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Año III - Nº 194
Uruguay, 11 de agosto del 2006
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Fernando Pintos Dos artículos... una explicación
por Fernando Pintos
 
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Con sorpresa he leído, en la edición de INFORME URUGUAY correspondiente al viernes 4 de agosto, un artículo de Guillermo Asi Méndez titulado «¿Decadencia cultural y social?»… ¿Sorpresa por causa de qué? Pues de una realidad de mi país que he ignorado hasta el momento. En Colonia y Rondeau —desde lejos uno casi saborea las denominaciones en el viejo y querido nomenclátor montevideano—, punto céntrico si los hay de la Muy Fiel y Reconquistadora, el olor se hace insoportable: la gente de toda índole, y no precisamente indigentes, orina copiosamente en las calles céntricas de la capital del Uruguay. ¿Personas «normales»? Bueno, esa sería una normalidad muy posmoderna, pero, de buen seguro, muy poco uruguaya. Según explica Asi Méndez, lo mismo sucede en lugares tan disímiles y distantes de Montevideo como pueden serlo Ciudad Vieja y Carrasco… ¡Oh, Dios mío! Ello me trae a la memoria una vez más, aquella soberbia canción que compuso y cantó, a principios de los años 80 del siglo pasado, Pablo Estramín: «…La calle de Ciudad Vieja/ desemboca en una sala,/ íntima plaza Zabala,/ magnolias, pasivos, rejas…/ En el mundo mercantil/ parece una errata hermosa,/ como el beso, de una moza/ sobre una frente senil…/ ¡Mala prosa de un gentil!…».

Aquella hermosísima canción, surgida de la misma entraña del Canto Popular, se cantaba durante la primera mitad de los años 80, en aquella Montevideo del Proceso. Todos recuerdan el Proceso, creo, y más de algunos siguen pensando que por algo más que simple casualidad había asumido el mismo nombre que una de las obras más perturbadoras de Franz Kafka… Sí, «El Proceso» de Bordaberry, de Aparicio Méndez, del general Vadora, del vicealmirante Márquez y del general Gregorio Álvarez… ¿Que fue una etapa antidemocrática en la historia reciente de Uruguay? Sí, por supuesto. No caben dudas a ese respecto. Pero, que yo recuerde, por aquel entonces las calles de la Ciudad Vieja y de cualquier otro punto de Montevideo olían a cualquier cosa, menos a excreciones humanas. Aquellas calles podían oler a lluvia, a invierno, a primavera o al clásico de algún domingo… Pero jamás a toda esa vil inmundicia que Asi Méndez reseña en su artículo. Las calles de Montevideo tampoco hedían durante mi última visita, en 1997. Arana era intendente municipal y la ciudad se veía limpia, pulcra, ordenada. Recuerdo haber estado alojado en una habitación del séptimo piso del Victoria Plaza, con una vista espectacular a la plaza Independencia. Recorría toda la plaza, con la mirada, y a veces podía captar —como flagrante excepción a la regla— algo tirado sobre un cantero o sobre las baldosas… Alguna caja de cigarrillos, algún envoltorio de caramelo… Pero nada más. Ya acostumbrado al pintoresco desorden de algunas urbes centroamericanas, creía estar en el paraíso. Eso fue hace apenas siete años, pero, ciertamente, en un lapso de tiempo tan breve se pueden dar algunos cambios espectaculares. Y ahora caigo en cuenta que las calles de Montevideo están pareciéndose, peligrosamente, al fútbol uruguayo. Es decir: están convertidas en un asqueroso relajo y un completo «¡Viva la Pepa!». Y por todo ello me conduelo, es más, quisiera estar de luto. Porque recuerdo a la Montevideo de siempre: culta, discreta, encantadora, llena de lugares irrepetibles, de gente educada. Una ciudad que, por costumbres y estilo de vida, podía compararse con las más avanzadas del planeta. Así que, en cuanto al título del interesante artículo de Asi Méndez, donde se pregunta las causas de tales anomalías, propondré otro, que no interroga mas sí afirma. Mi título sería: «Los síntomas de la degeneración». Porque no otra cosa me parece que una partida de estúpidos posmodernos, de idiotas impredecibles y de cretinos de tiempo completo, esté convirtiendo a mi ciudad en una leonera, más fétida, si ello cabe, que cualquier jaula que uno pudiera encontrar en Villa Dolores.

En todo caso, el artículo de Asi Méndez está señalando muy apropiadamente lo que denominaré como un simple efecto. Y como es de todos bien sabido, ningún efecto deja de responder, directamente, a causas claras y específicas. Y, vaya casualidad, en la misma edición de INFORME (viernes 4 de agosto de 2006) encuentro otro excelente artículo, éste firmado por Gabriel Oddone París y titulado: «¿Puede Europa aprender del declive económico de Uruguay?». Verdaderamente, coincido con todo lo allí expresado. Y más todavía: de ser necesario, también lo suscribo. El texto, que no tiene desperdicio, expone la terrible decadencia económica que viene sufriendo el Uruguay desde un poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Decadencia claramente expresada en números: a partir de 1913, la economía del país crece a un promedio no mayor de un 1% anual. Durante la primera mitad del siglo XX, aquel tremendo drama —si hubiéramos querido crecer y prosperar, deberíamos haber alcanzado un crecimiento del 3% ó 4% al año y haberlos sostenido desde 1913 hasta ahora— resultó convenientemente disimulado por tres conflictos internacionales que nos permitieron vender nuestras materias primeras en grandes cantidades y con excelentes precios. Ellos fueron: la Primera Guerra Mundial (1914/18), la Segunda Guerra Mundial (1939/45), y la Guerra de Corea (1950/54). Es decir, que nuestra debacle económica estuvo suficientemente disfrazada, durante cuatro décadas, por acontecimientos internacionales que cubrieron, en conjunto, unos 14 o a lo sumo 15 años. Bueno, agregando nuestro escasísimo crecimiento real a la catástrofe económica que el gobierno del general Perón le proporcionó a la República Argentina —cuando la economía argentina estornuda, la uruguaya se resfría casi de inmediato—, tendríamos explicada una parte de este presente angustiante, en que los habitantes de Uruguay tienen un ingreso per cápita tres veces inferior a de los daneses y belgas, y dos veces menor que el de los españoles.

Pero ésa no es, por desgracia, toda la explicación. En realidad, la tragedia de Uruguay comenzó en Masoller, cuando derribaron, para siempre, a Aparicio Saravia. La génesis de nuestro desastre como economía y nuestro fracaso como nación tiene un nombre, y ése es ni más ni menos que el de José Batlle y Ordóñez. Dije génesis, porque la extensión y continuidad de nuestra debacle se debe al sistema e ideología por aquél implantados. En una palabra: el batllismo. El batllismo en acción transformó a Uruguay en un país estatizado e hizo de los uruguayos una legión grisácea de vehementes aspirantes al empleo público. No olvidemos que Batlle estatizó gran parte de la economía, creó monopolios del Estado y lesionó, severamente, las actividades de la libre empresa en nuestro país. Batlle creó un Estado obeso, adiposo, enfermo a un mismo tiempo de gigantismo e idiotez ilimitada. Batlle y sus sucesores ideológicos insistieron en mantener ese fatídico Estado Benefactor para un país que no producía los recursos mínimos que permitieran sostenerlo. Entre las ideas brillantes del batllismo se pueden rememorar algunas que son dignas de Ripley, como aquella tenebrosa «Ley Madre» que permitía y promovía que todas las mujeres pudieran jubilarse, con derechos jubilatorios totales, no bien cumplidos los 40 años… Y uno se pregunta en qué estaría pensando la sarta de imbéciles que promovió y puso fuerza de ley a tamaños disparates… ¿Acaso creían que Uruguay —al igual que Venezuela— era uno de los mayores productores de petróleo en el mundo? ¿De repente alguien les habría hecho creer que los suelos de la República estaban sustentados, a escasos metros de profundidad, por cantidades incalculables de oro o de diamantes? Obviamente, los discípulos de Batlle y Ordóñez nunca se enteraron de que el Uruguay sólo vendía carne, lana y algunos granos básicos en el mercado mundial, y que a cambio, importaba casi todo lo que la sociedad necesitaba, comenzando por el petróleo. Y como nunca se dieron cuenta de tan sencillas verdades, ni tampoco repararon en que los únicos recursos confiables para un Estado vienen de los impuestos (porque es dinero que el Estado recibe, de manera incesante, y que jamás devuelve), pidieron préstamos y más préstamos a organismos financieros internacionales, con el doble propósito de: a) tapar los sonoros déficit de cada año en la recaudación tributaria; b) seguir financiando su renqueante y asmático —mas persistente hasta lo indecible— «Estado de Bienestar».

Pero algunos otros elementos perturbadores se iban agregando, con el paso del tiempo, a la crisis de nuestra economía (directamente provocada por el batllismo y su Estado Benefactor). Y una de las principales fue nuestra demografía. Los uruguayos, gente civilizada en grado sumo, no se reproducían casi ni siquiera para cubrir las bajas demográficas. Y éstas, llegaban no por una vía, que normalmente está en las defunciones. Para colmo de males, se engrosaban con una emigración cada vez mayor. Por supuesto que, comparando la situación de las últimas décadas del siglo XX con la de las primeras, cabría agregar un tercer factor de desequilibrio demográfico: el Uruguay dejó de atraer inmigrantes en la segunda mitad de aquella centuria. ¿Por qué me refiero a todo esto? Sencillamente porque, estando el país atrapado en las garras insanas del Estado Benefactor montado por Batlle y acólitos, llegó a los años 70 del siglo XX… Época en que en todos los países desarrollados, como Inglaterra o Alemania, el Welfare State comenzó a hacer aguas. Ya, en aquella época y para países como los mencionados, con economías de primerísima magnitud, se consideraba la siguiente ecuación: era necesario contar con cuatro trabajadores en actividad, para mantener a un jubilado o pensionista que dependiera del Estado Benefactor. Ya por los años 70, la proporción en Uruguay era de 1,2 trabajadores en actividad por un pasivo (jubilado o pensionista). Pero, frente a estas verdades evidentes y flagrantes: ¿acaso Uruguay hizo algo por desmontar su Estado Benefactor? De ninguna manera. Más todavía: ¿Acaso consiguió el presidente Lacalle que los uruguayos aceptaran privatizar completamente la telefonía? ¡De ninguna manera! Es decir, que como muy bien lo explica Oddone París: «…La historia reciente de Uruguay enseña que introducir reformas destinadas a “liberar energía” para alentar el crecimiento cuando éste es escaso y cuando la sociedad valora muy positivamente la cohesión social, es algo muy complejo y que esta complejidad aumenta a medida que transcurre el tiempo sin que los cambios hayan tenido lugar». Amigos míos, más claro, echarle agua. Primero, nos metieron en una trampa. Y ahora, estamos tan idiotizados y tan envilecidos, que nos negamos a abandonarla. En una palabra: parecemos destinados a seguir siendo cada día más pobres, más decadentes, más resentidos, más envilecidos, más envidiosos frente a los países ricos del Primer Mundo. Nosotros, los uruguayos, quienes en una época tuvimos la «Suiza de América». Nosotros quienes, ahora, atendiendo al artículo de Asi Méndez tenemos, a duras penas y mal que nos pese, algo infinitamente peor: Montevideo, convertida, para nuestra vergüenza, en la «Sucia de América».

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