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Año V Nro. 272 - Uruguay, 8 de febrero del 2008   
 

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Julio Dornel

Santa Teresa: Un libro para Horacio Arredondo
por Julio Dornel

 
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            No es común, pero suele suceder que en el transcurso de los siglos surjan hombres singulares que por distintas razones, embellecen con obras algunos lugares que terminan ocupando un sitio de relevancia y de interés nacional.

            La preocupación y la dedicación de don Horacio Arredondo por la creación de esta obra que integra los Parques Nacionales de Santa Teresa y San Miguel y la restauración de los fuertes, merece un sitio destacado en la historia de nuestro país.

            Al margen de la obra mencionada y a la cual dedicó la mayor parte de su vida, enalteció al país  con sus virtudes cívicas y su cultura superior.  El empeño y la visión de este hombre excepcional hicieron posible esta realidad que realza permanentemente el nivel turístico del norte rochense.

            Ha sido Miguel Martínez en su prologo de SANTA TERESA DE ROCHA quien ha definido mejor la personalidad  del forjador de esta obra maravillosa, como una ofrenda gratitud a cambio de tanto beneficio recibido.  “Tú y esta tierra huraña de Santa Teresa  están definitivamente consustanciados. No es posible mirar estos paisajes sin que lo más acendrado  de tu alma se traduzca en las piedras del Fuerte, en los bañados y en las dunas que lo circundan.  Hace 20 años que cruzaste por primera vez la Angostura, en una jornada penosa desde San Carlos a la Fortaleza. Fue tu primer viaje y fue también tu primera angustia.  Las depredaciones habían dejado su huella brutal en la severa reliquia  histórica, olvidada por los hombres civilizados. Del grave portal de entrada  solo quedaban los fuertes goznes herrumbrosos; los sólidos bastiones y los sillares labrados que se abrían en anchas y profundas grietas por donde se estiraban los fuertes brazos de los árboles silvestres. Dentro del Fuerte, entre la espina de cruz se recogía de noche el ganado chúcaro y las dunas en continuado avance  envolvente, subían ya por los flancos del cerro en cuya mayor elevación se asienta el gran pentágono de piedra.  Era una cosa perdida y olvidada esta Fortaleza cuando tendiste el arco de tu voluntad  sobre sus muros para arrebatarla de la mutilación. Sin embargo no limitaste  tu esfuerzo a la restauración de la Fortaleza. Sentiste otra inquietud.  Quisiste que sobre esta tierra áspera, encerrada entre el mar y los bañados se levantase también cerca de la monumental obra de piedra, el verde fresco de las plantaciones. Y levantaste más de un millón de árboles. Nadie podrá medir con exactitud  tu esfuerzo en los diseños preliminares  de este inmenso parque en formación. Nadie logrará abarcar la síntesis de tus grandes entusiasmos y también tus grandes dolores  en el ajuste de esta obra exclusivamente tuya, cuya imponente belleza definitiva  no alcanzaran a ver tus pupilas, porque la vida humana corre más a prisa  que este lento crecer del vegetal sobre arenas ya fertilizadas y fijas”.

Esto Sucedió el 10 de julio de 1935 

           En otro de los capítulos del libro Miguel Martínez  relata magistralmente una caminata realizada con don Horacio el 10 de julio del año 1935: “ Habíamos salido temprano de la Fortaleza, para recorrer aquél barrancal por cuyas piedras corren las aguas entre los débiles troncos de los aromos plantados por ti. Andábamos a pié y aspirábamos la fragancia penetrante de la flor de las acacias. Tú examinabas el conjunto de árboles, te inclinabas sobre un tallo, sobre otro; parecía que te obstinabas  en penetrar en la secreta vida de las raíces  y me revelabas en forma  bien perceptible, como esa masa arbórea incipiente daría con el correr de los años, realce y vida al barranco y como aquel trecho de tierra baldío  entre la arboleda, se convertiría  formando ya el monte, en un arco de luz al mar cercano y al cielo distante. Pero de pronto, mientras avanzabas despacio, enmudeciste y detuviste el paso frente al despojo de un cedro muerto. Miré el pequeño árbol muerto y luego volví los ojos hacia ti. Apenas musitaste....y no me dijeron nada. Fue más bien un balbuceo. Y permaneciste allí junto a las ramas color de sepia de aquel cedro muerto, con el dolor concentrado y silencioso de una despedida definitiva.  Estos árboles son tu posesión y tu cárcel.  Tú vida está concentrada en estas limitaciones verdes. Nunca más podrás salir de sus lindes porque los demás horizontes del mundo no tienen sentido cabal para ti.  Yo se que quisieras abrigar la certidumbre anticipada de reposar para siempre, llegada la hora, junto a estos árboles queridos. ¡¡  Y que bien reposarías Horacio Arredondo al pié de una acacia florida.”
 
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