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Todo el volumen
por Fernando Pintos
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Vivimos en el mismísimo epicentro de una época extraña. Habitamos un universo que justo sobre la huella de cada instante incrementa su reprobable hostilidad. Cada día que transcurre el ruido acrecienta, en tanto que a manera de perversa compensación las letras disminuyen. Y como es lógico, el ruido tiende a degenerar en cacofonía, porque es tradición del ser humano buscar los extremos con morboso tesón. He ahí, entonces, que los momentos de cacofonía se tornan cada vez más frecuentes y prolongados. Y no sólo reniegan ser esclavos de la tranquilidad o cómplices del silencio: también defienden su derecho a existir y expandir con esa particular virulencia que sólo puede generar un instinto de conservación exacerbado. Si la religión de la Era Moderna fue el Racionalismo, en nuestro agitado y confuso universo posmoderno sobresale y domina una fe fanática en el bullicio. Según David Lyon, la Modernidad existió entre dos acontecimientos traumáticos que estuvieron separados exactamente por 200 años: la caída de la Bastilla (1789) y la caída del muro de Berlín (1989). Después de esto último, irrumpió la Posmodernidad. En una palabra: consummatum est.
Suprema ironía: la fe sin barreras que anima a los adoradores del ruido no es premiada con una vida eterna post mortem, pero —supongamos que ello sea alguna tortuosa forma de compensar— sí es galardonada en esta tierra de lágrimas con diferentes grados de sordera. Lo cual lleva a reconsiderar, una de tantas veces más, la suprema sabiduría de aquellos ancestros humanos que, faltos de multimedia, huérfanos de Internet, por completo despojados de maravillas tales como la telefonía celular o las ofertas de los supermercados, sí tenían el tiempo suficiente como para emplearlo en actividades que en nuestros días son tan desoladoramente impopulares: leer y pensar. Precisamente, por culpa de tales y unas cuantas otras carencias por el estilo, los ancestros pudieron legar una tradición oral repleta de ese otro ingrediente ahora tan antipático como escaso: la sabiduría. Aquella misma que acuñaba frases de este calibre: «mal paga, el diablo, a quien bien le sirve». A más cacofonía, mayores porcentajes de sordera. Una ecuación deliciosamente irónica, ¿no es verdad?
¿Alguna vez alguien se preguntó de dónde proviene esa pasión enfermiza por el barullo? Tengo una hipótesis a ese respecto. El universo posmoderno ha echado por la borda los valores que rigieron durante dos siglos de Modernidad y ha colocado, para sustituirlos, a todos los respectivos antivalores: los habidos, los por haber y hasta los inimaginables. En la confusión que ello ha creado, la anomia se ha convertido en la gran pandemia posmoderna y ello acrecienta, sin pausa ni tregua, las muchedumbres de perplejos y desorientados. La multimedia posmoderna refuerza tal estado de cosas y, entonces, la gente se desprende de las ideas —si es que alguna vez las tuvo— para abrazar, con la exacta desesperación del náufrago que se ahoga, un universo básicamente visual. Jueguitos electrónicos. Programitas de TV por cable. Musiquetas atronadoras. ¡Lucecitas lancinantes! ¡Muñequitos grotescos! ¡Situaciones aberradas!… Persiste, en las mentes, un inmenso vacío, que en obediencia a las leyes universales requiere, de manera imperiosa, ser llenado con algo. Y dada la sin dudas endémica ausencia de pensamientos e ideas, he ahí la música. Siempre presente. Con todo el volumen imaginable. A todo volumen.
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