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No preguntes lo que tu país te puede dar, sino lo que tú puedes darle a él.
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Año V Nro. 393 - Uruguay, 04 de junio del 2010 |
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Se dice que “el arma más poderosa, destructiva y mortal que tiene el hombre es la lengua”. Hay, por supuesto quienes apelan a la insultante y perversa insinuación para cobrar notoriedad, pretendiendo revanchas por imaginarios agravios. Y, si en la vida privada la calumnia del canalla es repugnante e indigna, en la actividad pública es prueba de un infame y enfermizo afán por predominar Por supuesto que lo más grave está en la inquina detestable con graves efectos políticos; es decir la recurrencia de las falsas acusaciones como método político.
En los últimos lustros –hasta hace pocos años– se fue abandonando la diatriba y la calumnia política. Parecía que, poco a poco y pese a las diferencias, se iba humanizando la política con el respeto mutuo que mueve al diálogo y a la concertación sobre los asuntos de la Nación que deben tratarse por todos y no exclusivamente por el poder constituido que, al final, es transitorio. Pero hay un giro preocupante: Extranjeros espontáneos se prestan al sectario insulto y a la descalificación abyecta. En un artículo del 13 de mayo de 2008, Alejandro Peña Esclusa, un opositor al chavismo venezolano, recuerda que “el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, criticó duramente al cardenal boliviano Julio Terrazas, por haber votado en el referendo autonómico realizado en Santa Cruz”. Y añade: “Pérez Esquivel acusa de ‘nazi’ al Comité Cívico Santa Cruz y alega que el objetivo de los referendos es derrocar a Evo Morales y desmembrar a Bolivia; a la vez que defiende el apoyo de Cuba y de Venezuela al gobierno boliviano”. El galardón de la Paz, se supone, es el otorgado a una persona honesta, que no miente ni ofende. Este no es el caso. Calumniar, sabiendo que escapará a la ley, protegido por un gobierno también sectario, es muestra de fanatismo cobarde. También es vituperio la simulación. Las más de las veces el simulador no puede esconder la perfidia subyacente. Esto se da cuando en nombre de la paz, de la democracia y de la justicia, se hacen esfuerzos para proyectar la imagen -ciertamente falsa- del justo, del razonable, del prudente y del equilibrado político. Pretender la categoría de demócrata y, a la vez, apoyar a un sátrapa, a sabiendas de que éste es un tirano, resulta condenable y así se hace ostensible una pequeñez moral. Parecería que se acepta –algunos de “dientes para afuera”– que uno de sus pilares de la democracia es el respeto a la ley y a la integridad física y moral de los ciudadanos. Pero esto no sucede en regímenes como el cubano y el iraní, el uno como expresión anacrónica de una doctrina en decadencia, y el otro como un ejemplo de una cruel eclesiocracia intolerante, opuesta a los valores democráticos. El viejo refrán de “dime con quién andas y te diré quién eres” se hace cierto en los que se dedican a defender a los tiranos. Pretender que se sigue la senda del respeto cuando se comparte designios perversos y cuando hay evidencias de que no se respetan las libertades democráticas, la vida y la honra de los ciudadanos, equivale a igualarse en esa ínfima categoría moral. Y pensar que el presidente que se banderizó con los Ayatolás en sus afanes nucleares, todavía tiene a desorejados que lo señalan como el probable próximo secretario general de las Naciones Unidas, precisamente en una función en la que la neutralidad es indispensable. Habrá que recordar que las deudas por mentiras, calumnias y simulación, al fin las cobran los pueblos.
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