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Año III - Nº 220
Uruguay, 09 de febrero del 2007
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Fernando Pintos Breve anticipación influida por
el pesimismo de la experiencia

por Fernando Pintos
 
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            Debido al propio desarrollo de nuestra civilización estamos caminando, con pasos agigantados, hacia un nuevo estilo de vida. Las diversas formas del condominio, desde aquella que combina town houses de US$100,000 o más con parques de recreación, piscinas y clubes campestres; hasta aquellos otros —mucho más modestos— conformados por bloques de apartamentos agrupados y rodeados por cierta clase de seguridad, parecen ahora constituirse en la única solución viable para uno de los problemas más acuciantes del momento: disfrutar la seguridad mínima necesaria para preservar las vidas, bienes y honra de familias o individuos. Para su propia desgracia, buena parte de la gente no ha comprendido, todavía, que el hecho de vivir como debería hacerse y como casi todos lo desean, o sea en casas amplias y ventiladas que cuenten con jardines decentes y patios amplios, es una forma costosa de jugar ruleta rusa los 365 días del año. Y sabemos por qué. Los delincuentes proliferan como moscas, ratas o cucarachas… Pero son muchísimo más peligrosos que cualesquiera de tales plagas. La producción de individuos antisociales es una constante progresiva de la civilización moderna. ¿A qué se debe esto?  Hay varias explicaciones, de orden económico o antropológico, para explicar tamaño fenómeno. Comencemos,  empero, con una historia de ratas.

            Pocos años atrás, se realizó en Estados Unidos un interesante experimento científico. Construyeron una ciudad en miniatura —adaptada a las necesidades de esa especie— y la llenaron de ratas. En un principio, los roedores se comportaron de acuerdo con patrones de conducta habituales. Pero, como es lógico, se reproducían con celeridad geométrica. En consecuencia, el espacio comenzó a hacerse cada vez más pequeño y comenzaron los problemas. En principio, muchos de aquellos animales manifestaron una conducta violenta: proliferaban las peleas por cualquier motivo y en todas partes. Después, la violencia se convirtió en comportamiento claramente asesino. Madres que aplastaban o devoraban a sus crías. Agresiones constantes. Y llegó la etapa final, cuando dejaron de reproducirse y cayeron, todos los sobrevivientes, en una especie de estupor inactivo. En ese punto, aparecieron enfermedades que arrasaron con todos. El fin del experimento fue una ciudad de ratas poblada por cadáveres.

            Ahora bien: Si las ratas son utilizadas como cobayos de laboratorio para experimentos científicos, es porque poseen un código genético que es, en cierta medida, muy semejante al de los humanos. La historia de la ciudad de las ratas se parece mucho, y de manera por demás inquietante, al rumbo que ha tomado nuestra civilización en las últimas décadas. Si ya hablamos de la rata —animal social por excelencia, igual que el homo sapiens— y de nuestra semejanza, siquiera lejana y leve con ella, volvamos los ojos hacia el hombre. Reconozcamos que es un animal de tamaño considerable y, como tal, tiene ciertas necesidades ineludibles: movimiento, ejercicio, trabajo muscular sostenido, espacio vital donde vivir. Pero la sociedad moderna, muy preocupada por factores tales como el trabajo en cadena, la macroeconomía, los retos del mercadeo, la habilitación de conurbaciones y los altos costos de la tierra y los materiales de construcción —por no citar la incapacidad de quienes diseñan viviendas y las construyen, capítulo en donde destacan no sólo la estupidez y rapacidad, sino también la patética inadecuación de la enseñanza universitaria— lo condena a la quietud, al encierro claustrofóbico, a los trabajos sedentarios y a un terrible vacío existencial.

            Encerrar familias de cuatro o cinco personas en apartamentitos o casuchas de 50 metros cuadrados es ya, de por sí, una acción suficientemente perversa. De ella deriva un perjuicio fisiológico que deberá traducirse, por fuerza, en daños sicológicos, con claustrofobia (de diversos grados) como el menor entre todos ellos. He aquí que cada individuo se verá sometido a unas similares presiones que como denominador común generan estrés, ira y violencia. Pero salgamos del apartamentito (o la casucha) y echemos un vistazo al entorno: calles mal pavimentadas, deficiente servicio de agua corriente, un transporte colectivo insuficiente, embotellamientos de tránsito, cortes frecuentes de energía… Y por sobre todos los males, delincuencia, exuberante en cada una de sus tenebrosas modalidades. La gente vive estresada, dentro de sus propias casas y todavía más fuera de ellas. Al estrés personal, que cada cual sufre en distinta medida y de acuerdo con la clásica definición de Unamuno («yo soy yo y mi circunstancia»), debe agregarse otro, de cariz colectivo, que atrapa a todos dentro de una misma red omnipresente y malévola. ¡Los servicios son deficientes! Y, peor todavía: ¡no alcanzan para todos! En realidad, gracias a la explosión demográfica y la incapacidad de los gobiernos para proveer los servicios mínimos necesarios y las infraestructuras adecuadas, no existe forma para librarse de ello.

            ¿Una vida de perros? No, más bien de ratas. O quizás también muy cercana a la que arrastran esos infelices pollos en los criaderos psicodélicos posmodernos… Podría decirse que la civilización entera sufre una especie de «Síndrome Múrido» o, si se quiere, de «Efecto Chicken». La explosión demográfica se encuentra fuera de control y los curas, expertos en meter la pata por el gastado expediente de entrometerse donde nadie los llama, fomentan y aplauden el desastre poblacional. Entretanto, los recursos del planeta se agotan con rapidez, la capa de ozono se rasga en mil lugares, el agua dulce se termina, el petróleo amenaza escasear peligrosamente. Y los míseros, los famélicos, los depauperados, los infinitamente mugrientos y cochambrosos crecen en una proporción asombrosa. De tal guisa que no existe, ¡en esta era de maravillas tecnológicas y hazañas científicas de asombro!, manera imaginable de terminar con una de las plagas más viejas que ha soportado la humanidad: los piojos, que tan campantes siguen reproduciéndose y prosperando. En tanto aquellos héroes de la Globalización posmoderna, los científicos (los mismos que llevaron el hombre a otros planetas), terminan por rendirse ante tal imposibilidad, como si todos los demás males que no aquejan no fuesen suficientes… La humanidad discurre sometida a una presión tremenda. Los individuos también, cada cual por su lado. El resultado de tanta presión debe ser —para una especie naturalmente violenta, como la nuestra— una violencia constante y en aumento progresivo.

            La gente deberá aprender a vivir en condominios. Pero no en los que construyen habitualmente ahora, sino en unos que sean muchísimo más completos y funcionales. En una palabra: se requiere hoy una nueva generación de constructores, empresarios, arquitectos e ingenieros que piensen con la cabeza en lugar de hacerlo con los pies o la caja registradora. Cada vez mayor será, esa necesidad, para las personas comunes y corrientes, de considerar sus casas como fortalezas individuales o familiares. Un lugar en donde parapetarse, no sólo para descansar y reponer fuerzas después del combate diario y obligado contra el mundo exterior, sino, principalmente, un resguardo contra los múltiples peligros que acechan en el mundo. Para decirlo de manera breve: El mundo exterior es, y lo será mucho más con cada año que transcurra, un formidable generador de estrés para los seres humanos. Por tanto, se debe tener la posibilidad de encontrar refugio y tregua en un mundo propio de cada cual que resulte lo suficientemente cómodo y seguro como para revertir el proceso anterior, para relajarse y eliminar las tensiones acumuladas o, cuando menos, dejar atrás buena parte de ellas. El problema, entonces, consistirá en alternar los procesos de carga y descarga, para balancear un poco las personalidades individuales y evadir la neurosis colectiva. Pero, si se pretende conseguir esto último, los paradigmas y modelos habitacionales deberán variar radicalmente y estructurarse en base a las necesidades de las personas, no de los empresarios, contratistas, intermediarios o arquitectos. Entendamos que las calles están sobrecargadas de peligro y que esa situación, en lugar de mejorar, empeorará —¡y cómo!— con cada año que pase. 

            En un futuro cercano, la persona promedio de clase media tendrá que permanecer, aproximadamente, unas doce o más horas diarias en la seguridad de su residencia. Todo lo anterior supone que cualquier colonia cerrada o condominio, así como cada una de las unidades de vivienda que los integren —trátese de casas, town houses o apartamentos— deberán ser construidos con inteligencia, esa cualidad que no parece distinguir a la mayoría de los arquitectos que están ejerciendo en la posmodernidad. Falta de inteligencia, mezquindad, negligencia, tremendas deficiencias universitarias o una combinación de todo ello, parecen distinguir a este tipo de profesionales, por encima de todos los demás, y los ejemplos, que sobran, están al alcance de la mano de quien quiera palparlos.

            Se supone que, si alguien puede o desea invertir 50, 65 u 80 mil dólares en una casa o town house que estará en un condominio construido para la clase media alta, el comprador responde, cuando menos, a las siguientes características: 1º) Es una persona que destina la mayor parte de su tiempo a tareas que considera inaplazables y de importancia crucial; 2º) ha formado una familia, aprecia en gran medida la vida familiar y pretende disfrutar de ella en todo lo posible; 3º) él y su familia han acumulado gran cantidad de mobiliario así como posesiones de diversa índole, y necesitan mucho espacio para acomodar todo eso; 4º) muy posiblemente, esta familia disponga de tres automóviles y posiblemente más; 5º) como es lógico, pretenderán disfrutar una vida familiar intensa. Requiere el más sencillo ejercicio de pensamiento lógico inferir que uno de los centros de atención, para esas personas, será la sala familiar, equipada con un televisor a color con pantalla de 27 ó 32 pulgadas, complementado con videograbadora, DVD y otros adelantos de la tecnología actual destinada al entretenimiento.

            Ahora bien: también será necesario para esa familia un estudio amplio y funcional, indispensable área de trabajo que posiblemente sea utilizado por el marido y la esposa, y en ocasiones también por los hijos. La vivienda deberá también disponer de cuatro dormitorios amplios, bien iluminados y aireados naturalmente y dotado, cada cual, con un clóset muy espacioso y cómodo. La vivienda tendría que disponer de un parqueo hasta para tres vehículos y de una sala-comedor con unos 40 metros cuadrados como mínimo, pues allí estará concentrada buena parte de la vida común y en la cual se tendrá la posibilidad de disfrutar del televisor gigante aunque siempre visto desde una distancia conveniente, para evitar daños prematuros en los ojos de los espectadores.

            Así, hemos enumerado cuando menos cinco elementos que faltan en casi todos los condominios que ofrecen viviendas de 160 o más metros cuadrados: cómodos estudios de trabajo, especialmente diseñados para tal efecto; suficientes dormitorios; clósets amplios y funcionales; la cantidad necesaria de parqueos; áreas amplias para actividades familiares… Cosas que todas las familias que disponen de esos recursos necesitan, pero que raramente consiguen a cambio de su considerable inversión monetaria. Los baños, los espacios muertos, los patios y jardines internos y las cocinas, lavanderías y áreas de servicio, son un tema aparte, si bien en todos ellos se pueden encontrar, actualmente, deficiencias y lamentables derroches (o ahorros) de espacio. Y digamos que, con referencia a éste último (el espacio útil), de cuanto más se disponga será mejor, porque cabe recordar que los hombres somos parte del reino animal. Somos animales… Y debido a ello necesitamos determinado espacio mínimo para vivir sanamente. Pero esas cajas de zapatos o casitas de muñecas que ahora se estilan como moradas humanas, sería suficientes para enfermar a un hámster de claustrofobia, no digamos a seres humanos. Ya se hizo adecuada referencia de las ratas. Otras especies animales —como los osos panda— sufren de tal manera con el cautiverio que renuncian a reproducirse. Y una pregunta interesante es, ¿acaso alguien piensa que los seres humanos, en cuanto naturaleza animal, somos tan diferentes y superiores que los hámsters, las ratas o los pandas?

            El hacinamiento en espacios reducidos influye también de manera poderosa sobre los seres humanos. En la práctica, actúa de igual manera que una reclusión a tiempo perpetuo. Como mínimo, el encierro en lugares pequeños vuelve apáticos, neurasténicos y agresivos a los seres humanos… Características, todas ellas, que son cada día más emblemáticas para nuestras posmodernas sociedades. En una época, enceguecidos por los avances tecnológicos que generaba sin pausas la civilización, se llegó a considerar que los antiguos eran, además de patéticamente ingenuos, decididamente idiotas. Pero aquellos «estúpidos» habitaban unas casas amplísimas, con patios espaciosos y jardines grandes. En tales viviendas «obsoletas», claro, no se corría el peligro de estrellarse la coronilla contra el techo al primer sobresalto. Para colmo de bendiciones, las puertas eran altísimas y anchas. Las ventanas, también de proporciones considerables, dejaban permitían que entrara la luz a raudales. Por supuesto, toda aquella caterva de «ingenuos», «idiotas» y «atrasados» tomaba el tiempo necesario para hacer todas y cada una de las cosas en forma. Todos los días se sentaban a la mesa familiar durante una hora, o más, para despachar el almuerzo. Después, dormían una siesta de considerable longitud, costumbre que nosotros hemos suprimido y anatematizado en nombre de la dinámica de los tiempos modernos. Cenaban plácidamente. Tomaban su tiempo para hacer todo y, ¡oh sorpresa!, casi todo lo hacían bien, a diferencia de los genios posmodernos que hoy pululan por doquier. En definitiva, aquella gente de la antigüedad podía morir por muy diferentes causas, pero nunca por culpa de ese terrible estrés que nos aflige a nosotros, tan posmodernos, civilizados, tecnológicos, globalizados y colmados de temores y angustias.

            Además de espacio prudencial para vivir entre cuatro paredes, la gente necesita un cierto contacto con la naturaleza. En ella nacimos y crecimos como especie. Con el tiempo,  aprendimos a domarla y utilizarla en provecho propio. Más adelante, hicimos de ella nuestra prostituta. Bonita especie somos: prostituir a nuestra propia madre… Ahora, hemos llevado la naturaleza al mismo lecho de la agonía. Y todo ha sido realizado en aras de nuestro sagrado derecho a crecer, multiplicarnos y explotar hasta los últimos rincones del planeta para nuestro capricho y placer. Estamos muy conscientes de eso pero, más allá de nuestra descomunal arrogancia —basada puramente en adelantos tecnológicos y nuestro acusado síndrome de civilización futurista—, una vez tomados como individuos, los hombres experimentan una desesperante necesidad —muchas veces incomprendida o sencillamente ignorada— de sumergirse en un mundo natural e incontaminado. Es una necesidad que todos llevan sobre la piel y dentro de las venas, por más que pretendan ignorarlo. Ella permanece grabada en el código genético e ignorarla significa hacer trampa a sabiendas. Y es de sobra sabido que los tramposos, quienes siempre son los malos de cualquier película, suelen terminar mal. Para vivir decentemente, los seres humanos necesitan coexistir, la mayor parte de tiempo posible, con árboles frondosos, con pasto jugoso, con plantas exuberantes, con flores de diversos colores y formas, con incontables marejadas de aire puro y fresco, con pájaros que gorjeen por las mañanas, con grillos que interrumpan el silencio nocturno y con luciérnagas que rasguen la oscuridad de la noche. Y si no se pudiera acceder a la gloriosa totalidad de esta receta ideal, sería bueno conseguir, cuando menos, algunos retazos de naturaleza. Esto significa: vida por cuentagotas. Tal vez no esté lejos el día en que la terrible anticipación de «Soylent Green» sea realidad y cada uno de nosotros vaya a morir en un anfiteatro donde, antes de la dosis fatal, le hagan presenciar una proyección de los únicos paisajes naturales supervivientes: aquéllos encerrados en una película, en un video. Y no es ninguna exageración melodramática.

            En consecuencia, hay algo muy importante que deberán tener en cuenta los constructores del futuro inmediato: pequeños parques, junglas en miniatura, estanques reducidos: todos ellos deberán adornar, estratégicamente, los nuevos condominios.. Se podría aprender de los japoneses el arte de la reducción vegetal. El bonsai y la jardinería tradicional nipones deberían ser auxiliares valiosos para los arquitectos y urbanistas posmodernos. Los espacios verdes de la ciudades deberían ser respetados a rajatabla y cualquier atropello perpetrado contra un árbol o una planta debería ser sancionado con tanta severidad como la agresión contra seres humanos. Pero el futuro no lejano exigirá, además, que las vidas de todos estén cuidadosamente planificadas y las jornadas respondan cada vez menos al azar, el capricho personal o el vaivén de los estados de ánimo. En una palabra: si hasta ahora se acostumbró actuar bajo la dirección del hígado, los genitales o el corazón, y la gente se ha sentido libre y feliz de hacerlo así, a partir de ahora todos deberían aprender, ¡por fin!, a que quien gobierne sea el cerebro. Será una elección que exigirá, a su vez, una penosa transición pero que en definitiva devengará réditos apreciables. Para los individuos en particular y la sociedad en general.

            En una palabra, el hombre del futuro inmediato deberá respetar itinerarios bien definidos, con el propósito de gastar la menor cantidad posible de gasolina y correr los mínimos riesgos inevitables. Su casa será el centro de su mundo y por ello deberá tenerla lo más amplia, segura y confortable que sea posible. Pero no sólo eso: su casa deberá cumplir una doble función de estimulante y relajante. Porque a ella llegará cada día, estresado y derrengado, con un deseo inextinguible de sumergirse por un buen rato debajo de una ducha abundante que sea capaz de sacarle toda la mugre del smog y demás porquerías que un medio ambiente cada día más agresivo deposita sobre la humanidad, llenando la piel con hollín, polvo y mal olor. ¡Y qué enorme alivio! En esa mini fortaleza personal descansará y reparará fuerzas para el asalto feroz del día siguiente.

            Aunque los vecinos puedan molestarle de alguna manera y en cualquier momento, se les tendrá que aguantar, igual que ellos estarán obligados a hacerlo en reciprocidad, porque la seguridad será, cada día más y más, un bien precioso… ¡El bien por excelencia! Un bien tanto o más valioso que el agua, la comida o el petróleo.¡Y conforme avance el tiempo, lo seguirá siendo cada día más! ¡Y más! Y será de tal forma debido a que, al carecer de ese bien, ningún otro tendrá valor o sentido para nadie. Sin seguridad, todos los bienes de un ciudadano posmoderno —incluso la honra de su mujer e hijas— pueden ser fácilmente arrebatados, profanados o destruidos, de la noche a la mañana, por bandadas de maleantes que ya en el momento actual parecen tan omnipresentes, omnipotentes y omniscientes como el mismo Dios, y tan impunes como cualquier presidente de república bananera.

            En la casa de un hombre se encierran los bienes más preciados: familia, intimidad, privacidad, tranquilidad, identidad, fortaleza, centro neurálgico… Y mil cosas más, como vajillas, ropa, libros, muebles, joyas, videos, equipos de computación… Pero nada de ello, desde lo más hasta lo menos importante, debería ser expuesto, gratuitamente, a la rapacidad voraz de hienas con forma humana. Todo ello debe ser protegido y, para ello, se requiere seguridad. Mas no hablemos de fantochadas patéticas o remedos baratos —que pese a ello muy caros le cuestan al Erario—, sino verdadera seguridad. Y esto significa barrios residenciales circundados con muros insalvables y garitas de vigilancia en los accesos. Además, la presencia de policía privada altamente capacitada, con buen armamento, excelente equipamiento y el auxilio de perros de presa.

            Igual que sucede con el agua corriente y la energía eléctrica, y dentro de poco también el aire fresco, la seguridad se transformará en un bien cada vez más escaso, oneroso, buscado y especializado, en un futuro inmediato. Bien el cual deberá ser proporcionado por empresas privadas muy competitivas. Porque el Estado, de quien se suponía —hasta el momento todavía algunos lo suponen— que debería ser el gran dispensador gratuito de aquel bien inapreciable, se ha mostrado claramente impotente para hacer tal cosa. En esta guerra presente y futura que libra la gente decente contra una voluminosa delincuencia organizada, el Estado debería hacer cuanto fuese posible para proporcionar seguridad a sus súbditos, pero queda bien claro que siempre ese aporte será insuficiente. Porque este Estado hipertrofiado, es impotente para proveer energía eléctrica, agua potable, escuelas, hospitales, carreteras y justicia a la mayor parte de la población… Y de igual forma, también lo es para brindar relativa seguridad a algo más que un 10 ó 20 por ciento de su población. No cabría desarrollar aquí la evidente caducidad del Estado moderno, fenómeno que se ha hecho presente a nivel universal pero que se evidencia con especial virulencia en el caso de Guatemala. Pero sí repitamos, si necesario hasta la saciedad, que el bien o servicio denominado seguridad deberá ser proveído por empresas competentes, y que la sociedad se deberá acostumbrarse a pagar caro por ella, porque la otra única opción sería resignarse a desempeñar, más temprano que tarde, el detestable papel de víctima propiciatoria.

            Es hora de que los políticos e ideólogos —del mundo en general, pero de Guatemala muy en particular— abandonen sus estúpidos discursitos, obscenamente plagados de mentiras, mariconerías «políticamente correctas» y masturbaciones seudo-intelectuales. Porque lo que la gente quiere antes que cualquier otra cosa es simplemente vivir. Pero no vivir con el «¡Ay!» en la boca, ni arrastrando una lacerante existencia de miserias múltiples, sino hacerlo de la mejor manera posible. La gente sencilla —ésa que no anda barbotando estupideces o mentiras a diestra y siniestra con el propósito ruin de tener una existencia regalada—, viene a este mundo con los días de vida contados y, después de ese tránsito no está segura de encontrar más allá nada, cuando menos que se conozca a ciencia cierta… Las consignas políticas y especulaciones ideológicas, entonces, interesan a una minoría de vividores: motivan y agitan a unos pocos. Pero la inmensa mayoría de los seres humanos tiene intereses muy diferentes, principalmente vinculados con la propia persona, la propia familia, el propio trabajo y el propio nivel de vida, ya sea malo, regular o bueno, que pudieran alcanzar sobre la torturada faz de este mundo tan siniestramente real.

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