La peor seguridad vista
por Sebastián Da Silva
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El Tratado de Westfalia en 1648 terminó con la era feudal y dio paso a la creación de los Estados Nación, que conocemos en la actualidad. Estos se caracterizan por tener un territorio delimitado, una población constante, un gobierno que tenga autoridad sobre ese territorio y población, con un ejército que proteja esta soberanía y un cuerpo diplomático encargado de relacionarse con sus pares.
El desarrollo de las relaciones humanas y políticas dieron lugar a otras grandes necesidades fundamentalmente en el área económica la que adquiere mayor envergadura con el paso de los años.
En Uruguay, sabido es de la trascendencia asignada al Ministro de Economía y Finanzas, en algunos casos, una especie de "Primer Ministro", a la Cancilleria, y al Ministerio de Defensa Nacional, en todos los matices de los gobiernos, de coalición, de partido único, de entendimiento nacional etc., siempre se han designado personalidades de altísimo nivel y de la confianza del Presidente de turno, aun en los casos que de gobiernos integrados por partidos distintos.
Ahora donde la confianza y la responsabilidad es indisoluble es en la designación de ministro de Interior, aquel encargado de hacer respetar las leyes, como auxiliar de la justicia, garantizar el orden y la paz publica a través de la policía, y de hacer cumplir con la transparencia en el proceso electoral. Por esas responsabilidades es que se le denomina el "Ministro Político", habida cuenta de la importancia en el cumplimiento de su función.
Si repasamos los últimos antecedentes desde la reinstauración democrática, nos encontraremos que en su mayoría los ministros del Interior fueron o bien duchos dirigentes políticos, excelentes académicos o ambas cosas a la vez, y que más allá de su filiación política, reitero, absolutamente ligada a la del Presidente de turno, estaban por encima de las rencillas partidarias de todos los días.
Pensemos los Ministerios del Prof. Hierro, del Dr. Juan Andrés Ramírez, o del Esc. Stirling, y veremos como por su aplomo en la toma de decisiones, su respeto hacia la oposición y su bien entendido ejercicio de la autoridad, generaron el respeto de sus subordinados, es decir el Instituto Policial, y la confianza de la ciudadanía en su conjunto, que en algunos casos podría estar en las antípodas ideológicas.
Con la llegada del Frente Amplio al poder algo de esto se quebró, acciones, mensajes, declaraciones y omisiones perforaron ese halo de "estar más allá del bien y el mal" que tuvieron sus antecesores. Prohibir que la Policía solicite documentación a gente que interprete que pueda ser sospechosa, embanderarse con la liberación de presos, pasar revista a la Guardia de Coraceros, montando a caballo, con un bolero de fondo o firmar una papeleta con la imagen de un Presidente que claramente lo tiene prohibido por la Constitución, en un contexto de violencia ciudadana digno de la película Ciudad de Dios, irrita y desacredita gravemente tanto la confianza hacia las autoridades como el respeto de los que deben de mandar.
Y cuando se quiebran estos valores, aparecen como en la actualidad, el no hacerse cargo de los errores propios, acusar al resto de "dar manija", calificar de "sensación térmica" el azote de la delincuencia, constituyendo una de las peores gestiones en seguridad que los uruguayos recuerden.
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