Año III - Nº 108 - Uruguay, 10 de diciembre del 2004

 

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Nosotros pecadores
Por Fernando Butazzoni
Especial para El Portal Montevideo Com

Los curas bufarrones de California le van costando a la Iglesia Católica 87 millones de dólares. Con esa plata se pretende resarcir a las víctimas y acabar con el escándalo. Es un paso. Un mal paso. Una vergüenza que esto ocurra mientras en Montevideo el arzobispo nos pide a los fieles dinero para la diócesis.

Cada domingo, durante la misa, un grupo de mujeres de la parroquia pasa, a la hora de las ofrendas, recogiendo la donación voluntaria de los fieles. Esta ronda se repite en todas las misas, en todo el mundo. Podemos decir que cientos de millones de católicos destinan algún dinero de su bolsillo, cada domingo, para el sustento de la Iglesia. El diezmo tiene un fuerte contenido simbólico para cada uno de los que participamos en la liturgia. Se puede decir que es una parte importante de la celebración que cada fiel hace en la misa, aunque el óbolo en cuestión sea insignificante.

Esos dineros van, por diferentes caminos, a sustentar los trabajos eclesiales, desde pagar la electricidad de las parroquias hasta poner un plato de comida en muchas mesas. También, a veces, se destina a fortalecer en algo las escuálidas arcas de la diócesis.

Esta explicación viene a cuento porque el jueves pasado la diócesis del condado de Orange, en California, acordó con un grupo de personas, víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes, el pago de indemnizaciones por un monto total de 87 millones de dólares. El acuerdo, según publicó el diario ''Los Angeles Times'', viene a poner punto final a una serie de reclamos y demandas originadas cuando los niños y niñas violados hace tres décadas, crecieron y se decidieron a contar la verdad.

Esa verdad, en el caso de la diócesis del sur de California, tiene 30 años. Algunos de los curas acusados han muerto, por lo que no pueden ser llevados a juicio. Tampoco pueden defenderse. Otros, en cambio, ya han admitido su culpabilidad. El tema, como se sabe, ha sido motivo de conversaciones entre el Papa Juan Pablo II y las más altas autoridades de la Iglesia Católica de EEUU. Es un asunto viejo, tratado una y otra vez, siempre tras bambalinas.

Ayer, durante la misa, escuché con cierto estupor una carta escrita por nuestro arzobispo, don Nicolás Cotugno, y dirigida a todos nosotros, solicitando a los fieles la colaboración económica para el llamado Fondo Común Diocesano. Es un aporte que se hace varias veces al año. Ahora, las finanzas de la Curia pasan por un momento difícil. La colecta para este fondo diocesano se efectuará en todas las iglesias el próximo domingo 12 de diciembre.

Y ayer mismo tomé la decisión de no aportar más a las arcas de la diócesis. De alguna manera, siento que mi dinero terminará siendo utilizado, de una u otra manera, para esconder la mierda acumulada durante décadas por los curas bufarrones norteamericanos. Es verdad que los caminos del Señor son misteriosos, pero no debe ocurrir lo mismo con los dineros de la Iglesia.

Con gusto volveré a aportar cuando en la Iglesia de EEUU, o en el Vaticano, o su Santidad, o en algún cónclave o concilio, se dispongan de los fondos suficientes, que al parecer no les faltan, para investigar, analizar y divulgar a los cuatro vientos las atrocidades cometidas por altas autoridades de la Iglesia, en distintos ámbitos, situaciones y países, durante digamos los últimos 30 años, que es el tiempo que abarcan estas demandas ahora silenciadas con dinero.

Este episodio, uno más, tendrá consecuencias especialmente terribles para los miles de religiosos que en todo el mundo cumplen con su misión de forma honesta, con desinterés y sacrificio. Ellos, además de cargar con la cruz de la sospecha, deberán ahora padecer la mancha del soborno.

Es insultante que mientras en la mayoría de las parroquias se trabaja con humildad y pobreza, como debe ser, en algunas en cambio se despilfarre el dinero de los fieles, o se destinen millones de dólares al ocultamiento de los escándalos.

La única fuerza que debería exhibir la Iglesia Católica es la fuerza espiritual derramada por Cristo y recogida por los apóstoles y, desde entonces, en el ejemplo abundante de los mártires y los santos. He ahí una moral. Lo que se exhibe desde la alta jerarquía es, en cambio, la desvergonzada utilización del dinero para acallar lamentos y protestas.

Se me puede objetar la oportunidad: porqué tanto ruido ahora, si ésta no es la primera vez. Es cierto, otros episodios han ocurrido antes, pero ésta sí es la primera vez que la Iglesia Católica actúa así después del mensaje de Juan Pablo II a los cardenales de EEUU, elaborado en abril de 2002 tras largas y penosas investigaciones. Es inaceptable que este doloroso proceso "culmine" como parece que va a culminar. El propio Juan Pablo II, en dicho mensaje, le decía a los cardenales estadounidenses: "Tenemos que confiar en que este tiempo de prueba traerá una purificación de toda la comunidad católica, una purificación necesitada urgentemente si la Iglesia quiere predicar de manera más efectiva el Evangelio de Jesucristo en toda su fuerza liberadora. (...) Tanto sufrimiento, tanta tristeza debe llevar a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo, a una Iglesia más santa. Sólo Dios es la fuente de la santidad, y tenemos que dirigirnos sobre todo a él para pedir perdón, curación y la gracia de afrontar este desafío con un aliento sin compromisos..."

Y no poca importancia tiene que esos escándalos sean de índole sexual. El dato es relevante. ¿Qué fuerza moral puede exhibir la Iglesia al establecer pautas de comportamiento para los fieles de todo el mundo, si ella como institución borda esas linduras? ¿Qué valor espiritual puede asignársele a los argumentos esgrimidos por obispos y cardenales, por ejemplo, para condenar el aborto? Justamente por carecer de esa fuerza moral y espiritual es que la Iglesia Católica se cobija en el Estado y exige leyes para que los fieles cumplan, por vía civil, mandatos divinos. La jerarquía de la Iglesia Católica, en su impotencia institucional, le pide al Estado que la sustituya.

¿Qué autoridad moral tienen las jerarquías de la Iglesia, los obispos y arzobispos, para condenar la homosexualidad? ¿Y para prohibir el uso del condón? ¿Y para excluir a los divorciados de la comunión? ¿Y para sostener el celibato sacerdotal, como Cristo quiere? ¿Y para exigir pobreza y humildad, como dice el Evangelio? ¿Y para vivir en el amor, como Dios manda? ¿Qué relación tiene el amor con esos 87 millones de dólares?

Como católico, conozco perfectamente las consecuencias de lo que ahora escribo. Lo que pueda ocurrir no será nada comparado con la humillación de esos niños y niñas de California, hermanos míos en la fe, que ayer fueron violados y hoy son comprados al módico precio de 87 millones de dólares.

Al fin y al cabo, yo también soy parte de toda esta vergüenza. La Iglesia es una y no estoy ajeno a ella. Me siento abochornado y en mis rezos le pido a Dios que nos dé fuerzas a los fieles para soportar esta nueva montaña de basura que nos sepulta. Le pido al Señor que nos permita vivir este Adviento como quiere Pablo, aquel radical de los primeros tiempos a quien todos los católicos leemos por estos días.

Ahora, eso sí, yo no pongo más dinero. No es correcto que los fondos de la Iglesia se utilicen para ocultar chanchullos o para comprar abogados. Por lo tanto y en mi caso, que la plata se la vayan a pedir al obispo de Orange, en California.