; fueron deudores de una cuenta milenaria y estuvieron siempre obligados a pagar al estricto contado, con sangre y humillaciones, con dolor y con ayes, con llantos, con angustia… ¡Ah, esos pies tan cansados! ¡Tanto tiempo que llevan caminando casi sin parar! Pero… Digamos que un destino, un lugar hacia donde dirigirse, con verdadera certeza: eso siempre es mejor que tener nada.
José piensa (siempre lo creyó) que inclusive los individuos muy perversos, los terriblemente malvados, los de corazón más duro que la piedra, aún en el fondo de las conciencias escaldadas o en algún sitio muy recóndito de sus putrefaccionadas entrañas, podrían o deberían tener algo bueno: tan siquiera, un retazo de humanidad. Como si se tratase de una luz muy pequeña titilando incierta en una noche de profunda negrura. Pero eso, cuando menos: Algo.
Alguna vez había caído en sus manos un ejemplar de la «Divina comedia» del Dante, y después de leerla reflexionó —tenía tiempo para ello entonces— que tanta desesperación sólo sería posible en el verdadero infierno, porque, fuera de allí, Dios no la permitiría, sencillamente.
(Si es que había Uno en alguna parte).
Y ahora se acerca al final del camino y deja flotar un poco, no mucho, a su conciencia fatigada; la obliga a flotar por encima de este pobre cuerpo mal vestido y maltratado, ¡tan terriblemente cansado!
Una alambrada. Una puerta de acceso que se abre, como una vagina insaciable que ahora reclama que la llenen, casi un sexo femenino y voraz, carnívoro en su deseo de ser colmado hasta los topes, y varios edificios agrupados a lo lejos, apiñados entre volutas de humo pestilente y ominoso que ascienden, extrañamente densas y oscuras y compactas, por un aire cristalino que no puede disolverlas, con el cual no se mezclan, en cuyo anonimato no quieren desaparecer: humo que parece formar imprecisas siluetas, las unas amenazantes, las otras coléricas, las más abatidas o implorantes; pero todas en conjunto ascendiendo como un extraño coro fantasmal, en ese aire liviano e ingrávido de este preciso atardecer que comenzará, en apenas unos pocos minutos, a transformarse en noche,
(Casi como un extraño crepúsculo…).
y, finalmente, ese enorme cartel, que se acerca cada vez más y que ahora se puede leer, porque es muy grande, porque parece aullar con una fuerza que va más allá de este mundo y escupe, desde sus frías letras negras y góticas, apenas un nombre
(¡Auschwitz!).
que gime,
(¡Auschwitz!)
que ladra,
(¡Auschwitz!)
que desconoce la clemencia y que,
(¡Auschwitz!)
tan terriblemente sonoro parece barbotar, furiosamente,
(¡Auschwitz!)
y resonar, y eructar con efluvios de infierno, junto con esas densas nubes de humo maloliente que se escapan desde un sembradío infernal de chimeneas, una humareda infame y pestífera a la cual se teme con la intuición más profunda y que parecería rugir, con estridencias de monstruo e infierno
( ¡Auschwitz!!!)
* * * * *
Efectivamente.
Él era sólo José. Apenas uno entre seis millones de condenados espectrales. Un relato muy breve y un universo infinitesimal.
José, el carpintero de Lodz, había llegado hasta los umbrales del último y seguro tramo de su destino fatal.
Era apenas uno… entre seis millones de judíos.
De «Réquiem de Sombras
y otros relatos de muerte».
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