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El plan y los saboteadores
por Fernando Molina
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La doctrina liberal moderna se asienta sobre la duda. Su principio número uno es: "no se puede remodelar la realidad mediante un plan altruista". Primero porque es imposible salvar a un plan de todo error. Segundo, porque aunque fuera perfecto, los objetivos de un plan mutan y se tergiversan al llevarse a la realidad. Entonces, los liberales evalúan los proyectos políticos, en especial los que prometen un "nuevo mundo", con una fuerte dosis de escepticismo.
Por otra parte, los políticos partidarios del plan son, en todos los tiempos, legión. Algunos incluso tienen un "plan liberal" para ofrecer a la gente (es el caso de los hoy denostados "neoliberales"). La posición escéptica, alertar sobre la distancia que separa los fines deseados de los medios disponibles, se considera "conservadora" y "pesimista". No apasiona a las masas. En Bolivia y Ecuador el plan altruista ha adquirido la forma de "nueva Constitución". Justamente es fácil saber, desde ahora, que estas constituciones no lograrán sus propósitos. No sólo les faltará un muy buen trecho del camino, sino que obtendrán resultados diferentes a los que buscan. Esto es lo que ocurre normalmente; será peor en este caso porque aquí se trata de voltear la sociedad patas arriba. Venezuela lo probó en muy pocos años.
El componente clave de estos planes constitucionales es el estatismo, la "nacionalización" de la economía para lograr el desarrollo nacional y el bienestar colectivo. Se supone que ahí donde la competencia fracasó triunfará la voluntad de los funcionarios. No cabe duda de que el estatismo obtiene una mayor cantidad de ingresos públicos que los que genera una economía de mercado. El problema es para qué lo hace. Es decir, además de pagar incontables obras sociales decorativas (cuyos resultados a la larga también serán contraproducentes) y una movilización electoral que no sólo termina siendo permanente sino también perpetua -como hace poco nos ha hecho saber Hugo Chávez.
Los estatistas dicen querer gastar inteligentemente el dinero creado por las nacionalizaciones; se proponen destinarlo a la industrialización de sus países. Pero su propósito no tendrá éxito... Grupos de políticos con los bolsillos llenos de dinero "de todos", obligados a lograr "impacto social" en busca de su periódica reelección, ¿animarán un auténtico -y, en algunos aspectos, impopular- proceso de diversificación económica? Sólo en sueños (es decir, en el plan).
Los problemas de pérdida de productividad y corrupción que hasta ahora han sufrido Venezuela y Bolivia son aleccionadores al respecto. Un ejemplo terrible es la creación de industrias estatales (como "Papelbol", una papelera en medio de la selva boliviana) que sólo podrán mantenerse con subvenciones. La misma política que Europa aplica a la agricultura, algunos países latinoamericanos la están usando para la industria. ¿Tiene sentido?
Sin embargo, la "política del plan" resulta invulnerable a los hechos. Cuando el plan choca con la realidad, pues se cambia la realidad. Otra cosa implicaría una completa desmoralización. Para "cambiar la realidad" resulta muy útil la figura del saboteador, un recurso al que han recurrido todos los gobiernos "ideológicos". Proporciona una salida sencilla cuando algo falla. Así, el plan nunca está mal; los saboteadores impiden que funcione como una panacea.
Acaba de pasar en YPFB, la petrolera boliviana. Como se sabe, hace poco un hecho fortuito (el asesinato de un contratista) permitió descubrir que la planta ejecutiva de la empresa estaba metida hasta el cuello en gruesos delitos de corrupción. El escándalo tuvo una dimensión enorme. Por semanas, las revelaciones ocuparon las primeras páginas de los periódicos. El caso parecía cortar el discurso oficialista por la base. El funcionario ya no era, per se, más íntegro que el empresario. Incluso izquierdistas de renombre podían participar en una trama sórdida y lucrativa. El patriotismo terminaba siendo una virtud personal, no partidaria; también podía encontrarse "vendepatrias" entre los amigos de Evo Morales.
En conclusión, la realidad estaba contradiciendo al plan. Surgió, entonces, con gran urgencia, la necesidad del saboteador. Todo esto no podía deberse a lo que siempre se ha dicho en contra del estatismo: que el uso político de los recursos estimula la corrupción. No, no se debió a esto -rechazó en efecto Morales-. En realidad -dijo- todo se originó en... una conspiración de la CIA. Uno de los ejecutivos acusados era un agente provocador que organizó una red de corrupción en YPFB. De no mediar por este factor, completamente externo, los representantes del MAS en la empresa hubieran actuado honestamente y en consecuencia el plan se habría cumplido.
Está claro: Morales no piensa que esto o aquello; él tiene fe. Evo Morales es un creyente. Si el milagro no se produce, sencillamente, le echa la culpa al diablo.
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