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Año V Nro. 346 - Uruguay, 10 de julio del 2009
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La Argentina cambió drásticamente su enfoque hacia los servicios privatizados, a partir del gobierno de los Kirchner. La “nefasta” década de los 90 había generado un contexto en el cuál los servicios públicos que podían prestarse en competencia se privatizaron con control regulatorio, y aquéllos que respondían a condiciones cuasi monopólicas, por sus características, se concesionaron a través de un contrato controlado por entes regulatorios específicos. Este “modelo” no sólo obedecía a una moda internacional. Surgía, básicamente, de la necesidad de reconstruir servicios que no se prestaban eficientemente (para decirlo suave) y que requerían enormes inversiones de capital para actualizar el deterioro de décadas, en medio de un mercado de capitales global dispuesto a financiar contratos privados, pero no necesariamente deuda pública de Estados insolventes. Fue así que, más allá de todo lo que pudo haberse hecho mal, en especial en algunos casos específicos, la Argentina logró reconstruir su infraestructura de servicios públicos, con operadores privados asociados a inversores, accionistas, o a entidades financieras dispuestas a “comprar” un contrato y entes reguladores profesionales (aunque también aquí era necesario algunas correcciones de fondo) que velaban por el cumplimiento de los mismos. Obviamente, los actores del sector privado sólo entraron en escena porque confiaban en la continuidad de largo plazo de las reglas existentes. O porque suponían que, ante algún imprevisto grave, una negociación de buena fe permitiría superar los inconvenientes de corto plazo y retomar la senda de largo. Cuando la convertibilidad voló por los aires y, con ella, entre otras cosas, la dolarización de los contratos, hubiera sido necesario una renegociación integral de los mismos y un nuevo marco regulatorio que corrigiera los errores de la experiencia de los noventa, a la luz de la nueva situación local e internacional. En lugar de ello, el kircherismo optó por cambiar drásticamente el paradigma. Prefirió que los problemas surgidos por la salida de la convertibilidad se ajustaran entre privados (accionistas vendiendo y realizando su pérdida, acreedores aceptando quitas o cambios en las condiciones de pago, etc.) y bajo la “cáscara” de las relaciones contractuales anteriores, impuso un estatismo explícito o implícito. Renegociando sólo en parte los contratos, subsidiando tarifas sin criterio distributivo y, fundamentalmente, dirigiendo y financiando con fondos públicos o privados “obligados”, las inversiones mínimas nuevas. Es decir, reemplazando parcial o totalmente, al sector privado como inversor y financiador de la expansión de la infraestructura de servicios. Esto fue posible, por un lado, por la existencia de una sobreinversión previa importante en algunos sectores (derivado del funcionamiento a pleno, y no sin errores, del modelo anterior). Por la posibilidad de capitalizar “de facto” deudas del Estado con los operadores privados (el caso de las centrales eléctricas nuevas). Y por la asignación específica de fondos a fideicomisos públicos que administraron, no sin cuestionamientos importantes, algunas inversiones de expansión, de la mano de una bonanza fiscal transitoria y de un gobierno con poder y con plata. Pero en la medida que la economía empezó a recuperarse, los problemas de oferta de servicios surgieron con claridad y las fallas de este esquema de estatización implícita, renegociación parcial de contratos, subsidios cruzados, incentivos perversos, etc., se hicieron notar claramente. Sólo el conflicto con el campo, la recesión generada en la fuga de capitales por la expropiación de las AFJP y la incertidumbre pre electoral. Junto a la caída del volumen de negocios por la crisis global, la sequía, y ahora la gripe A, han postergado los problemas de oferta que se veían claramente en la política energética en general y de servicios públicos concesionados en particular. Si se repasa la historia, la debacle de los servicios públicos de los ochenta fue consecuencia, más allá de las ineficiencias y la corrupción, de una combinación letal, precios políticos y falta de recursos públicos, derivados de las reiteradas crisis fiscales en dónde el “ajuste”, por el lado del gasto, sólo podía hacerse, políticamente, en la inversión pública, ya que los pagos de salarios y jubilaciones se reducían sólo con devaluación e inflación. En otros términos, la crisis de los servicios públicos de finales de los ochenta, surgió de una larga historia de ineficiencia, corrupción y problemas de financiamiento crónicos. La Argentina está ante la necesidad de un nuevo ajuste fiscal. La Nación se ha “comido”, prácticamente, todo el superávit fiscal primario. Y las provincias, en general, ya están, o estarán pronto, con déficit operativo. Hasta ahora, los ahorros acumulados en el ANSES, los préstamos del Banco Nación y el uso de las reservas del Banco Central, han permitido disimular esta nueva crisis fiscal. Pero la plata del ANSES y otros organismos se irá acabando y tanto los créditos oficiales, como el uso de las reservas del Banco Central tienen un límite, si no se quiere repetir la experiencia de inestabilidad macro del pasado. En ese contexto, otra vez, la variable de ajuste será la inversión pública y el intento desordenado, como ya pasó, de realinear bruscamente los precios de los servicios públicos (que termina paralizado o distorsionado en algún estrado judicial). Con autorización de © Szewachnomics para Informe Uruguay
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