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Año V Nro. 328 - Uruguay, 06 de marzo del 2009   
 

 
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Fernando Pintos

Una estadía en la ciudad de mis sueños
por Fernando Pintos

 
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         Me encontraba en Montevideo, para finales de 2007. Había llegado para participar, como delegado de la Asociación de periodistas de Guatemala, de un congreso internacional sobre libertad de prensa. El hotel donde se desarrollaban las sesiones, y donde también teníamos que alojarnos los participantes, era uno muy moderno y de construcción relativamente reciente, ubicado a un costado del Palacio Municipal, a poco más de una cuadra de Dieciocho de Julio: el «Four Points by Sheraton». Un hotel de cinco estrellas. Muy cómodo, con todos los servicios que un establecimiento de esa categoría puede ofrecer y un personal magnífico. Y ubicado en el querido Centro de mi añorada ciudad natal. ¿Qué más se podía en un principio pedir?

         Seré sincero. Mi estadía en el «Four Points» fue estupenda. Pero hubo, en el mismo principio, un tropiezo. Cuando se organiza uno de esos congresos y se elige un hotel como sede, es obligatorio que los participantes ahí se alojen. En mi caso, lo hice de acuerdo con mis propias condiciones. Y para verificarlas, hice un par de llamadas previas al hotel, desde Guatemala. El precio era excelente y la calidad del servicio, descontada. Pero mi pregunta toral era: ¿disponía el hotel de un buen gimnasio? Si la respuesta hubiera sido «No», me hubiera ido a buscar otro alojamiento, sin lugar a dudas —es a estas alturas bien conocida mi condición de necio full time—, pero dado que la respuesta consistió en un «» tan rotundo como convincente, acepté e hice mis maletas con tranquilidad. Llegué a Montevideo en horas de la madrugada y un remise me llevó desde el aeropuerto hasta el hotel. Una vez allí, me instalaron en una habitación muy confortable, ubicada en el séptimo nivel. Eran poco más de las 04:00 a.m. y decidí tirarme a descansar por un rato en mi cama. Pero, muy poco después de las 08:00 a.m. ya estaba en pie. En aquel preciso momento, cualquier individuo que estuviese más o menos en sus cabales habría bajado al restaurante del hotel, para desayunar. Pero yo, contrariando toda lógica y desatendiendo las débiles llamadas del sentido común, subí con prisa hasta el último piso, para pasar allí revista a las instalaciones del gimnasio que me habían prometido. Para entonces ya se encontraba allí la encargada del Spa, una preciosura de mujer que se llama Alicia y con la cual entablamos amistad a primera vista. Pero, en cuanto tenía que ver con mi gimnasio… ¡Una completa decepción! Expliquémoslo mejor: todo era muy moderno, muy lindo, muy funcional. Pero allí lo que reinaba eran los ejercicios cardiovasculares. Para hacer cardio, lo que uno quisiera. Pero en cuanto a máquinas o aparatos para hacer peso: poco menos que nada. Así que, con el mismo ánimo de un pollo mojado y vapuleado por algún tsunami proveniente del Polo Sur, bajé a desayunar y de inmediato salí a recorrer el Centro, a la búsqueda implacable de algún gimnasio moderno y bien equipado. Para colmo, era aquella una mañana en la que poco faltaba para que cayera, sobre Montevideo, una tromba de rayos y centellas. Tal como dijera alguna vez la naranja: «gajos del oficio»…

         El moroso relato sobre aquella misión imposible —conseguir un gimnasio moderno y bien equipado en el Centro de Montevideo— quedará para mejor ocasión. Y las peripecias de un congreso que duró más de una semana, no encierran mayor interés nadie quien me lea. Así también, mi desencanto frente a ese panorama casi desolador que encontré en los lugares más queridos de mi ciudad, requerirá de un artículo completo, que no tardará en escribirse. Sin embargo, debo volver, siquiera brevemente, a referirme al «Four Points by Sheraton». Tal como dije, un excelente hotel con categoría internacional. Y además, como lógica consecuencia de lo antedicho, con un restaurante de primera. ¿Qué decir acerca de ello? El precio de la habitación incluía desayuno y almuerzo, en un ambiente de lujo y constante variedad de platos muy sofisticados que, en muchos casos, resultaban exquisiteces. Mas, sin embargo… Cuando alguien ha frecuentado hoteles de ese nivel en diferentes partes del mundo, no tardó mucho en descubrir que, en los respectivos restaurantes, los menúes siguen un patrón de fácil detección y que resulta, a la corta o a la larga, en cierta medida repetitivo. Es decir: se encontrará uno más o menos con la misma estupenda carta, tanto en Madrid como en Montevideo; en Miami como en Ciudad de México; en Guatemala como en Beijing… Y dos semanas en lo mismo, terminan por aburrir un poco.

         Para colmo yo estaba, como ya lo he adelantado, en mi ciudad… La cual, en los últimos años y por lejanía, ha devenido ciudad de mis sueños. Ello significaba que, en el tiempo que las actividades del congreso me dejaban libre, podía hacer los mil recorridos de la nostalgia. Y en uno de aquellos vagabundeos en busca de la ciudad añorada y en parte perdida, me fui a dar de narices, justo en la confluencia de San José y Santiago de Chile, contra un tradicional, veterano, en cierta medida vetusto, pero sumamente acogedor boliche montevideano —alias «Restaurant y Bar»— llamado no ya «El Torero», sino antes bien «El Toreo». Con más de 30 años de existencia, «El Toreo» se alzaba a un costado de ese edificio de la Intendencia Municipal que exhibe todavía su tradicional fachada de ladrillos. Ubicado en uno de las viejas casonas de ese barrio, «El Toreo» tiene ventanas amplias. Carteles que publicita marcas tales como «Coronado», «Nevada» y, ¡parece mentira las cosas que veo!, «Budweiser». Un mostrador de los buenos, de los de verdad, de los de antes, en los cuáles cualquiera podría detenerse para tomarse al paso y un poco de apuro, tal vez una grappa con limón, de repente una caña… ¡O por ahí hasta una «Budweiser»! Paredes con recubrimiento de madera y pisos de baldosa. Las mesas, redondas o cuadradas, pero exhaustivamente usadas, con su color gastado de caoba clara. Las sillas con respaldo redondo y el reloj que marcaba los segundos desde altura suficiente, más no considerable. Pero, lo mejor de todo: ese menú del día, caligrafiado con apuro y en tiza, sobre aquella pizarra recostada al lado de la puerta de entrada. ¡Ese menú de «El Toreo»! Como en el viejo Montevideo de los buenos tiempos: pascualina, hígado encebollado, papas fritas (mucho mejores que las que pude probar en «el afamado café Facal» de la Avenida Dieciocho de Julio—, y lo mejor de todo, es decir, mi pasión y mi delirio… ¡Milanesas! Verdaderas milanesas montevideanas. De esas que se comen acompañadas por un nutrido cortejo de papas fritas y con dos huevos fritos a caballo. Y también milanesas de aquellas otras, las napolitanas, con abundante mozzarella, jamón y una salsa espesa que, de gustosa, bien justificaría chuparse los dedos. Unas milanesas que rebasaban el plato, cocinadas con esmero por doña Shirley (una señora robusta, siempre atareada detrás del mostrador en sus milagros culinarios), y traídas a la mesa con esmero y presteza por José. A las milagrosas milanesas de «El Toreo» yo las acompañaba con un par de esos vasos extra large, repletos hasta los bordes con un vino tinto corpóreo y generoso, de aquéllos bien nuestros. Vino que se puede tomar con grandes tragos (o sorbos, si se quiere), y al cual se puede sentir, con plenitud, en su grato recorrido descendente hacia el estómago. ¡Esa estupenda comida de «El Toreo»! Desde que lo descubrí, fueron varias las veces que me escapé del almuerzo en el hotel, que como ya expliqué era de calidad y gratuito, para darme el lujo de comer las inolvidables especialidades de «El Toreo», un rincón genuino de esa ciudad que el progreso, la globalización, la posmodernidad (todos ellos con minúscula) y las sucesivas administraciones frenteamplistas han convertido en una caricatura de lo que fuera hasta pocos años atrás. Mi Montevideo. La más querida. La ciudad de mis sueños.

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