¿Puede Europa aprender del declive económico de Uruguay? por Gabriel Oddone París |
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Hace menos de un siglo, Uruguay tenía una economía próspera gracias a lo cual sus habitantes eran tan ricos como los de Bélgica o Dinamarca y, naturalmente, más ricos que los españoles (un 40% más para ser exactos). Hoy, el ingreso por habitante de Uruguay (descontadas las distorsiones que provocan los diferentes poderes de compra de las monedas) equivale a la tercera parte del de cualquiera de los dos primeros países mencionados y es menor a la mitad del de España.
Por su intensidad y duración el declive de Uruguay, en buena medida relacionado con el de la vecina Argentina, es el más pronunciado que la historia económica reciente registra. Resulta indiscutible que el reducido tamaño del mercado doméstico sumado a una débil inserción externa del país asentada en la exportación de productos primarios, ha impedido consolidar una senda de crecimiento sostenido.
Sin embargo, la comparación con el desempeño de otros países con un tamaño y una inserción externa similar a la de Uruguay, Nueva Zelanda por ejemplo, sugiere que son aspectos de naturaleza doméstica a los que debe atribuírsele una responsabilidad principal en el fracaso económico del país.
Cincuenta años después de iniciado el declive, la sociedad uruguaya no ha logrado articular una agenda de reformas que permita acelerar la tasa de crecimiento de largo plazo sin afectar la cohesión social, probablemente un objetivo que sus habitantes valoran por encima de cualquier otro.
Lecciones de la historia de Uruguay
¿Qué explica la incapacidad de los uruguayos en el último medio siglo para evitar que el declive tuviera lugar? El escaso crecimiento de la economía a partir de 1913 (1% anual promedio) impidió seguir expandiendo el Estado del Bienestar que el país comenzó a construir con éxito en la primera década del siglo y que durante su primera mitad lo distinguía dentro y fuera del continente americano.
Ello se tradujo en una progresiva reducción de la población cubierta por los programas públicos y en un deterioro constante de la calidad de los servicios asociados a ellos. Mientras esto ocurría, el liderazgo y la capacidad de generar consensos por parte de los gobiernos se fue erosionando, lo que se tradujo en sucesivos fracasos y postergaciones de las reformas requeridas.
La historia reciente de Uruguay enseña que introducir reformas destinadas a “liberar energía” para alentar el crecimiento cuando éste es escaso y cuando la sociedad valora muy positivamente la cohesión social, es algo muy complejo y que esta complejidad aumenta a medida que transcurre el tiempo sin que los cambios hayan tenido lugar.
En cualquier contexto, tener éxito en materia de reformas requiere diseñar mecanismos para que los “perjudicados” sean “compensados” por quienes se benefician por ellas. Bajo ciertas circunstancias, los beneficios asociados a la reforma no son inmediatos ni fáciles de identificar, razón por la cual el financiamiento de las compensaciones no es sencillo. Debido a ello, en muchas ocasiones es la sociedad en su conjunto a través del Estado quien asume los costos derivados de la transición.
Sin embargo, en contextos de bajo crecimiento, es muy probable que no existan recursos públicos suficientes para financiar las compensaciones que se requieren para que la reforma tenga lugar. Cuando esto ocurre, se vuelve imprescindible convencer a quienes serán perjudicados por la reforma de que es necesario resignar privilegios presentes a cambio de beneficios futuros los cuales, finalmente, son inciertos.
Si, además los agentes económicos son muy impacientes, tienen una elevada preferencia por el presente, tener éxito en convencer a los perjudicados será muy difícil. Por ejemplo, de qué manera los trabajadores activos de un sistema de pensiones se apropian de los beneficios de una reforma que extienda el plazo de retiro si no pueden ser compensados con menores impuestos en el presente. O, alternativamente, cómo convencer a los trabajadores de que se verán beneficiados en un futuro (probablemente no muy cercano) si se flexibiliza la regulación en materia de extensión de la jornada laboral.
En ambos casos, los beneficios asociados son inciertos porque las reformas deberían dar lugar a una menor presión fiscal y/o a un aumento de la productividad total de la economía, lo que bajo ciertas circunstancias debería conducir a una aceleración del crecimiento y, por tanto, a un mayor bienestar futuro para la población.
Por otra parte, es probable que la postergación de las reformas aumente el alcance y la envergadura de los cambios requeridos lo que se traduce en un aumento del costo que en materia de compensaciones es necesario financiar.
Otra vez, la postergación de una reforma de un sistema de pensiones desfinanciado por una baja relación activos / pasivos, se traducirá en mayores costos de ajuste. Precisamente, debido a que reformar es costoso socialmente y a que el transcurso del tiempo sin ejecutar las reformas tiende a hacerlo más oneroso, es frecuente que los gobiernos se vean incentivados a postergar las reformas más difíciles.
Además, dado que la postergación está afectando la tasa de crecimiento de la economía, los recursos disponibles para financiar los costos sociales asociados a la reforma tienden a disminuir, lo que precisamente contribuye a postergarla. Ello introduce a las economías en un círculo vicioso: escaso crecimiento, dificultades para reformar, postergación de las reformas y mayor desaceleración del crecimiento. En este contexto, el declive económico es sólo cuestión de tiempo.
¿En qué se parece el futuro de Europa al pasado de Uruguay?
El proceso de reformas emprendido por algunos países de la periferia europea en los últimos treinta años, de los cuales Irlanda y España son con diferencia los más destacados, guarda sustanciales diferencias con el círculo descrito más arriba. ¿Por qué?
Primero, porque existieron abundantes recursos provistos por las instituciones europeas para financiar los costos sociales asociados a las reformas.
Segundo, porque las reformas tenían un poderoso incentivo para españoles e irlandeses. Introducir reformas suponía recorrer el camino que los llevaría a unos y a otros a lo que había del otro lado de los Pirineos o del Canal de la Mancha. Naturalmente, ambos países contaron con una sólida capacidad de liderazgo y obtuvieron los consensos internos necesarios para no desaprovechar ninguna de las oportunidades que Europa les ofrecía. Probablemente, esto último fue lo que no tuvieron Portugal y Grecia.
Sin embargo, el proceso de reformas que enfrenta Europa hoy se parece mucho más al que Uruguay debió haber emprendido hace cincuenta años que al que España o Irlanda iniciaron en los setentas.
Primero porque estas reformas son indispensables para que las locomotoras europeas (Alemania y Francia) abandonen su letargo económico.
Segundo, y debido a lo anterior, porque es muy probable que no existan recursos suficientes como para compensar adecuadamente a quienes se verán perjudicados por las reformas que se necesitan en esos países.
Tercero, y más importante todavía, porque las reformas son a cambio de beneficios inciertos cuyos frutos se verán, si todo va bien, a largo plazo.
En otras palabras, la tierra prometida que españoles e irlandeses “veían” hace treinta años, no existe para los europeos hoy. En marzo pasado, en oportunidad del conflicto que se vivió en Francia por el intento del gobierno de modificar el régimen de contratación laboral para los menores de 23 años, la madre de uno de los jóvenes que se encontraba en las movilizaciones afirmaba: “me solidarizo con la lucha de mi hijo porque quiero que él tenga acceso a mejoras de su bienestar similares a las que yo accedí”.
Probablemente esta señora no fue conciente de todo lo que encerraba su afirmación. En ausencia de reformas profundas sobre el funcionamiento del mercado de trabajo y sobre el sistema de pensiones (por citar dos ejemplos) es probable que Francia no logre crecer a las tasas que se requieren para que la generación de su hijo mejore su bienestar en forma similar a como lo mejoró ella en relación a sus padres. El problema es que esas reformas necesariamente afectarán su bienestar, lo cual probablemente ella no esté dispuesta a tolerar. Ello no sería un problema si el crecimiento de Francia permitiera financiar los costos sociales de la transición.
Sin embargo, al igual que Uruguay hace cincuenta años aunque a otro nivel y a una escala naturalmente distinta, el declive de Europa podría ya haber empezado. Si así fuera, la postergación de las reformas no haría sino empujar a Europa hacia una espiral de la cual resulta cada vez más difícil salir.
En esta materia, los uruguayos tenemos algo para enseñar a los europeos.
Fuente: La Vanguardia
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