|
La esclavitud del Siglo XXI
por Dra. Hilda Molina
|
|
|
“Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”.
El Artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que encabeza este texto, es poco polémico y generalmente respetado. Los ciudadanos de cualquier región del orbe, contando sólo con su pasaporte y el dinero necesario para el pasaje, viajan libremente por razones de trabajo, estudio, recreación, etc. Nadie los controla, nadie los persigue, y los gobiernos no confiscan sus propiedades. Así pude constatarlo cuando cumplí en África, lo que aquí llaman Misión Médica Internacionalista. En la lejana provincia argelina de Mostaganem, los jóvenes enfermeros de un humilde hospital, ahorraban durante meses para disfrutar sus vacaciones en Francia, sin rendir cuentas a ninguna autoridad. Pero como toda regla tiene excepciones, este derecho es pública e impunemente violado en mi Patria, desde hace cincuenta años.
Nuestra historia al respecto es triste y a la vez indignante. Cual esclavos contemporáneos, los cubanos, en pleno siglo XXI, no solamente dependemos de permisos gubernamentales para salir del país y regresar a él, sino que constantemente se conculca el derecho al libre movimiento, pues los permisos se otorgan arbitrariamente, se demoran o se niegan, provocando un profundo dolor en miles de familias inocentes, las que paralizadas por el miedo, son incapaces de reclamar el respeto a sus derechos básicos. Y a este atropello se adiciona otro: la obligatoriedad de pagar tales autorizaciones de viaje, a un precio elevado en moneda convertible. A pesar de estos enormes obstáculos, se calcula que aproximadamente tres millones de compatriotas han protagonizado un éxodo incontrolable e indetenible a lo largo de cinco décadas. Unos viajan legalmente; otros escapan, se fugan, huyen de su adorada isla, generándose un desgarramiento familiar que hiere las entrañas mismas de la nación. Pero lo más trágico de estos ya de por sí dramáticos acontecimientos, es que el gobierno impidió con saña durante decenios, las relaciones entre los ausentes, y los familiares de éstos que permanecimos en Cuba; y además penalizó con largos años de cárcel, la honrada posesión de divisas remitidas a sus seres queridos por los radicados en otras latitudes.
Como la sola intención de abandonar la isla se consideraba una traición, los interesados en obtener el permiso de viaje, tuvieron que recorrer un camino dantesco. Ese suplicio duró varios lustros. Cientos de miles de conciudadanos fueron humillados, calumniados y hasta encarcelados, por su determinación, concretada o no, de residir en el exterior. Antes de recibir el anhelado permiso, los solicitantes eran sometidos a los infames y bochornosos mítines de repudio, y obligados a realizar trabajos agrícolas. Si los jefes del país se decidían finalmente a liberarlos, entonces decretaban su destierro, confiscaban sus pertenencias, prohibían todo nexo con ellos; y los acusaban de “traidores”, “apátridas”, “gusanos”, “mercenarios”, y de otros epítetos despectivos, típicos del más vulgar lenguaje marginal. Obviamente, a los que quedamos en Cuba nos impusieron una total incomunicación con esas denostadas personas, sin importar los vínculos de sangre y amor que nos unían a ellas. Recuerdo la perenne vigilancia que los jefes del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) del área, mantuvieron sobre mi inofensiva madre, al saber que ella recibía cartas netamente familiares, enviadas desde Estados Unidos por sus no menos inofensivos hermanas y sobrinos. Para burlar esa vil y absurda invasión de su privacidad, mi progenitora sugirió a nuestros familiares que remitieran las misivas a su ciudad natal Ciego de Ávila, y desde allí eran posteriormente traídas por algún conocido que viajaba a la capital. Sin embargo, tan demencial situación fue modificada cuando este mismo gobierno, inmerso en una descomunal debacle económica, requirió dólares perentoriamente. En ese momento despenalizó las perseguidas divisas, autorizó los hasta entonces reprimidos contactos de las familias separadas; y permitió mediante permisos y controles estrictos, los viajes a Cuba de los coterráneos residentes en el extranjero. Ese cambio político-económico, cuyo indiscutible objetivo era la recaudación de dólares, recibió el hipócrita nombre de “encuentro de la Patria con su comunidad en el exterior”.
Ciertamente, ya los moradores de esta isla podemos relacionarnos con familiares y amigos que habitan allende los mares, y no tenemos que ocultar la ayuda económica que ellos nos hacen llegar. No obstante, en pleno siglo XXI, esta hermosa y noble nación es una inmensa dotación de esclavos, donde a sus más de once millones de miembros, se nos niega el derecho a viajar libremente; y se nos obliga, tanto a limosnear el indispensable permiso de viaje, como a pagar en divisas un tributo por nuestra liberación. Y para nadie constituye un secreto, que son precisamente los esclavos más sacrificados, trabajadores, y talentosos, los que enfrentan mayores dificultades para lograr la humillante y costosa autorización.
¿Por qué, rompiendo la tradición de amor a sus raíces y a la tierra que los vio nacer, los cubanos huyen de su Patria desde hace medio siglo? La respuesta es sencilla. Dios nos crea libres. Los derechos humanos son innatos a los seres racionales, “no son benévolas concesiones de ningún estado”. Cuando individuos poderosos con ínfulas de dioses, se arrogan la potestad de conceder o no estos derechos, “de tal concesión pueden derivarse su manipulación, su no reconocimiento, su negación, y su coartación, dimensiones todas de la violación de los mismos”. Es eso lo que hace el gobierno cubano, al atribuirse la facultad omnímoda de conceder o no permisos de viaje. Este gobierno, que está en el deber de defender los derechos innatos de sus ciudadanos, los conculca en nombre de la ley, y con los instrumentos que debe usar para defenderlos. Como consecuencia lógica de tamaños abusos, los hombres y mujeres pensantes, nacidos libres y para vivir en libertad, se resisten a la opresión perpetua, se hastían de ser autómatas. Y gracias a estas condiciones innatas, en un momento preciso deciden romper sus grilletes, y librarse de este asfixiante sistema que en el transcurso de cincuenta años, ha regulado férreamente la existencia de cuatro generaciones de cubanos, disponiendo cómo, qué, dónde y cuándo, debemos pensar, sentir, hablar, leer, estudiar, comer, sufrir, estar alegres, curarnos, y hasta morir. Cincuenta años de derechos quebrantados, de terror inoculado, de dignidad degradada, de sumisión, de envilecimiento, de opiniones divergentes reprimidas, de mordazas oficiales, han generado una sociedad enferma, cuyos integrantes, llegado el momento, buscan la libertad. Pero la búsqueda de libertad protagonizada hoy por los cubanos, reviste características muy particulares, porque en pleno siglo XXI, huyen cual lo hacían los esclavos llamados “cimarrones”, en la vergonzosa época del colonialismo esclavista español. Tal si se tratara de los esclavos de siglos anteriores, mis aterrorizados coterráneos en su mayoría, lejos de enfrentar a los amos de la nación exigiéndoles el respeto de sus derechos, fingen admiración, amor, devoción y fidelidad hacia el proceso político que los oprime; y a la primera oportunidad y de las más disímiles formas, se fugan de la isla cárcel, utilizando esa fuerza inmensa que subyace dormida en cada cautivo, en cada esclavo.
Es en el propio año 1959 que se inicia el éxodo masivo de la población. Y no sólo los opositores al proceso participaban de la estampida, sino incluso muchos de los que habían luchado en las guerrillas y en el movimiento clandestino urbano, otros por motivos religiosos, y los que sin interesarles la política, se negaban a ser comunistas. Según señalé previamente, muy pronto, también en ese año 1959, surgieron los nombres despectivos conque homologaban oficialmente a todos los que se marchaban, tratando de desacreditarlos: “traidores”, “apátridas”, “gusanos”, “mercenarios”, etc. Pero el muy revelador calificativo de “desertor”, ha sido el preferido para designar fundamentalmente a los que huyen en el curso de un viaje oficial, o se escapan del país inesperadamente, abandonando tareas importantes. Y digo que es un calificativo revelador, porque al adoptarlo, los que detentan el poder reconocen explícitamente, que no somos ciudadanos libres de una nación normal, sino un ejército totalitariamente comandado por ellos. Sin embargo, esos coterráneos que el régimen califica como desertores, son realmente réplicas contemporáneas de los esclavos cimarrones de antaño, de aquellos que huían desesperados a los montes, intentando librarse de los infernales y aniquilantes colonialistas. Ningún esclavista se resigna a perder a sus esclavos; ni los del pasado, ni los del presente. Por eso en aquella injusta sociedad, emergieron los pavorosos “rancheadores”, terribles individuos auxiliados por perros, que se encargaban de perseguir implacablemente a los infelices cimarrones, hasta hacerlos regresar al suplicio, o asesinarlos. Los esclavos cimarrones de hoy, son también perseguidos sin descanso por los actuales rancheadores estatales y por sus socios foráneos. Tanto los cubanos que alcanzan la libertad como sus familiares aquí secuestrados, vivimos en perenne sobresalto, porque sabemos que este gobierno sustentado en el odio, los vigila y los persigue, empleando sus largos y potentes tentáculos, y sus metástasis diseminadas por todos los rincones del mundo. Es difícil aunque no imposible, que los rancheadores de esta época logren capturar a los que consiguen liberarse. Y como no pueden ni atraparlos para retornarlos a este reino de las tinieblas, ni ejecutarlos físicamente, tratan entonces de ejecutarlos moralmente, denigrándolos, difamándolos, descalificándolos y ridiculizándolos ante la opinión pública nacional e internacional.
Efectivamente, en este 2009, el décimo año del siglo XXI, mi Patria es una gigantesca dotación de esclavos con sus correspondientes cimarrones y rancheadores; unos huyendo en pos de libertad, y los otros persiguiéndolos para impedírselo. Y esta extemporánea ignominia no es en sí tan sorprendente. La historia nos revela que cíclicamente, siglo tras siglo y en diferentes latitudes, han sido engendrados personajes “iluminados”, “elegidos”, los que superando las atribuciones divinas, se autoconfieren la potestad de dominar hasta las almas de sus congéneres. Tampoco sorprenden los aplausos brindados a esta variante de esclavismo, por los gobiernos violadores de derechos; ni la evidente complicidad de la cofradía de adictos al poder, esos que ya sentados en el trono o aspirando a alcanzarlo, sueñan con implantar un sistema similar en sus respectivos países. No es incluso sorprendente que la humanidad, abrumada por inmensos problemas; y la prensa, ávida de noticias impactantes, hagan coro con la jerarquía cubana, y llamen desertores a personas comunes, cuyo único y sencillo deseo es abandonar la tierra donde nacieron, normalmente, como lo haría cualquier ciudadano del mundo.
Lo verdaderamente sorprendente, lo incomprensible, lo indignante es que personalidades y organizaciones laureadas y reconocidas por su defensa de la democracia y del respeto a los derechos humanos, a las que corresponde velar por tales derechos, utilicen sus privilegiadas posiciones políticas y sociales para avalar esta quincuagenaria forma de esclavitud contemporánea. Muchas de esas personalidades, organizaciones e instituciones, en un intento por justificar lo injustificable, esgrimen dos hipócritas argumentos: 1) respaldan al régimen con el objetivo de ayudar a que se produzca una apertura democrática en la isla; y 2) no se pronuncian sobre la situación existente en Cuba, para no intervenir en sus asuntos internos. Ofrezco a continuación con el mayor respeto, mi humilde respuesta a ambas excusas: 1) desde el momento mismo que privilegiando mezquinos intereses personales, esos distinguidos señores toman partido en favor del gobierno, están inmiscuyéndose flagrantemente, en los asuntos internos de mi Patria; y 2) no se necesita experiencia en cuestiones políticas para comprender que corresponde únicamente a nosotros los cubanos, la responsabilidad de resolver esta catástrofe, y de encontrar los caminos capaces de restablecer los derechos, las libertades, la prosperidad y la felicidad, a nuestra querida y torturada nación.
Y a propósito de la aquí abolida libertad para viajar, la prensa local publicó el pasado 23 de marzo, sus comentarios y críticas relativos a los cambios en la política hacia Cuba, incluidos en la ley de presupuesto promulgada por el Presidente de Estados Unidos. ¡¡No podía creer lo que leía!! a pesar de que estoy acostumbrada a las tradicionales incongruencias entre la palabra y la acción de los que rigen el país. En el texto en cuestión se quejan de que “los suegros de un hijo”, no están contemplados entre los familiares autorizados para viajar anualmente a la isla. Y esa queja la emite un gobierno que ha mantenido y mantiene cruelmente separados por la fuerza, a padres, madres e hijos, abuelos y nietos, esposos, hermanos, etc, a los cuales niegan despiadadamente los permisos de viaje necesarios para los reencuentros familiares. El mencionado artículo concluye criticando “las medidas recientes aprobadas en Estados Unidos, porque no restituyen el derecho de los cubanos residentes allá, a viajar libremente a Cuba, como tampoco contemplan el derecho de los ciudadanos de aquel país a visitar la vecina isla”. Ningún gobierno, ninguno, debe arrogarse la potestad de impedir los sagrados nexos familiares. Nadie debe creerse superior a Dios, y profanar esa maravillosa obra divina que es la institución familiar. Pero resulta paradójico y farisaico, que las autoridades cubanas defiendan ahora el derecho a viajar libremente de los otrora desterrados, repudiados y llamados traidores, y al unísono violen impunemente ese mismo derecho a los que permanecimos en el país. Hace cincuenta años que los moradores de esta ínsula no podemos practicar turismo. Y me refiero al turismo libre, al que cada cual decide libre y soberanamente. Dos han sido las causas: hemos carecido del dinero necesario, y el gobierno no lo ha permitido. Y hoy, después de medio siglo de sufrimientos, sacrificios y privaciones, los nacidos en Cuba vemos consternados, como la prensa estatal defiende el derecho de los norteamericanos a pasear, a recrearse, a divertirse en el trópico; vemos como los medios oficiales se convierten en abanderados de los derechos de índole turística, de esos mismos norteamericanos que hace décadas expulsaron del país gritándoles, “yankees go home”.
Los cubanos somos tan hijos de Dios como el resto de la familia humana. Fuimos creados por El a su imagen y semejanza, libres, únicos, irrepetibles, capacitados para pensar con cerebro propio, y aptos para la democracia y la libertad. Nos asisten absolutamente todos los derechos inherentes a la condición de seres pensantes, y no sólo los pocos derechos mutilados que el gobierno y sus asociados extranjeros piensan que merecemos. La obligatoriedad de obtener permisos para entrar y salir de la Patria impuesta al pueblo de Cuba, constituye una escandalosa violación de derechos y libertades elementales; y la versión contemporánea de los repudiables métodos esclavistas de siglos pasados. Cuando las excelentísimas personalidades y organizaciones del ámbito internacional, prodigan apoyo y alabanzas a los gestores y perpetradores de semejantes violaciones, se convierten en cómplices de tales abusos, y contribuyen a perpetuar la agonía de nuestra nación.
» Arriba
Fuente: Dra. Hilda Molina |
|
|
|