Derecho a opinar
por Eduardo García Gaspar
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En las discusiones diarias es frecuente escuchar eso de “yo tengo derecho a mis opiniones”. Así se dan por terminadas discusiones que eran promisorias y se termina en una situación de terquedad personal que a nada provechoso lleva. Es una mala aplicación de la libertad de expresión, que usada de manera errónea lleva a concluir que lo que cada persona dice es objeto de tanto respeto que no debe ser tocado. Peor aún, lleva al relativismo insostenible de creer que cada persona tiene su verdad y que es de mala educación demostrar lo contrario.
El tema es tratado de manera breve y concisa por Whyte, quien argumenta que el derecho a opinar es usado de manera equivocada y con malos resultados. Las opiniones, después de todo, no son todas ciertas y el derecho a opinar podría ser equivalente al derecho a creer que es verdadero lo falso.
La idea tratada en esta carta fue encontrada en Whyte, Jamie (2005). CRIMES AGAINST LOGIC : EXPOSING THE BOGUS ARGUMENTS OF POLITICIANS, PRIESTS, JOURNALISTS, AND OTHER SERIAL OFFENDERS. New York. McGraw-Hill. 0071446435, The Right to your own opinion, pp. 1-10. El título del libro bien describe su propósito, el de poner en tela de juicio errores de pensamiento y lo hace, desafortunadamente, con un tono que mezcla ingenio y enojo; es esa irascibilidad la que echa a perder lo que de otra manera sería una obra destacable.
¿Se tiene derecho a las opiniones propias? Así inicia el autor el planteamiento de su tesis, con alguna dosis de burla. Por ejemplo, la Corte Europea de Derechos Humanos ha declarado que las personas tienen el derecho a dormir en paz, lo que mueve al autor a pensar en demandar dentro de unos años a su ahora pequeña hija.
La realidad, dice Whyte, es que no se tiene derecho a nuestra opinión. Se ha repetido tanto que lo creemos cierto, pero es falso. Y aunque ese derecho fuera real, sería irrelevante. Este es el comienzo de una exposición que reta la sabiduría convencional.
Antes de demostrar que el derecho a la opinión propia es falso, el autor examina su irrelevancia. En muchas conversaciones, el uso de ese derecho equivale a una falacia. Una persona cualquiera tiene una opinión acerca de un tema, el que sea, con la que otra persona está en desacuerdo. Ambas intentan convencerse mutuamente sin éxito terminando al final con una conclusión: cada quien tiene derecho a su propia opinión.
En realidad al decir eso lo que se ha hecho es cambiar el tema de conversación. Ya no se habla del tema original que originó la discusión, sino de otro muy distinto. El mismo objetivo se hubiera logrado si en vez de decir que se tiene derecho a una opinión se hubiera dicho que las ballenas son de sangre caliente. La falacia es evidente una vez que se señala, dice Whyte.
A lo que agrega que si las opiniones que alguien sostiene son falsas, ese derecho a opinar no puede ser usado para terminar una discusión. No tiene sentido hacerlo. Si la persona argumenta algo defendiendo su opinión, la verdad de esa opinión es independiente de su derecho a opinar. El poder decir algo sobre un tema no tiene efecto sobre la verdad de lo que se dice. El derecho a opinar no añade información nueva a la discusión ni puede ser un argumento de defensa de la opinión sostenida. La verdad no puede serlo teniendo como causa que yo lo crea; es independiente de mis opiniones.
Usar el argumento del derecho a opinar para defender lo expresado por una persona, tiene dos problemas. El primero, dice el autor, es que eso es ridículo. En segundo lugar, el derecho a opinar no ayuda a solucionar quién tiene la razón en una discusión. Incluso en el caso de reclamar el derecho a tener opiniones verdaderas, ese derecho sería violado continuamente al tener opiniones falsas y para determinar su falsedad sería necesario averiguar la verdad del tema tratado.
Siendo un derecho tan absurdo, hay que explicar la razón de su popularidad. En términos legales, el derecho se interpreta como el poder expresar las ideas que queramos, así sean las menos sólidas. Pero también hay una interpretación epistémica, la relacionada con el conocimiento exacto, disciplinado y sistemático, en oposición a las meras opiniones personales. Es el sentido de los argumentos sólidos, de la evidencia y de las pruebas. Este derecho epistémico no es universal, es algo que se gana en lo personal.
Esas dos interpretaciones del derecho a opinar están muy alejadas una de otra, pero en la práctica se mezclan de la manera siguiente, con un razonamiento que dice sí:
1. Si alguien tiene derecho a opinar, entonces su opinión está fundamentada.
2. Las personas tienen derecho a opinar.
3. Por tanto, las opiniones de las personas están bien fundamentadas.
Es un ejemplo precioso de la falacia de la equivocación: confundir el significado de una palabra, que tiene dos acepciones. Ahora es fácil ver que en el sentido epistémico el derecho a una opinión es erróneo. Esto ocasiona que se impida el libre flujo de ideas y su examen razonado. Las personas pueden llegar a creer que sus opiniones son sagradas y que ellas merecen respeto por parte del resto. Si se argumenta en contra de esas opiniones, se sienten ofendidas sin considerar que pueden estar equivocadas.
Es como una cultura de precaución que obstaculiza el camino a la verdad. Por esto, importa que se muestre la falsedad de ese derecho a tener opiniones propias.
Para completar la idea, es necesario entender que los derechos implican obligaciones: los derechos están definidos por las obligaciones que llevan de manera implícita. Esto es lo que el autor examina a continuación.
- ¿Tu derecho a opinar me obliga a estar de acuerdo contigo? La respuesta es negativa: no podría existir la obligación mutua de que yo también puede tener mis opiniones propias.
- ¿Tu derecho a opinar me obliga a escuchar tus opiniones? Tampoco. No hay tiempo y podrían imponerse deberes imposibles de cumplir.
- ¿Tu derecho a opinar me obliga a dejar que la conserves? Esto es lo más cercano a lo que se quiere decir cuando se argumenta el derecho a opinar. Es lo que se hace para defender la posición propia cuando se está a punto de perder en una discusión. Es el punto más débil y por eso el de mayor probabilidad de ser aceptado.
No tenemos en realidad la obligación de dejar que los otros conserven sus opiniones. De hecho tenemos la obligación opuesta, la de intentar cambiarlas. ¿Cómo no decirle a una persona que no cruce la calle, aunque ella crea que sí puede, cuando no ha visto que viene un coche? No hay violación de derechos, al contrario. Lo mismo sucede en otros campos, si es que la persona está interesada en conocer la verdad.
Pero sucede que algunas personas pueden no estar interesadas. Ellas preferirían que sus opiniones fuesen verdad y su error no tiene costo para ellas. Cuando se oye eso de “tengo derecho a mis opiniones” lo que se escucha es una petición: es de mala educación insistir en el tema y no les interesa saber si es verdad lo que piensan.
NOTA DEL EDITOR • Quizá el tema puede ser visto de manera complementaria examinando a la libertad de expresión como el reclamo de poder hablar sin limitar el mismo derecho de los demás. Poder hablar no implica decir cosas razonables ni verdaderas, por lo que la libertad de expresión debe ser separada: lo que yo diga no es verdad por el hecho de que lo diga. Y la libertad de expresión lleva implícita el deber de tener ideas fundamentadas en razonamientos sólidos; si se olvida esta obligación, la libertad de expresión no es más que un capricho.
•El razonamiento anterior puede conducir a un error en el planteamiento. Si se hace la pregunta de quién tiene la verdad, el tema se vuelve uno de poder entre personas que se imponen unas a otras. Nadie puede poseer la verdad. Ella es externa a las personas y se descubre. Las opiniones de unas personas, por tanto, pueden estar más cerca de la verdad que otras.
Gentileza de : Contrapeso.Info |
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