RETAZOS DE VIDA
por Rubén López Arce
- Tío, quiero comentarle algo, quisiera saber qué opina Ud. ... me gustaría ir hasta la casa de ella,... tengo deseos de verla y quisiera darle una sorpresa...
- ¿Y por qué no vas, m'hijo? La mañana está preciosa; yo te apoyo; te vas en la tostada,... eso sí, el que quiera pescado que se moje... tenés que ir al potrero y agarrarla... está ahí en el potrero chico. Hacéte una escapadita, no te cuesta nada, dale gusto a ese corazoncito tierno... ¡andá!.- No queda lejos, y no es difícil de llegar... son unas dos leguas, vas siempre por el camino, no tenés cómo perderte.
- Es que... tengo miedo, tío; es decir, tengo que confesárselo ... tengo mucho miedo. Vd. sabe que yo no sé andar a caballo; además... para mí es muy lejos y no sé bien cómo llegar, nunca he ido...
- Es muy fácil m'hijo. Vas por el camino a Aiguá, unas quince cuadras, pasás junto a la Comisaría,... un poco más adelante vas a ver la Escuela,... hay enseguida una tapera, en el repecho a la izquierda,... seguís,... cruzás el zanjón grande donde vasa a ver unos sauces a la derecha, y después de la loma siguiente, unas quince o veinte cuadras más a menos, pasando la isla de "ocalitos" nuevos, vas a encontrar la portera a la derecha del camino. La cruzás, pero dejala cerrada, por los bichos ¿sabés? para que no salgan a la ruta... Y ahí seguís la huella subiendo la lomita, que te va a llevar derechito a las casas... las vas a ver en cuanto cruces la portera...
Mis escasos veinte años vibraban y se sacudían a impulsos del amor, que había surgido poco tiempo antes, en un baile pueblerino. Al enterarme que ella era vecina de tío Modesto, se acentuaron mis deseos de ir de vacaciones a su campito, a descansar unos días. "Ella" estaba medianamente cerca y yo, allí estaba muy feliz, disfrutando a pleno como siempre, en la casa del tío Modesto..
- Dale, m'hijo, decidite pues. Yo te ayudo a ensillar la tostada, y te presto mi apero y mi ropa dominguera... Me gusta tu idea...
Sus botas negras, relucientes, eran de mi medida. También me ajustaban el sombrero de fieltro renegrido, y las bombachas anchas, blanquísimas, que parecían aún más blancas al ponerme su acharolado cinturón con hebilla de plata y oro. Mi camisa blanca de manga larga recogida, era excelente complemento para la blanca golilla de seda, que el tío con esmero, puso sobre mi cuello. Él mismo se hizo cargo del nudo que por supuesto yo no sabía hacer.
Siendo pueblerino, me sentí gaucho; y siendo un mocetón sin muchas luces, me sentí súper galán entre los galanes. Entre risas e indirectas, mi figura y mi propósito acaparaban la atención de quienes me rodeaban.
Mis primos, criados en el campo, me hacían centro de sus bromas, y a medida que pasaba el tiempo, me sentía más ansioso y más atemorizado, hasta que, pronto y completamente decidido, llegó el momento de la partida. El tío, como siempre - era una de las virtudes que lo caracterizaban - estaba de muy buen humor, y demostraba sentirse tan expectante como yo.
Ya estaba pronta la montura, que a mis ojos conformaba un espectáculo maravilloso. Tío ya había ensillado la yegua, con todos los lujos de que disponía. Allí estaban el freno, el cabezal del recado, las coscojas y los estribos de plata y oro relucientes al sol, como invitándome a una aventura jamás soñada.
Monté la tostada que estaba sumamente nerviosa e inquieta y yo por supuesto, muy asustado, ante lo que, por razones obvias, en ese momento consideré que estaba emprendiendo una tan fantástica como tremenda locura.
- Llevála con mano firme y rienda corta -recomendaba mi tío-. Demostrale que el jinete y el amo sos vos. Si se muestra remolona, "llamala" con los talones. Andá tranquilo... no va a pasar nada, es una yegua mansa. Andá nomás, Dios te va a acompañar... estás precioso, ¡flor de gaucho! y no vuelvas tarde..., que tengas suerte y en aquel asunto que tú sabes, que te vaya muy bien...
Sonreí feliz por contar con el consentimiento y apoyo del tío, por lo que sentí que yo lo quería mucho, y por esta su postura, lo quería un poco más, aún.
Era las diez de una hermosa mañana de verano, el sol brillando en todo su esplendor en un cielo totalmente diáfano y celeste. Enderecé hacia el camino, hice un tímido adiós hacia la casa, que iba quedando atrás, en el bajito, junto al arroyo. Desde la loma, pude apreciar a tíos y primos que aplaudían y se reían haciéndose quién sabe qué conjeturas sobre mi loca excursión hacia el amor.
No me animaba a galopar. El trotecito de la tostada era muy parejo. No obstante ello, me sentía bastante incómodo en mi posición. Había problemas de jinete, no de cabalgadura. Me sentía cual si fuera una bolsa de papas sobre un corcel.
En el horizonte, allá en la lejanía, vislumbraba yo el motivo de mis locuras, la presencia de Norma, aquella hermosa morocha de trenzas azuladas de tan negras, que a esa hora, estaría totalmente ajena a mis vicisitudes. Jamás podría imaginar ella, el cúmulo de nervios que en ese instante me gobernaban, en aquella cruzada en aras de un sentimiento puro de amor.
Varios repechos pasaron, y la famosa comisaría no aparecía. Se me hacía cada vez más lejana. El golpeteo rítmico de los cascos de mi montura sobre el camino, se hacía sentir en mi cuerpo, que ya iniciaba su protesta, dolorido y cansado. Mi desgaste físico concordaba con aquel progresivo cansancio mental que comenzaba a torturarme. Mirando en mi entorno, como forma de darme cuenta que estaba completamente solo, me ordenaba a mí mismo en voz alta:
-"Está todo bien, tú mandas, la yegua obedece"
Pero interiormente pensaba que no era muy convincente mi orden, porque en el silencio reinante, me parecía oír que la yegua decía:
-"¡¡Ja ja !! Tú lo sabes muy bien, soy yo quien manda. En cualquier momento me retobo, me sacudo un poquito nomás, te desparramo por el suelo y me vuelvo para casa. ¿Qué vas a hacer, estúpido, si se me ocurre encabritarme... y me mando dos pases, para sacarte de mi lomo?"
Y yo no tenía respuestas. Es decir, tal vez sí... pero si las tenía, eran para darle la razón a la yegua.
Me sentí mejor cuando en el repecho vi el Destacamento Policial, a unas cuadras más adelante. No se veía gente a su alrededor..., pero allí estaba presente. Había cumplido una etapa de la empresa, la primera y ya estaba dignamente superada. El huesito bailarín me manifestaba su resentimiento....
-"¿Y si ella, la que te hace suspirar, no está en la casa? &Y bueno, tendré que dar vuelta"... Me duelen las asentaderas, ¡¡por qué no le habré pedido más cojinillos a tío Modesto!
Divisé la Escuela allá adelante, sobre la loma; dos eucaliptos enormes le daban sombra, y un amplio cuadrado verde, bordeado por coquetos piques muy blancos, marcaban el área de recreos. Bajo los árboles la muda presencia de un horno daba pautas de grandes amasijos de pan casero para los niños. Las vacaciones veraniegas justificaban su mutismo y soledad.
Un acceso de rebeldía muy brusco de la yegua, me hizo notar que seguía en su idea de volver a la querencia antes de tiempo, pero, por suerte, pude superarlo con mucho miedo y mayor despliegue de adrenalina.
Muchas cuadras y cosas pasaron hasta que cruzamos junto a la tapera, que por ser tapera estaba solitaria y por estar tan solitaria era tapera. Pude imaginar el color, el movimiento y la belleza imperando en aquel lugar hermoso, señorial, que la vida y el tiempo habían desmerecido, hasta conformar aquella imagen de profunda soledad, abandono y tristeza. Sus paredes semiderruídas eran un esqueleto viviente, mudo testigo de una época disfrutada intensamente.
Sin desmedro del miedo en que me sentía inmerso, hacían acto de presencia los nervios del próximo cercano encuentro. Ella era encantadora, con presencia espectacular, grandes ojos negros y sonrisa franca que tenían el hermoso marco de sus trenzas, que en alguna ocasión supe ver sueltas, enmarcando su rostro o formando rosquete sobre su cabellera. Vivía con su madre, a quien yo ya conocía por mis visitas formales de novio, en su casa del pueblo.
Cruzar el zanjón grande y llegar a coronar la loma que ya tenía a la vista me dio un poco de confianza, pero tan solo fue un instante, porque mientras transitaba aquella parte quebradiza, baja, seca y llena de piedras, vi un poco adelante, un avestruz con un lote de charabones saliendo de entre los arbustos que bordeaban el camino. Era un espectáculo maravilloso aquel desfile casi marcial, pero para mí, significaba una tragedia. La yegua se puso como loca, y yo temblaba, pensando en lo que podría sobrevenir. Nunca creí superar las cabezadas del animal y su ostensible malestar por aquella presencia extraña. Los dejé ir adelante, como si fuera arreándolos a regular distancia, hasta que, por suerte, para beneficio de mi integridad, optaron por internarse en un potrero cercano. Presumo que encontraron algún alambre cortado. No lo razoné entonces, lo pienso ahora. En aquel momento, tan sólo sentí una hermosa sensación de tranquilidad, aunque fuera transitoria.
La loma siguiente dio paso a un trecho largo de muchas cuadras, sin otros sinsabores que el cansancio que ya me agobiaba. Los eucaliptos del monte, perfectamente delineados, dieron respiro a mis inquietudes, ya que para entonces aquel suplicio parecía no tener fin. Luego me bajé de la yegua, junto a la tranquera. Era bastante rebuscada en su conformación, apática, fría, e indiferente a las necesidades de los demás, y esperó pacíficamente a que yo la abriera. No fue trámite sencillo; me costó encontrar el mecanismo de apertura. Al lograrlo e intentar volver a montar, vi seriamente comprometidas mis posibilidades de continuar, por aquello del "yo mando y tú obedeces"... Casi, casi ganó la yegua, con sus caracoleos.
Encaré el último tramo, como digo, con la ya conocida y pertinaz resistencia del animal. Me sentí fortalecido por el premio, feliz por lo que había logrado, pero un poco nervioso por la visita en sí misma y lo que en ella sucedería.
Siguiendo el trillo, anduve como veinte cuadras y llegué a la casa, sencilla, blanca, recostada sobre un enorme matorral de transparentes, con horno de pan, junto a los corrales cercanos al patio. Dos perros ladraron, y recién decidí bajarme, cuando ella, hermosa como siempre, salió a la puerta, y alegre, con grititos muy suyos, hizo retroceder a sus guardianes. La vi magnífica, resplandeciente, muy paquetona, con blusa blanca y pollera estampada muy acampanada. Sus trenzas estaban unidas en su espalda con una cinta roja, primorosamente enlazadas. Charlábamos amigablemente felices del reencuentro cuando apareció doña Dily brindándome su cariñoso saludo, y un inmediato comentario que echó por tierra todas mis ilusiones.
- Hola muchacho, estábamos saliendo para lo de Modesto, pensábamos pasar el día con Uds. Si hubiéramos sabido que venías,... bandido, no avisaste nada, son cerca de las doce y yo no tengo nada prepar...
No sé qué más dijo; ya no sentí ni una palabra. El mundo se me vino abajo. Tanto nadar para morir en la orilla, tanto sacrificio, tantos castillos en el aire, para verlos derrumbarse en un instante, tanta preparación y entusiasmo y al final,... volver para atrás.
Ni siquiera pensé en negarme a volver de inmediato. Sus caballos estaban ensillados detrás de la casa, y entre sonrisas, algunas sinceras y otras falsas, emprendimos el regreso. Estuve a punto de morir de vergüenza, porque la yegua maldita, en su afán de volver a la querencia, quería disparar y no me dejaba montar. Yo la sujetaba y ella giraba violentamente, impidiéndome hacerlo.
Capté alguna sonrisa socarrona de Norma y su madre, pero, al fin, con rabia y mucho trabajo, logré montar. Cambiaron las reglas de juego, la rienda debía ir bien corta, porque la bestia se me dispararía en busca de sus añorados corrales. Recorrimos unas diez cuadras, riendo a medias y charlando mil cosas a la vez..., pensando en otra cosa, cuando Doña Dily gritó entre parando su montura:-
-¡Pero, qué barbaridad! Olvidé mis zapatos. Tengo que volver a buscarlos, porque estas zapatillas están muy feas y así, yo no voy a lo de Modesto...
Yo no lo podía creer. ¡Qué tremendo contratiempo! Mi mente trabajaba a toda velocidad. Doña Dily no debía volver, estando yo allí solo con la muchacha, yo no podía permitir que Norma fuese... pero yo... yo sabía que no podía volver, porque la yegua fastidiada , no me lo permitiría.
¡Qué lío!... Pero pudo más la cordura y asumí la responsabilidad de volver. Con esfuerzo sobrehumano por sostenerme y disimularlo, aterrorizado, pero convencido de la realidad de la situación, escuché a lo lejos, que los zapatos estaban junto a la puerta. Apreté varias veces los talones y al galope corto, atravesado, de la tostada cabresteando con serio riesgo para mí, me dirigí hacia la casa. Lógicamente, me sujeté muy fuerte del cabezal del recado. Recogí los zapatos, que decidí llevarlos atravesados en el cinturón con los tacos hacia fuera, como si fueran cuchillos, porque yo necesitaba mis manos para conducir y sujetarme debidamente.
Y allí comenzó la verdadera tragedia.
Creo, evocando la situación, que el animal supo que ese era su momento, en que su poder, era superior al mío. Ella supo... y yo supe, que me había vencido. Al poner mi pie en el estribo, se alzó de manos, giró sobre sí misma, luego clavó sus patas delanteras en el piso y reinició el giro para el otro lado. Yo ya estaba arriba, sin saber qué hacer. Tan sólo atiné a no soltar las riendas y manotear con ambas manos el cabezal del recado, que, para mí y en ese momento, era la forma de aferrarme a la vida aunque fuera totalmente insuficiente.
Y emprendió feroz carrera, sabiéndose dueña de la situación; corría rauda, desesperada, pero alegremente, buscando la portera que la llevara a la querencia. Yo era literalmente una maleta blanca cabalgando, pero no por deseo propio, sino por imperio de las circunstancias. No sabía cómo resolver la situación... Mi mente bullía por mil vericuetos, en forma vertiginosa, buscando una solución para no hacer el ridículo frente a las damas, una de ellas "mi dama."
Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de no caer frente a ellas, dándoles la posibilidad de que se mofaran abiertamente de mí. Intenté sofrenar la montura, pero, ¡para qué! Con sinceridad, ella sabía que yo no tenía ni capacidad ni valor para hacerlo, porque hizo un gesto de desaprobación, cabeceó más fuerte hacia arriba, como diciendo que se detendría cuando se le antojara. Y en ese instante, en medio del galope tendido, fue, que se me ocurrió la idea salvadora. "Si no puedes con el enemigo, únete a él". Recordé esa frase y encontré la tan buscada solución.
Ellas estaban allí delante de mí, a escasos cien metros viéndome silenciosamente... y yo feliz por mi ocurrencia, junté aire en mis pulmones y con el último resto de fuerza y valor que me quedaba, les grité mientras las alcanzaba:
- ¡¡LES CORRO UNA CARRERA HASTA LA PORTERA!!
Me miraron pasar como un huracán, y no atinaron a nada. Sentí cómo se escapaba de mi cinturón y caía uno de los zapatos, pero, por supuesto, nada más lejos de mí el aceptar la idea de frenar y levantarlo. Que lo levanten ellas. Yo sólo quería aguantarme arriba, apretando fuerte las dos manos en el arzón, prendido con desesperación, y haciendo un esfuerzo sobrehumano con mis músculos apretados y mis rodillas agarrotadas contra la montura para mantenerme sobre la silla, hasta que llegamos a la portera. Allí, la bestia bruscamente, se detuvo.
Las esperé pacientemente, mirando hacia el horizonte haciéndome el distraído, como si nada hubiera pasado. Las miré con la más estudiada indiferencia, como que todo estaba previsto... Se rieron de mi inesperado y vertiginoso desafío, pero por cierto, nunca les dije que para mí, más que una simple ocurrencia, había sido una maravillosa salvación.
Es solo un retazo de vida, que recuerdo con cariño; y la dama, fue parte de ese retazo, conformando una linda historia de amor tan fugaz como una estrella disparando centelleante en el firmamento.
Poco tiempo después ella se convenció que yo no era hombre de a caballo, ni era el hombre para compartir su vida, como ella quería.
Y yo me di cuenta que mi vida, mi felicidad, esa felicidad que el destino guardaba para mí y que por suerte siempre me ha acompañado, estaba en este mi amor de hoy y de siempre, que es desde hace más de cuarenta años, extraordinaria esposa y compañera, madre de mis hijos y primordial razón de mi existencia.
PUEBLERINO