Revolución sin moral ni luces
por Marisol García Delgado
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Cuando las últimas encuestas muestran que el nivel de aceptación popular del Gobierno se encuentra a ras de la preocupación ciudadana por la inseguridad personal, el raciocinio político se estremece y busca explicaciones: los capos de la droga, con su récord de crímenes de toda especie, han gozado de demostraciones de afecto, en tanto las migajas de sus fortunas logradas sobre las tumbas y las desgracias de familias enteras, han sosegado la extrema miseria de los sectores donde enclavan su imperio. Los capos ejercen el poder sobre la vida y la muerte, y no es que ayudan, sino que pagan por el silencio y someten por la fuerza del miedo a sus comunidades.
La selva, con su leyenda de El Dorado incluida, puede ser otro escenario esclarecedor: la toma por asalto de los recursos para la sobrevivencia o para el enriquecimiento fácil, supone cobrar la vida de otros seres. En la jungla impera la depredación. Este ambiente, sin ser lo óptimo, representa una manera de vivir que nuestro lado primitivo de alguna manera acepta.
O el saqueo, donde los delincuentes toman ventaja del caos producido por catástrofes naturales o por conflictos sociales o políticos, roban y matan validos de la zozobra y el repliegue temeroso de los ciudadanos decentes, a quienes sólo les queda clamar por operativos policiales o militares para apaciguar la violencia. La coparticipación de autoridades y delincuentes -a propósito de alianzas, ausencia de jerarquías y controles internos, desmoralización y politización, entre muchos otros factores- es lo que impera allí donde lo que se administra es la anarquía. El denominador común en todas las anteriores situaciones es el ejercicio del poder por el más fuerte. La política entendida así, sean los buenos o sean los malos, tiene como único objeto la toma y conservación del poder: el fin justifica los medios.
Frente a la situación de inseguridad que padece el país, no hay excusa para el aplazamiento de las decisiones que hace ya más de dos años aconsejaron los expertos integrantes de la Comisión Nacional para la Reforma Policial. Tampoco hay pretexto válido para ejecutar otras políticas de manera seria y sostenida, con suficientes recursos humanos y materiales, especialmente de inteligencia, a fin de garantizar la vida y los bienes de los venezolanos. Mucho menos explicación tiene que el tema de la inseguridad no se asuma como un problema eminentemente político, y peor aún, que se pretenda "despolitizarlo", pues aunque el análisis determine que el asunto tiene componentes educativos, culturales, sociales o económicos, ese fenómeno, en su conjunto, no puede ser abordado sino desde el campo de lo político, por la sencilla razón de que el origen y justificación de la existencia del Estado es la defensa de la vida y la integridad de las personas y los bienes públicos y colectivos, al punto que los individuos, según el pacto constitutivo, renuncian al uso de la fuerza y a hacer justicia por propia mano, para que el Estado monopolice esas dos actividades en beneficio de la comunidad toda, sin excusas ni exclusiones. Únicamente la autoridad política puede utilizar las armas contra las personas que atenten contra la seguridad de la comunidad y sólo la autoridad política puede impartir justicia. Luego, es sobre él en quien recae la obligación de actuar y, por tanto, la total responsabilidad por ineficiencia u omisión en su actuar.
Proveer alimentos, empleo, créditos, salud, educación, arte, entretenimiento, deportes, vivienda, transporte, no debería formar parte de las tareas del Estado. Tampoco deberían serlo la industrialización, la producción agrícola y pecuaria, el comercio nacional e internacional, la explotación minera y la prestación de servicios de agua, luz, aseo y teléfonos, salvo por lo que atañe al mantenimiento del equilibrio social, porque con mayor o menor eficiencia los individuos pueden satisfacer esas necesidades. Sólo la gula de poder, el ánimo de posesionarse de la riqueza petrolera y la demagogia trocaron la dinámica socioeconómica en dádivas políticas, con la consecuente mengua en dignidad y libertad, y el desplazamiento del eje de las exigencias y responsabilidades al Gobierno.
Una revolución política que libere a los ciudadanos de la dependencia del Estado y de los líderes, sólo otro modo de opresión y violencia, podrá iniciarse el próximo 15-D. Ese día, como sostuvo Bolívar en el Congreso de Angostura, podría comenzar a devolvérsele al ciudadano la balanza de su destino.
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