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No preguntes lo que tu país te puede dar, sino lo que tú puedes darle a él.
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Año V Nro. 376 - Uruguay, 05 de febrero del 2010 |
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Mucho se ha escrito sobre la desesperada situación de cualquier persona destinada a vivir en el marco de una sociedad comunista. En los últimos 83 años, el comunismo ha matado una cifra superior a los 150 millones de personas, y sometido a esclavitud a una suma casi veinte veces mayor. Por tanto, a nadie se le escapará la tragedia diaria de todos cuantos vivieron (y viven) sometidos a todas las presiones, humillaciones, oprobios y arbitrariedades imaginables, en nombre de ese moderno y pluri-perverso Baal-Moloch: el Estado marxista (o proto-marxista), que es cada día más implacable y omnipotente, incluso bajo los más camaleónicos disfraces de «democracia». Sería bueno que los uruguayos refrescáramos esas a toda prisas esas lecturas, porque en pocas semanas terminará nuestra ingenua «Primavera democrática» y entraremos en el terreno impredecible de las farsas cínicas y seudo democráticas, manipuladas a placer por los peores enemigos que pueda tener la democracia. Si con la cibernética de punta fuese posible una operación matemática que arrojase luz sobre el número de violaciones a los derechos humanos (en los niveles individual y colectivo) que cada día se vienen perpetrando, en este planeta y en nombre de las diversas formas de la utopía marxista, es posible que el Software colapsara y que el Hardware terminase desbordado… ¿Dos o tres mil millones de seres? ¿Multiplicados por cuántos dígitos? De seguro que la progresión no sería aritmética, sino más bien geométrica… ¡O quántica! Tales cifras estarían bastante más allá de la capacidad de cálculo de un Malthus. Y muchísimo más allá, también, de la capacidad de especulación de un Kafka. Es que todos los derechos naturales del ser humano son sistemáticamente pisoteados, burlados y aplastados, en el ámbito de cualquier sociedad comunista. Y es que allí no hay derechos humanos, ni de cualquier otra índole, que valgan. Allí, las organizaciones internacionales que defienden los derechos humanos, son objeto de jarana. Las Naciones Unidas, con toda su verborrea sobre los derechos del hombre y el ciudadano, no es más que una mala broma lejana (y en consecuencia, absolutamente inoperante e impotente). Los amos de la maquinaria estatal acostumbran pasarse a los relatores de la ONU, o de cualquier otra organización internacional, por la suela de los zapatos. A ellos, lo único que les interesa es el control absoluto de cuerpos y almas. Y en consecuencia, ende, ninguna libertad es permitida y todo aquello que en apariencia es «contemplado», siempre termina por resultar en los hechos no menos que una farsa brutal y sangrienta.
Porque los rebaños humanos que viven bajo el peso sofocante de esos regímenes, no tienen derecho a anhelar, a soñar, a ilusionarse, a pensar. ¡No lo tienen a casi a nada! Y como es lógico, la religión es uno de los blancos preferidos del aparato opresr comunista… ¿Acaso Marx no había dicho, muy claramente, que la religión no era otra cosa que «El opio de los pueblos»? (Si la religión fuera el opio, no cabe otra conclusión de que el comunismo es, cuando menos, una revulsiva combinación de pasta base con nitroglicerina y curare)… Así, las distintas confesiones han sido, por tradición, ferozmente perseguidas bajo estos regímenes tan alegremente ateos. Y allí donde no se las pudo erradicar por completo, sí se las ha sometido a controles implacables y eficaces, tendientes a limitar su difusión, acortar su influencia y minar definitivamente sus estructuras. De cierta manera, las jerarquías eclesiásticas radicadas a lo largo y ancho de esa imprecisa geografía que se conoce como «Mundo Libre», han visto atadas sus manos para la proclamación de una lucha a muerte contra el comunismo, por la existencia de millones de cristianos en los países dominados por el imperio rojo o sus despojos posmodernos. Cada uno de esos feligreses es, en la práctica, un prisionero de tales regímenes. Y en vista de ello, ¡con tantos rehenes de por medio!, no se pudo (o no se quiso) llamar a una moderna cruzada contra este gigantesco totalitarismo que, representa para la Cristiandad toda, el verdadero Anticristo. Virgil Constantin Gheorghiu (1916/1992) fue un renombrado escritor rumano, que vivió en el exilio las últimas décadas de su vida. Abandonó su país escapando de la persecución comunista y se radicó en Francia, desde donde llevó a cabo una implacable lucha por la libertad y la dignidad del ser humano, y contra toda clase de regímenes de inspiración totalitaria. Esa obsesión se plasmó claramente en su obra, pautada por hitos importantes: «La hora veinticinco» (llevada a la pantalla con gran éxito); «La segunda oportunidad»; «Fiesta nacional»; «La condottiera»; «La túnica de piel»; «El ojo americano»; «El oro de la piel»; «Dios sólo recibe los domingos»; «Los desconocidos de Heidelberg»; «La vida de Mahoma»; «Cristo en el Líbano»… Fue un escritor dotado de fantasía desbordante, con una sensibilidad innata para lo alegórico y armado, además, con un estilo de estocada, estigmatizador, anatematico y siempre dispuesto a denunciar los grandes males de su tiempo, ya sea por medio de la metáfora, la política-ficción (hay rastros de este género en sus primeras novelas, principalmente «La hora veinticinco» y «La segunda oportunidad»), o una acción trepidante. Y era estrictamente lógico que así fuera, porque fue un intelectual comprometido con la denuncia de esa verdad que puede ser considerada como la más patética y terrible de nuestro tiempo: la de los campos de concentración o exterminio nazis y comunistas… La verdad de unos exterminios en masa perpetrados, de manera sistemática, contra millones de seres inocentes… La verdad de unas ideologías putrefactas por el odio contra la esencia humana y por unas ansias destructivas enfermizas… La verdad, flagrante e infamante, de que aun hoy incontables millones de personas sufren por el implacable yugo de un poder total, que lo niega todo menos a sí mismo. Eso sí: es posible detectar, en la obra y la personalidad literaria de Gheorghiu, una esporádica desprolijidad, algunas vetas de ingenuidad y ciertos momentos de exceso en la fantasía, durante los cuales la fábula política sobrepasa límites y cánones literarios. Pero se trata de las imperfecciones que son propias de una obra copiosa, en cierta medida torrencial, indiscutiblemente sincera y a todas luces positiva, enfocada hacia una defensa indeclinable de los valores más preciados para el ser humano. Si hubo error, es comprensible y disculpable, tratándose de obra tan extensa y digna de elogio. Precisamente, «El gran exterminador», una de las últimas obras de Gheorghiu, se constituyó en un compendio de todas las virtudes y algunos de los defectos que caracterizaron la actividad de aquel gran escritor. Para quien la lea —cosa recomendable para cualquiera con dos dedos de frente—, algunos párrafos del primer capítulo serán más expresivos que todo aquello que se pueda escribir en cualquier parte (ya sea a favor o en contra), sobre ella. Veamos esto:
Hacía muy bien, Gheorghiu, cuando en el preámbulo traía a colación una frase magistral de San Juan Crisóstomo: «No es la sociedad en la que se vive la que os salva, sino la manera de vivir… Adán se pierde en el paraíso, y Lot se salva en Sodoma». Claro que San Juan Crisóstomo no pudo imaginar, ni en sus peores pesadillas, una Sodoma comunista. La acción de «El gran exterminador» se desarrolla, en su mayor parte, en las calles, en los edificios y entre las gentes de esa ciudad oprimida y sombría, tan distinta a su pretencioso nombre (Bucarest significa «ciudad de la alegría»), y tan patética en el marco del férreo manto opresivo derramado sobre ella por un régimen policial. Y culminará en París, con ribetes de tragedia. El personaje principal, Trajan Roman, es un joven seminarista que logra apoderarse de una documentación comprometedora, donde se ponen al descubierto las secretas relaciones de dependencia entre el imperialismo soviético y los sumisos obispos rumanos. Toda una formidable conspiración que apunta a la subordinación de toda la Cristiandad ortodoxa (dentro y fuera del mundo comunista), digitada desde años atrás por el dictador Stalin, encerrada en ese valioso material que lleva consigo el fugitivo: figura simbólica que representa en su persona y en su historia, el largo vía crucis de los cristianos rumanos, dentro de una sociedad ferozmente atea y bajo un régimen decidido a extirpar la religión a toda costa. Sobre las espaldas de este personaje arquetípico, descansarán las ajadas esperanzas de libertad y rehabilitación de veintidós millones de rumanos aherrojados entonces por la opresión roja. Asilado en París y reencontrado con el amor y la vida, Roman será localizado por Haralamb Baxan, «el gran exterminador», verdugo temible de los servicios secretos rumanos, y morirá asesinado. Es un final trágico. Tan simbólico como casi todo el desarrollo de esta muy buena novela que escribió Gheorghiu con decantada madurez y gran piedad hacia los oprimidos: todos aquellos que gimen, sufren y vegetan sin esperanzas, bajo el peso de una bota grosera cubierta de barro y sangre. © Fernando Pintos para Informe Uruguay
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