Año III - Nº 112 - Uruguay, 7 de enero del 2005

 

 

 

 

Se debería conocer
y reconocer al estúpido

Fernando Pintos

 

No se ha inventado, todavía, ningún sistema a prueba de estupideces& ¿Y sabe por qué? Pues sucede que los estúpidos son sumamente ingeniosos. ¡No existe nada sobre el planeta que pueda estar a salvo de ellos! Lo cual me recuerda que la estupidez es uno de los atributos humanos más señalados, junto con el habla, la risa y el dedo pulgar. Mirándolo bien, todos somos estúpidos de alguna manera, aunque sea por brevísimos o por muy fugaces lapsos de tiempo& En cierta oportunidad afirmé que la humanidad está dividida en dos clases de seres: una minoría de estúpidos part time y una mayoría de estúpidos full time& Una afirmación de la cual ni me arrepiento ni me retracto. Y junto con aquel pensamiento, también expresaba mi esperanza más ferviente de formar parte del primer grupo& Pero una vez visto cómo se desarrollan mi vida y mis lancinantes relaciones con el sexo femenino admitiré que, desgraciadamente, soy apenas uno más entre la abrumadora mayoría.

Ahora bien, ¿importará eso mayor cosa? La historia de la humanidad es también, en una buena medida, la historia de la estupidez. Por ejemplo, no quienes escribieron la Biblia -que fueron muchos a lo largo diferentes épocas-, sino quienes la editaron en su versión final, esa que conocemos, no advirtieron la incongruencia existente entre aquella Divinidad colérica del Antiguo Testamento y ese Dios de bondad que reaparece en el Nuevo Testamento& ¿Y qué tal ese episodio donde el idiota de Esaú le cede su primogenitura a su hermano Jacob por un vulgar plato de lentajas? En la Grecia pretérita, el Menelao permitió que el listillo de Paris le robase a la bella Helena, y con base en ello armaron una Troya de película (si no, que lo diga Brad Pitt). Y recuérdese que, tras una serie de violentos incidentes, los griegos pudieron acceder a la ciudad, ¡escondidos en la panza de un caballo de madera!& ¿A qué clase de cretinos se le pudo ocurrir la idea de meter semejante mamotreto, tamaño presente griego, dentro de las murallas, para renglón seguido emborracharse en medio de un tremendo jolgorio y después, irse, ¡lo más tranquilos!, a dormir la mona? ¿Será eso una mayúscula estupidez o qué diablos?

En todo caso, la humanidad continuó por el mismo sendero. Galileo fue obligado a abjurar de su teoría heolicéntrica por una corporación de imbéciles; Carlos Marx aseguró que el capitalismo colapsaría antes del finalizar el siglo XIX; Sigmund Freud insinuó que todos los varones padecemos en alguna medida de complejo edípico; Corín Tellado inventó sus famosas novelitas y, ya en nuestros días, un tal doctor Simon se ha puesto a explicar que es una pena que el planeta esté tan despoblado, con apenas seis mil millones de seres, entre quienes figuran muchos que sólo sirven para hacer daño, pongamos por caso a los políticos latinoamericanos.

Nunca se ha hecho el elogio del estúpido, ese anónimo y perseverante personaje que diariamente coloca su granito de arena -o de estupidez- para que el mundo continúe mal o siga todavía peor& Pero sí se ha escrito acerca de ellos. Uno de los libros más interesantes y recomendables a ese respecto es THE NATURAL SCIENCE OF STUPIDITY, de Paul Tabori, con varios ejemplos de antología. Uno de ellos se refiere a la comuna suiza de Glurn y ocurrió en 1519, cuando los habitantes del vecino pueblo de Stilfs llevaron a juicio a los ratones del campo, quienes causaban daño considerable. El proceso, de bombos y platillos, culminó en 1520 con fallo irrevocable: &las bestias dañinas conocidas como ratones de campo, serán conjuradas a marcharse de Stilfs en el plazo de catorce días. Y los ratones -esos antisociales de tiempo completo÷ desacataron descaradamente la sentencia& Tal cual era previsible.