La progresividad en los impuestos y un fuerte aumento del gasto público, especialmente mediante planes asistenciales y la proliferación de subsidios, no ayudan a mejorar la situación de los pobres. Por el contrario, sólo agravan las mismas circunstancias que pretenden solucionar.
En la actual campaña electoral tanto el presidente Kirchner como su esposa han manifestado, con su habitual iracundia, que van a producir una profunda redistribución del ingreso entre todos los argentinos después del 23 de octubre de 2005.
Pero, por una extraña paradoja, cuanto mayor empeño ponen en ese objetivo, tanto más se les diluye, porque la desigualdad social aumenta con las medidas que pretenden reducirla. Hoy, la concentración de riqueza alcanza dimensiones obscenas. Hay una brecha 38 veces mayor entre las rentas de los más ricos y los más pobres.
Esta infortunada consecuencia es una ominosa sombra que persigue a los gobiernos justicialistas de todas las vertientes: la derecha pseudoliberal mercantilista, la izquierda montonera progresista y la tercera posición corporativo-populista.
Cuando en 1946 el entonces coronel Juan D. Perón llegó al poder, la brecha entre ricos y pobres en Capital Federal y Gran Buenos Aires era de 7,8 veces. Después de 60 años de declamada política social en favor de los más necesitados y de leyes laborales en defensa de los trabajadores, esa brecha se amplió a 38 veces. Es imposible representar con mayor contundencia el fracaso del empeño por crear la comunidad organizada imponiendo la doctrina de la justicia social.
Para solucionar el problema es crucial entender por qué se produce este resultado cuando intentan hacer lo contrario.
Tanto el presidente como su entorno en el Frente para la Victoria y todo el espectro político creen a pies juntillas que para eliminar las diferencias entre pobres y ricos hay que aplicar la infalible receta de la progresividad en los impuestos y un fuerte aumento del gasto público, especialmente mediante planes asistenciales y la proliferación de subsidios para contener los costos de servicios esenciales. De esta manera piensan seducir a las masas creyendo que pueden mejorar la posición relativa de los indigentes.
Sin embargo, este esfuerzo no sirve para nada. Por el contrario, agrava las mismas circunstancias que piensa solucionar.
Uno de los primeros gobernantes progres del mundo fue David Lloyd-George, político británico fallecido en 1945, líder de centro izquierda del partido liberal que impulsó profundas reformas sociales cuando fue nombrado canciller del Exchequer entre 1908-1915. Lloyd-George argumentó que la naturaleza no concede al hombre ningún poder sobre sus bienes terrenales más allá del período de su vida. Toda facultad que posea para prolongar su voluntad tras su muerte, disponiendo de la propiedad mediante el testamento, es pura creación de la ley. El Estado tiene el derecho de prescribir las condiciones y limitaciones bajo las que pueda ejercerse esa facultad hereditaria.
Inspirado en esos principios progres, Lloyd-George estableció un impuesto progresivo y confiscatorio sobre el valor público de la tierra y la herencia inmobiliaria. Intentaba reducir la enorme brecha existente entre lores y mendigos. En pocos años, los patrimonios de los terratenientes fueron a parar a manos de una nueva clase social: financistas, banqueros y hombres de negocios. La renta cambió de manos pero la curva de distribución de los ingresos quedó intacta y la brecha entre ricos y pobres se mantuvo constante pese al discurso de la progresía.
A los nuevos ricos fue imposible confiscarles la propiedad porque sus pertenencias constaban en papeles comerciales -bill of exchange, bank drafts, letters patent y accountant register- emitidos al portador y transferibles por la simple entrega.
En esa misma época, un eximio economista italiano, Wilfredo Pareto, que enseñaba en la Universidad de Laussana, Suiza, perplejo por lo que sucedía en Inglaterra, se dedicó a encontrar explicaciones al fenómeno de distribución del ingreso bajo diferentes sistemas económicos: comunismo, socialismo, corporativismo, intervencionismo, laissez-faire y capitalismo.
Su análisis quedó plasmado en teoremas matemáticamente demostrados que siguen teniendo una absoluta vigencia en la actualidad, como lo ha demostrado Geoffrey Brennan, colaborador del premio Nobel James Buchanan.
La famosa ley de Pareto sobre distribución del ingreso nos dice: Una mejor distribución del ingreso sólo puede producirse cuando el ingreso global de la sociedad crece más que la población a condición de que no aumente el gasto público. Cuando la productividad global aumenta más velozmente que el incremento de la población, siempre que no se aumenten los impuestos, se podrá comprobar un aumento en las rentas más bajas y una mejor distribución del ingreso.
Actualizando ambos teoremas, Geoffrey Brennan enunció un tercero: Cuanto más crezca el gasto público como porcentaje del PBI, tanto menor efecto tendrá la progresividad impositiva sobre la renta y el capital, excepto que el sistema económico pierda eficiencia y productividad.
Aquí está condensado el conocimiento científico sobre este tema. Cuando se aumenta desorbitadamente el gasto público, como sucede hoy en la Argentina, puede incrementarse el Producto Bruto Interno (PBI) porque ese gasto forma parte integrante precisamente del cómputo estadístico del producto, pero se produce un crecimiento empobrecedor.
Las razones son simples. A partir de un cierto porcentaje del PBI, el gasto público debe financiarse recaudando impuestos sobre el consumo que hacen los mismos pobres a quienes se entregan planes sociales. Por otro lado, cuando el exceso de gasto público se financia emitiendo letras y bonos, los mismos son tomados por la población de mayores ingresos y tanto por la renta producida como por las exenciones otorgadas mejoran sustancialmente su posición relativa respecto de los pobres. Además, las inversiones en obras públicas -hechas sin ton ni son con la chequera presidencial- terminan pagando facturas de proveedores, contratistas o propietarios de equipos quienes mejoran sustancialmente sus ingresos con respecto a los pobres y, simultáneamente, generan beneficiarios espurios para algunos operadores mediante los sobreprecios que se cargan a las licitaciones.
Los progres debieran comprender que la única forma de mejorar la distribución del ingreso consiste en dejar más dinero en el bolsillo de la gente (reforma impositiva), en reducir las partidas de los gastos públicos deplorables (reforma del Estado), en alentar la creación de puestos de trabajo eliminando trabas, cargas sociales y juicios laborales (reforma laboral) y en aumentar la inversión de capital por obrero ocupado (desregulación y respeto a la propiedad privada).
Cuanto un gobierno progre más aumente los impuestos, más incrementará la pobreza. Y cuanto más eleve los gastos públicos, mayor será la concentración de la riqueza y más aumentará la brecha entre ricos y pobres.
El progresismo tiene un velo de ignorancia: es un eufemismo que sirve para consolidar la situación social de los más ricos creando una valla infranqueable donde los pobres pierden todas las posibilidades de ascenso social.
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