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Año IV - Nº 228
Uruguay, 06 de abril del 2007
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República declamada y república real
por Félix V. Lonigro - Colaboración de Ricardo González Falcón
 
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            Este artículo data de julio de 2006, y fué publicado por LA NACIÓN de Buenos Aires. Desde entonces la institucionalidad republicana en la Argentina se ha ido degradando, lenta y crecientemente. Sugerimos su lectura para comprender un poco más lo que nos está sucediendo en los conflictos abiertos entre hermanos.

Ricardo González Falcón


            La república, como sistema de gobierno, no pasa por su mejor momento. En realidad, hace rato que sufre los embates de sucesivos gobiernos, quienes no dejan de adoptar medidas que la dañan irremediablemente. Hace unos días, el Congreso de la Nación apuntó al corazón del sistema republicano, pero no para conquistarlo, sino para asestarle una mortal estocada. Por un lado, analiza un proyecto de ley según el cual concede, a perpetuidad, al jefe de Gabinete, la facultad de modificar el destino de recursos previstos en el presupuesto; y por otro, sancionó una ley que regula los decretos de necesidad y urgencia (es decir, la potestad presidencial de ejercer atribuciones del Congreso), en virtud de la cual los legisladores no tienen plazo alguno para ratificarlos o dejarlos sin efecto, lo que facilita su vigencia eterna. Dicho de otro modo, a partir de ahora las atribuciones del Congreso de la Nación podrán ser ejercidas, también, por el presidente de la República, y el definitivo silencio del Congreso servirá para convalidar ese atropello.

            En 1860, la Constitución Nacional dispuso que uno de los nombres oficiales de nuestro país sea República Argentina. A la luz de las actuales circunstancias, no cabe duda de que se trata de una denominación vacía de contenido, porque si bien el constituyente ha querido que el sistema político argentino sea realmente republicano -estableciendo que "la Nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal"-, la realidad es que ese régimen se caracteriza, entre otras cosas, por la existencia de diferentes órganos de gobierno, entre los cuales no deben existir interferencias con respecto a las atribuciones que la Constitución Nacional confiere a cada uno de ellos. Pues, lejos parece ser ésta la realidad de la práctica institucional de nuestro país.

            El sistema republicano constituye una verdadera garantía para los gobernados, quienes, con su vigencia, tenemos la seguridad jurídica de que no existe un único funcionario que hace todo sin otro límite que su propia voluntad. Por eso dicho sistema, al estar dispuesto expresamente en la Ley Fundamental, constituye un derecho de incidencia colectiva en cuya preservación cada ciudadano tiene un interés difuso.

            Sin embargo, cuando un presidente, además de ejercer sus propias atribuciones (por medio de decretos autónomos y reglamentarios), también ejerce las que la Constitución Nacional asignó al Congreso de la Nación (por medio de los decretos de necesidad y urgencia), y lo hace sin que estén reglamentados los mecanismos constitucionales que lo habilitan para ello -tal como viene ocurriendo en nuestro país desde la reforma constitucional de 1994-, o con una reglamentación que, lejos de limitar esa facultad, la fortalece -tal como ocurrirá a partir de la nueva ley sancionada por el Congreso-, la consecuencia no puede ser otra que el paulatino resquebrajamiento de la república, como sistema de gobierno.

            Si asimismo el Congreso de la Nación delega sus propias facultades en el presidente, y también lo hace sin cumplir con los requisitos constitucionalmente previstos (por ejemplo, efectuando una delegación permanente, sin límite de tiempo), entonces el daño al sistema republicano se potencia, de la misma manera que disminuye la seguridad jurídica de los ciudadanos.

            Es cierto que, en el año 1994, el constituyente autorizó al presidente a ejercer atribuciones del Congreso (art. 99 inc. 3), y a éste a delegárselas a aquél (art. 76); pero como medida de excepción y siempre que se cumplieran ciertos requisitos, algunos de los cuales deben ser regulados por el Congreso de la Nación. Significa que la Constitución ha considerado que se trata de permisos excepcionales que deben ejercerse restrictivamente; pero si al Congreso no le interesa reglamentar esas facultades (tal como lo demostró durante doce años) o lo hace potenciándolas (tal como ocurrirá a partir de la ley que acaba de sancionarse), y además delega sus atribuciones sin respetar requisitos previstos en la ley, y por su parte el Presidente las ejerce sin limitación alguna, es porque a las autoridades, en general, poco les interesa la existencia de un sistema republicano.

            Ante esta situación, tal vez sea necesario meditar, analizar y pensar si nuestros representantes, al adoptar estas actitudes indudablemente antirrepublicanas, no tienen razón. Probablemente sea apresurado juzgar si ellas son buenas o malas en sí mismas, porque tal vez sea cierto que sin ellas no es posible gobernar y agilizar la gestión gubernativa. Pero entonces vayamos al fondo de la cuestión y traslademos el eje de la discusión al lugar adecuado. Que se diga sin tapujos que las características del sistema republicano burocratizan las políticas proyectadas y que los trámites legislativos frenan la adopción de medidas que requieren aplicación inmediata. Que se grite a los cuatro vientos que es necesario reformar la Constitución para quitarle potestades al Congreso y asignárselas al Presidente, y que la única manera de tener éxito en la gestión de gobierno es establecer un sistema de concentración de poder.

            Entonces el debate se hace puro, abierto y cristalino. Se generaría un sinceramiento ante la sociedad (como el que alguna vez tuvo el actual vicepresidente Daniel Scioli, cuando en un reportaje concedido a este matutino dijo que al médico, en el quirófano, hay que darle todos los elementos necesarios para salvar al paciente), y todo el mundo sabría cuál es la cuestión que verdaderamente quiere discutirse: si la república como sistema de gobierno es aconsejable o si conviene ir en la búsqueda de otro régimen. Es cierto que se trataría de un debate crudo y ríspido, porque se estaría debatiendo sobre la permanencia o no de uno de los contenidos más sensibles de nuestro sistema institucional, pero también sería, cívicamente, muy formativo.

            De esa manera la sociedad dejaría de preguntarse si los decretos de necesidad y urgencia son buenos o malos: directamente discutiríamos si es positivo o negativo que el presidente haga lo que debe hacer el Congreso; y dejaríamos de preguntarnos si es aconsejable o no entregar superpoderes: directamente analizaríamos si el Congreso debe o no resignar el ejercicio de sus potestades en beneficio del presidente del jefe de Gabinete.

            La actual dicotomía entre lo que dice la Constitución Nacional y lo que ocurre en la realidad, con respecto a la vigencia de una república, exige, necesariamente, que este debate de fondo se ponga en la calle y se desarrolle.

El autor es profesor de Derecho Constitucional UBA y UAI.

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