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Una generación que resolvió encerrarse
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por Marciano Durán |
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Hablo de nosotros.
No sé cuándo fue.
Lo que sé es que alguien desde arriba dio la orden y allá fuimos… balando despacito.
Balando.
“La gente ya no come por ver a Walter Gómez” cuentan nuestros mayores que se cantaba hace unos años.
Y de verdad que no comían por ver a Gómez, por ver a Chicotazo, por salir de pesca o mirar la Vuelta llegando a la plaza.
Ha pasado mucha agua desde aquellos no tan lejanos tiempos.
Ha pasado mucha agua desde las zafras electorales de Comités de Base desbordados con cordones tricolores, doñas coloradas ensobrando listas alrededor de mesas de manteles rojos, camionetas con parlantes llegando y saliendo de los clubes blancos.
Ha pasado mucha agua desde los cercanos tiempos de Comisiones Fomentos en que la directora de la escuela esquivaba al vecino nuevo. Es que ella tenía derecho a dudar del papá que estrenaba hijo en primero y prefería elegir entre 30 o 40 padres repetidores que aspiraban al cargo.
Comisiones de escuela en que las mamás anunciaban tempranamente en abril cuál sería su proyecto para recaudar fondos y cómo harían para arreglar el jardín con poco dinero.
Ha pasado poco tiempo y mucha agua desde aquellos días en que había que hacer cola y reservar mesa para escuchar “al intérprete de canto popular”.
No hace tanto que en las elecciones del club de fútbol, dos y hasta tres listas se peleaban por integrar la directiva.
Coordinadoras de comisiones barriales, residentes de tal ciudad que vivían en tal otra, tribunas llenas en cualquier deporte, mostradores donde no cabía ni un codo ni un cuento más, misas con cristianos gritando “¡y con tu espírituuuuu!” desde la vereda, asambleas de socios para las que había que salir a buscar sillas a último momento.
Y de golpe.
¡Una bomba que destruye lo colectivo pero no lo individual cae sobre nosotros!
Las edificaciones logran quedar en pie.
Las instituciones consiguen soportar los primeros embates pero… se ven menos lamparillas encendidas, se empieza a depositar polvo sobre los muebles y el cantinero pasa el trapo por décima vez sobre el mostrador… mirando hacia una puerta que no ve entrar a nadie.
Las reuniones de directiva se hacen mano a mano entre el presidente y el secretario.
Ahora sobran sillas en el mismo lugar en que la gente sesionaba parada.
Los que aceptaron integrar la lista a principio de año ya se fueron y todavía no hemos llegado a agosto.
–¿Cómo se llamaba el señor de bigote grueso que iba a organizar el festival de coros?–pregunta inocentemente la directora del liceo.
–Tendríamos que empezar una campaña de socios urgente– dice el presidente de la institución. En los últimos cinco años pasamos de 400 a 35 socios.
–Correligionarios, hay que hacer un esfuercito más o tendremos que cerrar el club. ¿Queremos recuperar el gobierno o vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras ellos hacen lo que se les antoja?
–O metemos todos o no tiene sentido la Comisión Barrial. Hace meses que somos mi señora, Don Rodríguez y yo. Eso sí, después se quejan cuando los roban o no reponen las luces de la calle.
–Compañeros, esto es una vergüenza, no hemos podido reunir al Comité de Base en tres meses. Las comisiones de Finanzas, de Prensa y Propaganda y de Organización solo existen de nombre.
–Si no somos capaces de juntar a los miembros de la Convención no esperen que ganemos nunca más una elección en este país.
–Che, no podemos seguir con los ensayos de esta manera. Habíamos dicho los lunes porque todos podían y la vez que vinimos más éramos cuatro.
Se acabó lo que quedaba.
Una bomba que nadie advirtió impactó sobre nosotros.
Nos mandaron a guardar.
Y no estamos hablando exclusivamente de proyectos sociales.
La gente no va al fútbol.
Sólo se ha salvado el fútbol por televisión, o por decirlo mejor: se ha salvado la televisión que trasmite fútbol, que no es lo mismo.
Y con ellos los partidos santificados por los medios.
Lo que quedó afuera -llámese fútbol del interior, local, provincial o departamental según en que país se encuentre- sobrevive con las migajas que se caen del banquete.
¡En la ciudad en que vivo la media de asistentes a espectáculos culturales en el 2006 fue de 33 personas! ¡Una ciudad de 50 mil habitantes! Reflejo del resto del país.
¡Fui a ver a mi equipo de fútbol y conmigo éramos 25 hinchas al costado de la cancha!
Es que la gente ya no va a la misa ni al cementerio y hasta los entierros de estos tiempos son un fracaso.
¿Te acordás de los entierros de antes?
El velatorio hervía de gente, salían a las veredas a hacer cuentos. Casi no existían los autos pero los cementerios igualmente se llenaban y competían los domingos con la feria, el fútbol y la matinée.
Las retretas, las fogatas de San Juan, la banda en la plaza, las carreras y las marchas sindicales.
Todo servía para salir.
Algo nos pasó mientras mirábamos la tele.
Alguien nos jodió feo y ni siquiera nos avivamos en los reclames.
¡Fin!
Se terminaron las tardes de loterías de cartones entre vecinos, las guerras de agua en el barrio y las navidades con serenatas casa por casa.
¡Fin!
Nos tocó a nosotros el triste privilegio de estar mirando la tele, chateando o mandando mensajes de textos cuando nos cambiaban el mundo.
¿Para qué ir al fútbol si el que dan en el cable es gratis, mejor jugado, las tribunas están llenas, la pelota pica bien y las camisetas son Nike?
¿Para qué ir a ver a tu sobrino que juega en la esquina si en tu casa no pasás frío, no te corren los barras bravas y no te roban la casa por dejarla sola?
¿Vecinos?
Psé… el día que los vecinos salgan en la tele los voy a empezar a considerar.
¡No te imaginás cómo nos comunicamos ahora con Nicolás!
Cuando vivía con nosotros apenas si lo veíamos porque se acostaba cuando nosotros nos levantábamos y apenas si hablábamos. ¡Pero ahora que se fue a España y tiene Internet y camarita, chateamos todos los días y lo vemos a cada rato! Ayer nos presentó a Camilo, nuestro nieto. ¡No te imaginás la carita de felicidad que puso cuando nos vió!
¡Fin!
¡Y a mirar televisión que se termina el mundo!
Que mientras exista diversión permanente entrando por el coaxil no habrá nada que nos distraiga y nos preocupe demasiado.
Mientras nos presenten en el noticiero las guerras, los atentados, las inundaciones, las epidemias y los negritos africanos como un selecto muestrario de sufrimiento ajeno, nos iremos acostumbrando a tanta angustia.
Cerquita… porque están en living.
Lejísimos… porque no puedo hacer nada por ellos.
Y te vas acostumbrando.
Te indignás ante el primer caso, te duele el segundo, el tercero te lo tragás y al cuarto ya lo estás esperando porque se demora en llegar.
Así está el mundo, amigos.
Pavoneándose en pantalla plana, mientras nosotros nos indignamos y se nos pasa a una velocidad de 1.024 k.
Con el repertorio de excusas necesarias que nos ayudan a justificarnos: Estaba muy frío para ir, la entrada era cara, justo pasaban la final de Calamuchita y Congo Belga, el cura se manda unos discursos insoportables, mi hijo había sacado una película en el video club, cada vez que voy me manguean, no estoy para perder el tiempo con discusiones eternas, para la próxima avisame con más tiempo, los ultras están pesadísimos, justo arrancó a llover y pensé que lo iban a suspender.
Más que excusas, lo que hemos presentado en los últimos años han sido coartadas para escaparnos de los demás.
Antes había que hacer un esfuerzo para quedarse en casa.
Siempre había alguien que nos chistaba desde afuera.
Ahora el esfuerzo lo necesitamos para decidirnos a salir.
¡No mandaron a guardar!
Y allá fuimos, balando.
Nuestro nuevo modelo de vida incluye velocidad, miedo, desconfianza, inseguridad y superficialidad.
Es la derrota de lo colectivo ante lo individual, adiós al sentido de pertenencia, chau instituciones que nos cobijaban e igualaban por un rato por lo menos a los que tenían más con los que tenían menos.
¿Cuál será ahora el límite del individualismo?
¿Iremos perdiendo también la solidaridad con aquellos a quienes queremos mucho?
Cuando optamos por la comunicación tecnológica sobre la real con las personas de nuestra más cercana familia, cuando preferimos comunicarnos a través de cualquier aparato que tenga cables, cámaras o micrófonos ¿no nos estamos acercando a ese límite tan jodido?
El asiento que no damos en el ómnibus, el tipo que no alcanzamos a ver durmiendo tapado con cartones en 18, nuestro cruce de vereda ante la mujer que se desmaya ¿serán los modelos del trato que utilizaremos con nuestros hijos o nuestros padres dentro de unos años?
¿Cuál es el límite del individualismo?
¿Tiene?
¿Iremos sólo a los lugares santificados por los medios como los shopping, los casinos o los mega espectáculos?
Hemos resuelto encerrarnos, hemos resuelto quedarnos conectados, entubados, asistidos mecánicamente, en coma colectivo y profundo.
Y para hacerla completa, estamos formando a nuestra imagen y semejanza a la próxima generación.
Los estamos educando en la cultura del encierro.
Algunos de nuestros gurises ya nacieron en cautiverio y nosotros le suministramos el Play Station para anclarlos convenientemente.
No hay tiempo para lo colectivo.
Afuera hay inseguridad.
Sálvese quien pueda.
Hacé la tuya.
No hay tiempo para lo colectivo.
Hay que trabajar más que antes porque tenemos que pagar las cuotas de los aparatos que nos mandaron comprar, para ayudarnos a bancar tanta soledad.
Nos guste o no nos guste, somos la generación que resolvió encerrarse y encerrar a sus hijos.
© Marciano Durán - Julio 2007
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