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Recordando las prácticas propagandísticas marxistas a través de una película perversa
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por Fernando Pintos |
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Existió toda una campaña orquestada en el mundial por el marxismo, para vestir al gobierno totalitario que fue ejercido desde 1979 en Nicaragua por la Junta Sandinista de Gobierno, con los castos ropajes blancos (níveos, puros, impolutos) de la validez institucional; de la esencia democrática; del intrínseco amor y respeto por toda la vasta y compleja gama de los derechos humanos...
Ésta campaña, rigió perfectamente orquestada y ejecutada, desde que en julio de 1979 aquellos supuestos demócratas del Frente Sandinista de Liberación se hicieron con el gobierno de Nicaragua, derribando al de Anastasio «Tachito» Somoza Debayle y terminando así con cuatro décadas de poder para la familia Somoza en ese convulsionado país centroamericano
Cuando tal sucedió, todo el mundo echó campanas al vuelo, esperando una nueva época de democracia y dignidad para todos los nicaragüenses, y muy pocos prestaron oídos a quienes, con muy sólidos argumentos, expresaban que Nicaragua estaba trocando una dictadura por otra, y que allí lo único que cambiaría iba a ser el signo del despotismo, así como algunos de los métodos para ejercerlo. En una palabra, salir de la «Banana Republic» para caer en una dictadura marxista leninista, de acuerdo al modelo y los esquemas impuestos en la región por la Cuba castrista, a partir de 1959.
Pocos optimistas prestaron atención al hecho de que, solamente en los primeros meses de 1979, la Cuba de Fidel Castro suministró más de 500 toneladas de armas al Frente Sandinista. Ni parecieron caer en cuenta que todos los líderes militares del Frente Sandinista, excepción hecha del socialdemócrata Edén Pastora, eran comunistas confesos, totalitarios declarados y, en muchas oportunidades, verdaderos mesiánicos y psicópatas, como el famoso Carlos Fonseca Amador, feroz antiliberal y cipayesco títere moscovita. Con gran inteligencia, los sandinistas se habían escudado en un «amplio frente» (el adjetivo «amplio» parece fascinar a los marxistas de todas las latitudes), en el cual figuraban personalidades no comunistas de todo signo, como elementos tranquilizadores para los gobiernos occidentales.
Al igual que lo había hecho Castro en Cuba, 20 años atrás, los sandinistas de 1979 establecieron un gobierno doble. El núcleo central de guerrilleros comunistas de máxima confianza se apoderó de los verdaderos instrumentos de poder: el ejército, las milicias, la policía secreta, los «tribunales revolucionarios» y las nuevas organizaciones de masas. En el ínterin, mantuvieron a sus aliados democráticos muy ocupados con tareas formales y en instituciones carentes de fuerzas directa, como el Consejo de Estado y los ministerios de Gobierno. Esa astuta táctica les permitió afirmarse en el poder, tomar la sartén por el mango y luego, una vez que los demócratas estuvieron totalmente inermes y desprotegidos, comenzaron las purgas, las ejecuciones sumarias (previa farsa sangrienta del pasaje por los «tribunales revolucionarios»), las deportaciones, los exilios, las encarcelaciones en sucias e innobles mazmorras...
Es que, pocas semanas después del asesinato de Somoza, había llegado el momento de la represión. El terrible, el inaceptable momento que siempre llega en todos los regímenes de corte totalitario, llámense marxistas, nazis, comunistas, fascistas, «democracias sociales» (así se auto nominaban los regímenes títeres en la Europa oriental comunista), «revoluciones progresistas».
De la misma natural manera que a los seres humanos les crece el cabello y las uñas, a los regímenes totalitarios les florecen los aparatos represivos y los apetitos de la represión... Y al igual que las arquetípicas madres castradoras, comienzan de a poco, y tratando de hacer pocos ruidos (por el «qué dirán» de los vecinos). pero luego continúan, in crescendo, hasta transformar a la víctima propiciatoria en un lamentable guiñapo, un pingajo trágico, una caricatura irreconocible de lo que era o hubiese podido ser. De esa misma manera, los totalitarismos —una vez implantados, y frescos todavía— comienzan a generar la producción principal de sus ruines existencias. Y no se trata de camiones, ni de tanques, ni siquiera de bayonetas (ya que la manteca es mejor ni mencionarla).... Nada de eso. Es algo bastante más simple, barato y efectivo: las metafóricas patadas en el trasero.
Los gobiernos totalitarios son especialistas en producirlas y aplicarlas, si bien en cantidades industriales. Primero, para el consumo interno (porque, como es bien sabido, la caridad bien entendida empieza siempre por casa). Y es ahí donde la población del país afectado por el germen totalitario comienza a recibir generosas raciones per cápita y por día. Pero luego, una vez comprobada la bondad del producto, vienen inmediatamente las patadas for export, generalmente destinadas a países limítrofes o cuando menos cercanos. El hecho de que algunos inadaptados reaccionen contra tal generosidad de consumo interno y de exportación, es un factor secundario, que siempre los zares del marketing internacional del puntapié han sabido acallar o disimular mediante arrolladoras campañas de relaciones públicas; contando con el apoyo de agrupaciones de intelectuales masoquistas y de entusiastas públicos de glúteos previa y sagazmente anestesiados.
Nicaragua (¡faltaba más!), no podía hacerlo una excepción a las reglas. En agosto y septiembre de 1979, los sandinistas lanzaron una brutal campaña contra los sindicatos socialdemócratas y demócrata-cristianos, tratando de erradicarlos y sustituirlos por otros de tendencia comunista. A fines de septiembre de 1979, también comenzaron a aislar progresivamente a los grupos democráticos, con el propósito de ponerlos bajo total control, mientras los utilizaban para dar una falsa imagen favorable que, a nivel internacional, les proporcionó (hasta fines de 1982), 1,600 millones de dólares en créditos concedidos por naciones del bloque occidental. Llegando a agosto de 1980, se declaró públicamente que recién en 1985 se celebrarían elecciones, pero que éstas no serían «burguesas», sino que debía simplemente servir para ratificar el proceso revolucionario. Para diciembre de 1981, comenzaría a destruir los pueblos de indígenas protestantes de habla inglesa (los misquitos). Cuarenta pueblos fueron arrasados, y 15,000 indígenas lograron huir a Honduras. Los demás resultaron masacrados o terminaron recluidos en campos de concentración.
Y vino también la represión y censura sistemática contra la prensa no comunista. Y vino el rearme. En la época de Somoza, la Guardia Nacional contaba con 9,000 hombres antes de 1977 y con 15,000 en los momentos más álgidos de la lucha. Pero ya en 1981 el sandinismo tenía 30,000 soldados en armas (esto es, regulares en servicio activo), a lo que hay que agregar unos 60,000 en reserva activa y milicias. Se contaba con 36 nuevas bases militares, y el país iba encaminado de ser la segunda potencia militar del continente, después de la Cuba de Fidel Castro. Además, diez mil asesores cubanos y varios miles más de la URSS. y sus satélites europeos inundaban todos los organismos estatales de importancia estratégica. Y, lo más importante: desde aquel inofensivo «paraíso» centroamericano salían, con rumbo a El Salvador, Honduras y Guatemala, todos los armamentos que se recibían desde Cuba y Europa oriental para alimentar actividades subversivas. Bonito país, la Nicaragua sandinista de Daniel Ortega and Company.
La campaña realizada a nivel de los medios de comunicación para tratar de ocultar todas aquellas verdades que rompían los ojos, se ramificaba a través de distintos medios: radio, televisión, agencias de prensa, diarios, revistas, semanarios, conferencias, seminarios, películas... Hasta mediados de la década de 1980, en Uruguay se había recibido una densa cuota de veneno a través de todos aquellos semanarios tan «demócratas» (al menos se llenaban la boca con la palabra democracia) que, extrañamente, dedicaban cada dos o tres números extensos artículos, reportajes o «informes especiales» dedicados a demostrar a sus lectores la pobreza democrática, el oscurantismo y las obscenas intenciones de potencias imperialistas como Estados Unidos, que «conspiraban aviesamente» contra los buenos muchachos del gobierno comunista nicaragüense.
Recordemos bien claramente aquella asquerosa «prensa de apertura» que pululaba (no se sabe con qué nutridos financiamientos, aunque sí se puede sospechar al respecto).
Como ustedes imaginarán, toda aquella interesada alharaca no era ni una ratificación de la santidad de la junta sandinista, ni una impactante casualidad (¡caramba!, casi todos los semanarios y revistas del humor del país, insistiendo con el mismo tema!),… Simplemente, sucedió que había mal olor en Dinamarca (perdón, debí decir «Nicaragua») y que, de acuerdo con todas las apariencias, se trataba de un insoportable tufo ruso. Una acentuada peste de osos ruso Y también de micos. De micos por supuesto cubanos.
Y eso era lo que teníamos hasta el momento: la incoherente y zafia retahíla de artículos pseudointelectuales y pseudos-periodísticos (porque son absolutamente falsos y deformantes de la realidad), girando sobre el mismo tema recurrente. Pero claro que hubo más. Por ejemplo, una película americana que se tituló «Under Fire» (Bajo fuego). Veamos quién la recuerda (no será difícil, porque de vez en cuando la pasa algún canal del cable).
La película comienza en el entorno caotico de la guerra del Chad, pero pasa rápidamente a Nicaragua, hacia donde confluyen los tres integrantes de un típico triángulo amoroso: fotógrafo joven free lance, de grandes condiciones profesionales y exitosa carrera ( Nick nolte); treintañera reportera radial más o menos exitosa, pero (eso sí), lo suficientemente marxistizada (Joanna Cassidy); y veterano corresponsal de prensa a punto de saltar a la televisión neoyorquina (Gene Hackman). Están entonces los tres en ese país de «buenos hoteles y de comida barata», para asistir a los últimos días de la dictadura de Somoza (a quien llaman equivocadamente «Tacho», cuando era en realidad «Tachito»), y llevar una visión de aquel conflicto a sus respectivos medios de comunicación.
A partir de ahí, lo que plantea la película, en un velado estilo de dialéctica cinematográfica marxista, es la progresiva «toma de conciencia» de la pareja central (el veterano Hackman, utilizando también una lexicografía típicamente comunistoide, ha sido rápidamente dejado de lado para dar lugar al idilio Nolte-Cassidy), acerca de que: a) están presenciando una genuina rebelión popular (esto es, del 100 por ciento del pueblo, lo cual es una asquerosa mentira); b) Somoza es un dictador racista y malvado; c) todos los que están con Somoza, son intrínsecamente perversos; d) la CIA está presente en todas partes, aportando su cuota de iniquidad; e) los sandinistas son todos demócratas, nobles, valerosos, abnegados, humanistas en esencia y, más que nada «poetas» (es una « revolución de jóvenes poetas», disparatea en cierto momento uno de los personajes, y esto basta para preguntarse si la esencia de la poesía no será la violencia sistematizada al servicio de potencias imperialistas como la URSS... Un concepto que de seguro cambiaría la historia de la literatura universal, para transformarla en un gigantesco matadero); f) estos «héroes» revolucionarios luchan en inferioridad de condiciones contra el todopoderoso «Tachito», porque carecen de armas (y en ese momento uno sospecha, azorado, que los cubanos pueden haber muy bien haber estado enviando a los sandinistas pitos, matracas y gorritos de papel, en lugar de armas); g) El despótico gobierno fascista de «Tachito» Somoza estaba recibiendo constantemente cantidades industriales de armas de Estados Unidos; h) la existencia de mercenarios asesinos que —¡malvados ellos!— se dedican a matar sandinistas sin ton ni son (en lugar de felicitarlos, palmearles la espalda y preguntarles, «¿Y cómo fue que hicieron el truco del osito?»… O sea, los torpes y malvados guardias de Somoza, que se dedican a jugar al tiro del pichón con los reporteros americanos; y j) …esos sandinistas que tratan a la prensa con todas las consideraciones propias no de una guerra, sino más bien de un torneo de rummy-canasta… Y que, además, hasta en la perpetración de actos terroristas, se manifiestan buenos, nobles, generosos, humanos y sacrificados.
Esta línea temática pues, se define muy clara y muy especialmente en una peligrosa dicotomía totalizadora, entre buen buenos-buenos y malos-malos. Dicotomía en la cual los buenos son los «democráticos» sandinistas, y los malos son, ¡por supuesto!, los «fascistas» de Somoza.
Y, primera laguna importante: ni los sandinistas fueron nunca «demócratas», ni los somocistas eran «fascistas». La de Somoza era una tiranía dinástica de 40 años, un régimen de facto, una dictadura tropical de signo derechista si quiere... Y también era (aspecto positivo), un régimen anticomunista a ultranza... Y además, era una sociedad de gran vigor económico, y el mismísimo eje del Mercado Común Centroamericano… Pero, en cuanto a lo de «fascista», ni lejos. Ese señalamiento surge de la dialéctica típica del marxismo, siempre listo para endilgar tamaña etiqueta, indistintamente, a todos aquellos que no bailan al son de su musiqueta, es decir: a quienes no son ni quieren ser marxistas.
Segunda laguna: la película demuestra una completa pérdida en la ética profesional de los protagonistas, la cual llega a través del ya mencionado proceso de «concientización». El fotógrafo, por ejemplo, pasa rápidamente de sus dudas a la participación activa a favor de los guerrilleros, y ayuda a perpetrar un gigantesco engaño propagandístico que —en la película, claro—, precipitará los acontecimientos a favor del sandinismo. Se sabe bien que, en ciertos aspectos, la ética periodística tiene puntos de contacto con la actividad eclesiástica. Este contacto está parcialmente referido al mantenimiento del secreto profesional, y también a la sincera objetividad con que ciertos espinosos asuntos (sobre todo aquellos de índole política o ideológica) deben ser manejados. La parcialidad en el momento de informar puede producir informaciones deformadas, prostituidas, divorciadas de la realidad. Y lo que deriva de ello es una incalificable estafa para con el público, con los medios de comunicación y con la misma ética profesional. Ahora bien: ¿qué tan malo podría ser, entonces, usufructuar todo el poder de los medios de comunicación occidentales para influir en el resultado de una revolución que termina entronizando en el poder a una dictadura comunista? Una actitud de este tipo, es realmente baja, ruin, abyecta. Y es precisamente lo que muestra «Under Fire»; el patético «héroe» interviene para facilitar la victoria de los sandinistas contra Somoza. Y entonces, al igual que un médico dedicado a mercar con el aborto o que un abogado especializado en liberar asesinos y secuestradores, ya no es un héroe, sino un vil rufián.
La tercera laguna, tiene que ver con la burda, la infantil presentación de los «malos» somocistas, no ya como simplemente malvados sino, para colmo, como rematados imbéciles. En la película de marras —tan parecida en algunos aspectos a la asquerosa «Salvador» de Oliver Stone—, tienen todos los somocistas cara de malos, hablan a los gritos, insultan, matan y golpean gratuitamente, y sólo les faltaría robar abusivamente los biberones de tiernos infantes. La caricatura es, en una palabra, total. Y por tanto, excesivamente grotesca. Hasta para atacar hay que tener un poco de moderación y otro poco de inteligencia. Pero es sabido que la inteligencia se exilia ante las visiones totales y parcializadas de situaciones, acontecimientos y personajes. Y este parece haber sido el caso en «Under Fire» (al igual que en «Salvador»). Porque las visiones totales son propias y exclusivas de totalitarios. Tan totalitarios como los sandinistas, o sus amigos del mundo comunista.
Pese a todo, «Under Fire» podría anotarse algunos puntos a favor si se consideran ciertos aspectos, incluso algunos que tienen que ver con la línea argumental. Una cosa es evidentemente verídica, entre las tantas —equivocadas o no— que la película muestra. Y ella ha sido la actitud criminalmente parcial de la Prensa americana, favoreciendo amplia y abiertamente a los sandinistas y perjudicando por contrapartida a sus enemigos.
En base a esta consideración, se puede llegar a concluir que, si la Guardia Nacional andaba a los puntapiés con los periodistas estadounidenses, no le faltaba razón para hacerlo. Solamente la monstruosa y flagrante intervención que tiene el fotógrafo protagonista, favoreciendo a los sandinistas, estaría validando cualquier represalia (inclusive el fusilamiento sumario), por bárbara que pudiera parecer. Porque la guerra es la guerra, y al enemigo se le debe neutralizar o eliminar. Esas son las reglas del juego. Y este fotógrafo «concientizado» participa en un acto de guerra decisivo, haciéndose pasible de cualquier represalia.
El apoyo al sandinismo por la prensa «liberal» americana fue tan flagrante, que a cualquier observador imparcial con sentido crítico podría haberle provocado un ataque de náuseas. Buena cuota de culpa tuvo aquella prensa «liberal» estadounidense en la tiranía comunista que sufrió el pueblo nicaragüense. Por ello ha sido positivo que, siquiera entre líneas, «Under Fire» haya traído a colación el uso irresponsable de los medios de comunicación para variar el destino de ciertos países y para entronizar al comunismo, a manera de inmenso quiste sobre los respectivos pueblos.
De manera tal, que cuando le sea posible vuelva a ver «Under Fire» y hágalo con mirada crítica. Y si es posible, también eche un vistazo a otros productos de similar calidad ponzoñosa, como el «Salvador» de Oliver Stone, fascista en una época y después comunista de barricada, a cuenta de las dádivas del asqueroso Establishment «liberal» norteamericano.
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