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Año V Nro. 315 - Uruguay, 05 de diciembre del 2008   
 

Visión Marítima

historia paralela

 
Fernando Pintos

Bondades de la Cuba comunista,
bajo la lupa de un perfecto pendejo

por Fernando Pintos

 
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¡Caramba! De qué cosas termina por enterarse, uno, en estos enloquecidos tiempos de Globalización y Posmodernidad. ¿Quién hubiera dicho que, de una vez por todas, pudiera decirse cuando menos algo bueno acerca de la Cuba/comunista/poscastrista? En verdad, el asunto resultaría poco menos que una misión imposible… Pero, ¡sorpresa!, la crisis de la economía mundial ha destapado las tan cuidadosamente escondidas bondades del régimen castrista. Cuando menos, eso es lo que pensará cualquiera que tuviese acceso a un artículo de Roger Cohen que fue publicado en «The New York Times» (un suplemento del diario «Prensa Libre», de Guatemala), bajo el título de «En La Habana, tiempo para pensar», el pasado domingo 23 de noviembre de 2008 (página 2). De buen seguro, ustedes querrán enterarse del texto de Cohen. Y por eso, lo transcribo ya:

«…Si hay un lugar sobre la tierra al que la crisis financiera global no llegó, es la Cuba de Fidel Castro.  A medida que se aproxima el quincuagésimo aniversario de la revolución que lo llevó al poder el 1º de enero de 1959, Fidel sigue presidiendo su experimento socialista que declina lentamente. El estrés domina las sociedades del capitalismo moderno. La presión de tener cada vez más no da respiro. Como en Cuba no es mucho lo que se puede tener, esa angustia no existe. En la encantadora ciudad de La Habana la mampostería se cae a pedazos y la pintura a jirones.  El Atlántico golpea el Malecón, que tal vez sea la costa urbana más bella del mundo, y lanza un rocío marino sobre la pared de granito. La gente mira. Cobra un sueldo mínimo que alcanza para comprar muy poco. No hay incentivos para trabajar más. La conversación es lo único que prospera mientras la ciudad se desmorona.
General Motors, Citigroup, A.I.G. y la extinta Lehman Brothers son nombres remotos en Cuba, donde la gloria perdida de Detroit se exhibe bajo la forma de grandes Pontiacs y Studebakers de los años 50. Antes de que se intensificara el consumismo, las cosas estaban hechas para durar. Ante la falta de autos nuevos, los cubanos formaron su propio museo del automóvil estadounidense. También le proporcionan al mundo, y a un precio muy alto para sí mismos, un lugar de extraño silencio en el cual reflexionar. En Cuba no hay caos visual. Hay, sí, innumerables exhortaciones a profundizar la gloria del socialismo pintarrajeadas en las paredes y proclamadas en carteleras, pero el paisaje sin publicidad es un descanso para la vista. Hay vida sin marcar comerciales, después de todo. Por la autopista nacional transisleña de ocho carriles, cuya construcción se comenzó con ayuda soviética y quedó abandonada a medio camino al desintegrarse la URSS, pasan tres autos cada dos minutos. Un gran vacío lo abarca todo. Esa ausencia casi insondable es una de las que da la pauta del fracaso de Cuba.
Para la mayor parte de los cubanos la vida es difícil. Muy difícil. Sin embargo, mientras Occidente evalúa el elevado costo de los excesos, descubro que me siento más benévolo en relación a Fidel, más de lo que habría considerado posible. Su obstinada búsqueda de un idea anticuada llevó a muchos cubanos a abandonar la isla y sumió a muchos otros en la miseria. La economía cubana no tiene sentido. Sin embargo, la obsesión de Fidel  también generó formas de orgullo, amabilidad, altruismo, educación y humor que integran la desgastada trama de la vida cubana y constituyen su extraña flexibilidad. Me solidarizo con todo cubano que quiera escapar de esta hermosa isla. Pero le agradezco a Cuba que me permita hacer una pausa. Todos lo necesitamos cada tanto.
La conmoción que supone la inmersión en la vida a medias de La Habana es algo que sólo puede igualar la conmoción de emerger de la misma, volver a Starbucks y a los villancicos de Navidad, a los quinientos e-mails que esperan, al Dow tambaleante y los empleos que se evaporan. El peligro de ese asalto globalizado a nuestros sentidos, de esa demanda insaciable, es el de la deshumanización. A medida que concluye la fiesta que originó el crédito, la gente consume menos y reflexiona más. En este momento de cuestionamiento Cuba no ofrece respuestas. Pero es estimulante. El reverso de la humanidad sometida al fracaso material es la inhumanidad del exceso material…».

En verdad, debe ser maravilloso pasar una temporadita en la Cuba de Fidel. ¡Perdón! Quise decir: «del fantasma de Fidel»… Lindo, sobre todo, siempre y cuando uno sea cualquier cosa menos cubano. Y, todavía más que lindo, en cuanto a uno le acompañe una chequera bien provista de esos satánicos dólares producidos por la meca del capitalismo salvaje, es decir: la USA de Bush y compañía. Bienaventurados todos aquellos que, chequera en ristre, pueden costearse unas tranquilas vacaciones en esa ciudad mágica, La Habana, tan desgastada por las inclemencias del tiempo y casi medio siglo de mantenimiento inexistente (en iguales circunstancias, hasta El Eliseo terminaría convertido en una vil tapera). Felices aquellos que sean lo suficientemente cínicos como para «tomarse tiempo para pensar» y de paso —siempre contando con la ayuda de una incipiente vocación por el sadismo—, disfrutar de las carencias, aprietos y contrariedades del pueblo cubano, de los cubanos en general… De esas mujeres que pasan horas interminables haciendo cola para conseguir un par de libras de pollo o de frijoles, que deberán alcanzar a la familia para dos semanas o un mes entero. De esas otras que deben prostituirse con los felices extranjeros de las sonrientes billeteras, para alimentarse un poco mejor gracias al auxilio del mercado negro. Sí, ¡por supuesto!: una gran felicidad, acompañada de una tranquilidad que en ciertos momentos debe emular ,con enjundia, aquella otra (tan maravillosamente calma, tan prístinamente quieta): la de los cementerios. En fin, que sean todos esos turistas felices por mucho tiempo más. Podría ser que esa misma felicidad alcanzara para tomarles la medida de su infinita bajeza moral, de su escalofriante pobreza espiritual. En fin, de su irremediable calidad de pendejos impenitentes y confesos… Para no endilgarles ese mote que prefieren aplicarles los (también felices) esbirros, verdugos, carceleros, alcahuetes, celestinos y corifeos que cierran filas en el marxismo/leninismo/fidelismo. Un calificativo que nadie en sano juicio podría negar: «cretinos útiles».

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