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¿Volverán a cimbrar los cimientos del cielo? por Fernando Pintos |
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Vivimos una época que se torna cada día más difícil. Y no es mera retórica. Sucede que la Humanidad parece haber perdido la brújula y, debido a ello, el mundo navega a la deriva. ¿Pruebas al canto? Todas aquéllas que ustedes pudieran pedir. Quien deje de creerme apenas necesita echar una mirada atenta a su alrededor, para comprobar, con creces, la certeza de cuanto afirmo. No habrá mayor necesidad de insistir sobre la situación que se vive ahora particularmente en Guatemala, a nivel general en Latinoamérica y, viéndolo con mayor amplitud, en todos los ámbitos del universo creado y conocido por el hombre… Algunos podrían calificar tal situación como francamente mala y muchos otros como catastrófica. Permitan que yo la califique como todavía peor.
Sin embargo, y a pesar de todos los pesares, bueno sería que valorásemos todo lo bueno que está por el momento a nuestro alcance. Principalmente, aquellos logros fenomenales de una civilización que desarrolla y adapta tecnologías cada vez más sorprendentes, con una rapidez vertiginosa: computadoras personales poderosísimas, que se encuentran a disposición de casi todos; telefonía celular enormemente sofisticada y diversificada; medios de comunicación que se multiplican y alcanzan derivaciones dignas de la ciencia-ficción; sistema financiero dotado de una tremenda agilidad y con múltiples opciones; la red Internet, que nos permite encontrar amigos y amores por toda la absoluta superficie del globo; una ciencia médica que consigue milagros hasta pocos años atrás inimaginables; viajes confortables, por vía aérea, hacia cualquier extremo del, en apenas escasas horas; expectativa de vida que casi triplica la de un par de siglos atrás… Aunque también deberíamos citar los múltiples usos de la energía eléctrica; la telefonía fija o convencional (que todavía sigue rindiendo utilidad); los supermercados monumentales, extensamente surtidos con cuánto se necesite o se pudiera desear; los restaurantes de todo tipo y para todos los gustos imaginables; esos brillantes centros comerciales que asemejan ciudades del consumo desenfrenado; los automotores cada vez más perfeccionados; los sistemas sanitarios de las ciudades; los sistemas de agua corriente; los gobiernos instituidos y ese consenso definido acerca de cómo debe manejarse la convivencia en una sociedad civilizada… En fin, tantísimas cosas que jamás valoramos, puesto que se encuentran ahí, a disposición irrestricta, las 24 horas de cada uno de los 365 días del año. Son ventajas que damos por sentadas y apenas atraen nuestra atención, salvo a la hora de las quejas o las críticas.
Sugeriré que disfrutemos a plena conciencia de cuanto está ahora a nuestro alcance, porque en pocos años esta civilización que nos rodea con sus luces y sus brillos y sus tumultos, bien podría convertirse en apenas un recuerdo desvaído. Nos encontramos a orillas del colapso, pero a la mayoría le asusta mortalmente avizorar con determinación ese futuro ominoso y apocalíptico que bien pudiera llegar a concretarse en apenas unas pocas décadas. ¡Ah, nuestra civilización de avestruces! Los signos de un futuro catastrófico son hoy claramente visibles y —Dios no lo quiera—, en poco más de una década el planeta entero podría estar envuelto en un caos absoluto: socavado por la crisis inevitable de las principales economías; aturdido por la pérdida de valor de las monedas más importantes; carcomido por una cadena de guerras intermitentes e incontenibles; azotado por hambrunas que son, hasta el momento, inimaginables; arrasado por pandemias apocalípticas; azotado por un clima cada vez más salvaje y descontrolado; recorrido por la acción inclemente del terrorismo fundamentalista… Y si una destrucción de tal magnitud llegase a suceder, toda la estructura de las sociedades que hoy conocemos se derrumbaría y el universo en que vivimos llegaría a parecer, para los afortunados sobrevivientes —que habrán de ser tan sólo aquellos más fuertes, más aptos y menos remilgados— el espejismo de un paraíso terrenal, repleto con maravillas y delicias inalcanzables.
El mundo que nos aguarda podría ser uno de verdadera pesadilla… Y no tanto repleto de ruinas, como transitado por hombres que se habrán convertido, de manera irreversible, en el lobo proverbial contra los demás hombres. Por supuesto que, en este mismo momento, a la mayoría le costará imaginar algo así. ¿Cómo avizorar un desastre de tamañas dimensiones en el horizonte inmediato? Mas, para remedio de escépticos, no hallaría nada mejor que las palabras que alguien grabó, tal vez hacia principios del siglo XVI, en un antiguo códice azteca: ¿Quién puede atacar Tenochtitlán? ¿Quién puede hacer cimbrar los cimientos del cielo?
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