SOL VACÍO Y MARFILEÑO
A mi amor lo mataron
lejos, muy lejos;
murió encarcelado
por grilletes de tiempo.
En su pecho grabaron
los signos del infierno
y sus sienes las quemaron
con uno y mil fuegos.
A mi ilusión la violaron
al borde de un espejo;
su vientre níveo maceraron
con garras de tormento.
Su entraña profunda rasgaron
en un entretiempo enfermo
con los minutos quebrados
y los días desparejos…
A su túnica, harapos la hicieron
mientras desgajaba,
desde su último árbol
el agónico lamento
que comenzaba en llanto,
que terminaba en viento
mientras tanto, ellos,
reían, por fuera y por dentro.
A mis luces las apagaron
entre un fúnebre silencio
y trituraron las prisas y las risas
a través de fauces dantescas,
con vidrio mordiente y aceros.
Me estallaron las armonías
y deshilacharon los momentos
que yo creía, ingenuo,
arrumbados entre mi tiempo.
A mi sangre la destilaron
en un alambique de averno
para verterla después,
pleno aquelarre y tormento,
en unas venas que ya estaban frías,
más heladas y entumecidas
que esas garras desoladas
de los muertos…
Entonces, a mí, me dejaron para luego…
Me abandonaron entre apocalipsis,
y me enterraron entre estiércol
para dejarme allí, encadenado,
(una caricatura de Prometeo)
a esos tropeles grotescos del tiempo
que te pasan por cada lado
arrastrando cortejo de infames silencios.
A mí me borraron de los ojos abiertos
aquella sonrisa confiada
de un pasado cercano y desierto,
cuando era niño,
cuando fui bueno,
y se robaron hasta la brisa
que aún aguardo en silencio,
porque conduce (murmurantes y tiernos)
desde un torrente sin cauce
mis adolescentes recuerdos…
A mí me pusieron a un lado
para que todo lo malo pudiera creerlo.
El amor torturado y debatido
entre jirones de renegridos velos
y las bondades desprevenidas
pisoteadas entre cienos,
y las palabras que comprometían
arrastradas por feos vientos
y unas puertas que se cerraban
con horrísonos estrépitos…
O las oscuras miras,
o los sordos desprecios,
o los helados desconocimientos,
o las tantas y tantas cosas
que, de tantísimo duelen,
recordar no quiero.
Y aún, después de todo eso
continuaron, alegres,
riéndose y riendo y
acribillándome los sentidos
desde la misma exacta frialdad
maligna e indiferente
que cuaja, desencajada,
en los ojos apagados de los muertos.
A mí me ejecutaron a un tiempo
entre alaridos y crespones negros,
con carnavales procaces de gorgonas
y vampiros fugitivos de mi espejo.
Y vaciaron a mi alma de ilusiones
para dejarme un corazón baldío y seco.
Arrancaron mi dicha, a los tirones
y en un burdel destripada la metieron,
siempre entonando sus cánticos
(siempre riendo y riendo)
de la misma feliz manera
como si ninguna trágica catarata
me estuviera discurriendo.
Por último me arrojaron a un río,
muy negro y de pérfido aliento,
en cuyo lecho frío y solo
muy de a poco fui muriendo.
Y me arrinconaron contra el paredón
de los más grises silencios,
para poder acribillarme
con odio implacable en los acentos,
hasta el borde mismo de la nada,
(en los confines de la noche,
más allá la frontera del olvido)
hasta dejarme solo
bajo un sol vacío y marfileño,
vagamente recostado al dolor de mis recuerdos.
Como que me llamo silencio.
Como que ahora, estoy muriendo.
Como que ya, nada tengo.
© Fernando Pintos
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