SOLO EL TRABAJO FECUNDO
CONSTRUYE UN NUEVO PAIS
Por Alfredo Jorge Carazo (*)
Desde siempre detrás de los esfuerzos por limitar la pobreza e indigencia lo más difícil fue contar los pobres. Lo primero tiene que ver con los recursos, con el desarrollo sostenido y también con la imaginación para no desalentar el futuro. Lo segundo apela a los diferentes prismas desde dónde se aborda la cuestión social. Como respuesta política a una crisis sin precedentes, fueron los planes sociales, que en un principio se concensuaron por la urgencia de una situación que terminó dejando a la vera del camino muchos más hombres, mujeres y niños que los que pudiera contener cualquier encuesta razonable. Para algunos resultan inevitables incluyendo a la Iglesia católica- y ahora se intenta darles carácter universal, porque a la hora de contabilizar a quienes los reciben, la corrupción se cuela ignominiosamente.
Los obispos son receptores permanentes de las consecuencias de la crisis social. Algunos más y otros menos, aunque todos tienen capacidad de percibir la pobreza y la indigencia no sólo de sus feligreses sino de la comunidad toda. Sin embargo, sus análisis no necesariamente deben ser vistos como palabra santa. No hay dogmas de fe en la mirada de toda la Iglesia cuando se decide a articular soluciones técnicas a un problema que tiene más limitaciones que aciertos en su solución.
El asistencialismo nunca fue bueno. Es más, lo rechaza la opción por los pobres que la Iglesia hizo suya hace décadas. Y lo rechaza el bien común, porque termina siendo una respuesta clientelista y de disciplinamiento social abominable. Además, los planes sociales actúan sobre familias disgregadas, pero al articularse las medidas supuestamente reparadoras, se termina acentuando la separación de sus integrantes.
Resulta interesante, no obstante, la propuesta del obispo de Humahuaca, Pedro Olmedo, sobre un salario familiar para que la mamá lleve a sus hijos a la escuela, les dé de comer y los atienda en un hospital. Porque refiere a dos componentes insustituibles de la restauración familiar: La reconstrucción de la unidad en su mínima expresión, como es la mesa en la que todos puedan mirarse a los ojos en torno a un plato de comida y la contención de hogares monoparentales, que en su mayoría están encabezados por mujeres trabajadoras.
En el tiempo, la asistencia social nunca será la solución de nada, salvo para un pragmatismo político individualista y perverso. O se camina hacia la solución del problema del empleo o aunque se cambie la metodología de dar, los que reciben no serán conscientes de su propio potencial humano como constructores de la sociedad.
Pero además y concomitantemente, el Estado tiene la ineludible responsabilidad de impulsar la cultura del trabajo, que sólo se adquiere como valor por la tradición generada en el seno de la familia. Y esto es mucho más que una simple habitualidad o que la natural subsistencia a la que se está obligado. La subsistencia, aunque mínima, puede ser cubierta por el asistencialismo, pero el trabajo como cultura, su valor subjetivo, la demanda del esfuerzo dignificador, es irreemplazable.
Es posible que la Iglesia esté planteando en el fondo, lo insolidario que pueden terminar siendo los planes sociales, aunque esto aparezca como contradictorio. Porque mientras el Estado se está haciendo cargo de las migajas de la distribución de la riqueza, la sociedad intermedia, la que todavía puede, está actuando con una mirada hipócrita sobre la cuestión social o a lo sumo con una expresión de falsa caridad. Así lo hicieron hasta mediados del siglo pasado algunas sociedades de beneficencia, en las que las señoras de la sociedad más paqueta, aligeraban sus conciencias, no siempre por amor, aportando algo para los pobres, que los había, aunque no en cantidad y calidad como ahora. La pobreza de espíritu es condenable.
El signo más claro de que estamos agotando el tiempo de la pobreza indigna, podrá verse en el momento en que vayan desapareciendo los comedores escolares y comunitarios. Tiempo en que las fábricas dejen de ser recuperadas, para ser fruto de la inversión productiva y no especulativa. Tiempo de construir solidariamente un país para todos y no sólo para unos pocos. Será el tiempo en el que los pibes, muchas veces en la calle, aprehendan que la mesa a la que se sientan, es fruto del trabajo de sus padres y que por eso es fecundo. Y con esa mirada terminen sabiendo que vale la pena.
Buenos Aires 17 de octubre de 2004.
(*) Material publicado en el weblog del autor