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La pelea del campo recién comienza
porMario Teijeiro (Perfil)
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El paro del campo ha sido un hecho histórico; es probable que constituya un renacer de su -hasta ayer insignificante- peso político y consecuentemente aumente la probabilidad de políticas que permitan un mejor aprovechamiento de las oportunidades que brinda la globalización. Pero mi impresión es que la unión del campo detrás de objetivos comunes será un largo y duro camino acechado por la influencia de una sociedad culturalmente enferma de distribucionismo y por una política dominada por mentalidades populistas. Las reflexiones siguientes apuntan a distinguir las dificultades, con la esperanza que se eviten las trampas.
La rebelión del campo
El paro del campo ha sido un hecho inesperado y extraordinario dadas las dificultades naturales de poner de acuerdo y movilizar a 200,000 productores individualistas dispersos a lo largo de toda la geografía del país. A esas dificultades naturales se sumaba una dirigencia agropecuaria tradicionalmente desunida en 4 centrales distintas. ¿Qué es lo que disparó este milagro? En primer lugar la acumulación de bronca de cinco años de maltratos, prohibición de exportaciones, precios máximos, discriminaciones y promesas incumplidas. En segundo lugar, la resolución unilateral del 11 de Marzo que, a días de levantar la cosecha de soja, crea un nuevo régimen de retenciones móviles que de hecho establece una retención marginal del 95%, confiscando a favor del Estado cualquier aumento marginal en el precio. Este régimen groseramente expropiatorio fue la gota que rebalsó el vaso. Luego se sumaron los discursos presidenciales demonizadores del campo y la increíble intervención de D’Elia como fuerza de choque del gobierno.
La trampa de la discriminación entre el chico y el grande
Pero las dificultades de transformar el (exitoso) paro agropecuario en políticas válidas y permanentes han de ser muchas y muy importantes. Hay trampas en el camino que habrá que evitar. La primera de ellas se origina en la aceptación generalizada de que el productor chico es bueno y el terrateniente o el pool de siembra es malo. La exaltación del productor chico y la demonización del productor grande están muy arraigadas en nuestra cultura “solidaria” y explica en buena medida la tradicional desunión de las entidades agropecuarias. Esto es un campo fértil para la estrategia del gobierno, que está intentando quebrar la unidad del sector con su propuesta de mantener el régimen de retenciones móviles y subsidiar sólo a 65,000 productores chicos.
La propuesta del gobierno o variantes similares serían una solución desastrosa. Desde el punto de vista técnico, todos los regímenes de reintegros o subsidios discriminados por tamaño o tipo de explotación son muy difíciles de instrumentar y de controlar, habida cuenta de que el producto del campo son commodities y que no es posible distinguir si provienen de productores chicos o grandes.
Desde el punto de vista político, la discriminación a favor de productores chicos sería extender el régimen de la dádiva clientelista a otro de los sectores impolutos de nuestra sociedad. Así como los beneficiarios de planes trabajar o los pobres que reciben dádivas en tiempos electorales, los productores chicos tendrían que mendigar continuamente los beneficios para recibirlos sólo con condicionamientos políticos o económicos.
Las presiones del gobierno para acordar regímenes discriminatorios de este tipo serán enormes, pues la discriminación entre buenos y malos y entre ricos y pobres es la filosofía básica del populismo. Pretenden como siempre quedarse primero con la renta para distribuirla luego “solidariamente” según sus conveniencias políticas. Dividen siempre para reinar. No hay nada más antidemocrático que plantear regímenes que desigualan ante la ley; no hay nada más ineficiente que suprimir los incentivos para que chicos y grandes produzcan aquello que tiene más valor para el mercado local e internacional.
La trampa de la coparticipación de las retenciones
Todas las políticas que afectan al campo, incluyendo las retenciones, concentran los ingresos en el gobierno y en el sector urbano, diezmando las economías regionales y los pueblos del interior. “La plata no vuelve, ni en la forma de caminos ni de escuelas”. La sensación es que se la tragan los Kirchner y su aparato político en Buenos Aires.
Una (aparente) solución “federal” sería la coparticipación automática de (parte o todas) las retenciones. Pero se trata de otra trampa que hay que evitar. En primer lugar, aceptar la coparticipación de las retenciones supone implícitamente conceder que éstas son un recurso válido y permanente de tributación. Sería aceptar como normal una discriminación permanente en contra del agro.
En segundo lugar, la coparticipación automática de las retenciones convertiría en socios automáticos del gobierno nacional a todos los gobernadores e intendentes del país, que de aquí en más, con los Kirchner o sin los Kirchner, siempre se asociarían a un gobierno central dispuesto a aumentar las retenciones en tiempos de bonanza o no eliminarlas en tiempos de crisis. Desaparecerían definitivamente los intendentes y gobernadores dispuestos a acompañar las protestas del campo.
En tercer lugar, nada más injusto que el régimen de coparticipación para devolverle a las provincias agropecuarias el fruto de su producción: el régimen de coparticipación tiene criterios muy distintos a la distribución de la producción agropecuaria. Por ejemplo, las provincias mineras e hidrocarburíferas recibirían muchos recursos sin haber contribuido a producirlos.
En cuarto lugar, el régimen de coparticipación es un cheque en blanco para que las provincias lo gasten como quieran. Nada las obliga a que los recursos se apliquen a obras que beneficien directamente al agro. Los incentivos políticos siempre estarán para gastar en zonas urbanas, donde hay más votos para captar.
El principio irrenunciable
En la negociación que se avecina el campo no debería quedar entrampado en propuestas que discriminen entre productores ni en propuestas que acepten como normales y coparticipables las retenciones al sector agropecuario. El principio irrenunciable es que el campo no debe ser discriminado con retenciones, prohibiciones de exportación o controles de precios, aunque llegar a ese objetivo implique aceptar una transición más o menos prolongada.
En un artículo anterior (“Los impuestos a la exportación agropecuaria”, 24 de Septiembre de 2005) argumenté extendidamente que el objetivo distributivo debe ser atendido a través de programas focalizados en la extrema pobreza. El campo debe contribuir a financiar esos programas a través de los impuestos generales que le correspondan, en un pie de igualdad con todos los demás sectores. El objetivo debe ser prescindir definitivamente de las retenciones y reemplazarlas por un cobro efectivo del impuesto a las ganancias, complementado con un impuesto a la tierra que no sea un nuevo impuesto discriminatorio sino un pago a cuenta del impuesto a las ganancias.
Si una parte inevitable de la transición fuera el mantenimiento de parte de las retenciones, las mismas deberían ser tratadas como un ahorro forzoso del campo y no como un recurso definitivo del gobierno nacional. Esos fondos deberían ser ahorrados en una cuenta especial, para ser usados sólo para fines que tengan el consenso de las entidades representativas del sector agropecuario.
El riesgo más indirecto
La eliminación de las retenciones, de las prohibiciones para exportar y de los controles de precios es un paso importantísimo para evitar las discriminaciones contra el campo. Pero estas medidas no agotan las acciones estatales que pueden menoscabar artificialmente la rentabilidad futura del sector. La década del 90 fue un claro ejemplo de cómo el gasto público desbocado financiado con endeudamiento externo produjo una apreciación del tipo de cambio que afectó seriamente la rentabilidad del campo.
Hoy el riesgo de una apreciación artificial del tipo de cambio originada en el endeudamiento externo es bajo dada la incapacidad del Estado de endeudarse en los mercados internacionales. Pero el riesgo de una apreciación artificial (vía inflación interna) originada en un gasto público y una presión tributaria en continuo crecimiento, es una realidad frente a nuestros ojos. Otro riesgo adicional que puede materializarse es una apreciación artificial originada en un cierre creciente de las importaciones, en procura de compensar a la industria, pero no al campo, de la desprotección originada en aumentos continuos de precios y salarios.
Conclusión En definitiva, el campo enfrenta una larga y dura batalla para no ser discriminado directamente -a través de las retenciones, las prohibiciones para exportar o los controles de precios- o indirectamente -a través de un cierre cada vez mayor de la economía-. La unidad del campo es esencial, pero también es importante claridad conceptual para evitar las falsas soluciones.
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