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Desventuras del corresponsal
viajero Fabián Plotnick
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por Fernando Pintos |
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He aquí que, una vez más pensando en la depreciada actualidad uruguaya del año 2007, he rescatado otro de los artículos que publiqué en 1984, en el recordado y nunca bien ponderado semanario «Nueva República» de José Antonio Ramírez. El mismo se titulaba: «Sentirse como en casa» y recogía las traumáticas experiencias del corresponsal viajero Fabián Plotnick, quien después de una larga permanencia en Moscú, llegaba a Montevideo y se encontraba… Con todo lo que ustedes podrán leer a continuación.
«…Así pues, luego de una larga temporada en Moscú, heme nuevamente aquí, en esta maravillosa city del Plata, para pasar al menos los carnavales (allí en la URSS, todo el año es Carnaval; pero en lugar de tirar papelitos se arrojan cabezas de disidentes recién decapitados, y sustituyen los inocentes pomos de agua con otros cargados de sangre, que hacen maravillas sobre la ropa, las conciencias y la mismísima historia…).
En verdad, les diré que me siento un poco fuera de lugar en este país. Encuentro al Uruguay muy aburrido, soso y prácticamente con los atributos del agua: inodoro, incoloro e insípido… Digamos más bien desteñido, para usar un término apropiado. Y es que uno se malacostumbra a una vida llena de estímulos y entonces, al llegar a estas playas soleadas se extrañan, por ejemplo, el maravilloso frío, el viento estimulante y la nieve deslumbradora de la URSS (precisamente, fue por la abundancia de todos esos elementos, que los rusos decidieron hacerle la Guerra fría a Occidente).
Y también se añoran las múltiples emociones de una vida excitante. ¡Aaah!… ¡Ser perseguido a cada rato por la Policía secreta! ¡Tener espías que lo observan a uno en todo momento y lugar! (En lo personal, he llegado a encontrarlos en sitios tan insólitos como la heladera, el tubo de pasta dental y las costuras de mi ropa interior)… ¡Sentirse, a cada instante, colocado en la mira de delatores, soplones, alcahuetes y celestinos profesionales! Todo eso lo incentiva a uno y lo ayuda a vivir mejor, porque es casi, casi, como si se estuviera protagonizando, todos los días, una película de espías Eso sí, una de aquéllas en donde uno siempre pierde.
Como les decía, luego de un arribo accidentado al aeropuerto de Carrasco, donde me enredé con los micrófonos que habían sido descuidadamente olvidados por la KGB en mi equipaje, un impensado resbalón me llevó a patinar de manera más o menos biónica por la escalera del avión y aterrizar, patéticamente, entre dos simpáticas solteronas octogenarias, quienes sin perder un instante comenzaron a aporrearme con sus paraguas mientras aullaban, histéricamente, que «un monstruo concupiscente pretendía violarlas». Humillado y maltrecho después del simpático incidente, tomé un taxi con dirección al Centro de Montevideo, echando de menos, por supuesto, el auto de la Policía Política que debería habernos perseguido durante todo el trayecto.
Una vez tomada habitación en un hotel (nueva omisión: faltaban tanto los micrófonos debajo de la cama, como el habitual espía emboscado en la mesita de luz), me trasladé hasta uno de esos lujosos bares de la avenida Dieciocho Julio, para relajarme allí con un refrigerio o piscolabis. Pero allí otra mayúscula decepción me aguardaba. Porque en este país sudamericano la gente es maleducada y ruidosa hasta el exceso... Hablan en voz alta, gesticulan, se ríen y viven criticando a diestra y siniestra. Confrontado con todo ese bullicio exhibicionista y malsano, no pude menos que rememorar los buenos modales de los moscovitas: sus silencios prolongados; sus diálogos generalmente monosilábicos e inaudibles; sus andares furtivos (con el sombrero hasta las orejas, las solapas subidas hasta el jopo y la nariz buscando la línea horizontal directa a la cintura… Y más que nada, esa deliciosa manera de caminar: temblequeando y amurándose a las paredes); el usual castañeteo de dientes y prótesis (dentales) que se adecua, no tanto a los cambios del clima, como a los que se producen en el humor del Kremlin... Y además, por sobre todas las cosas: ese maravilloso brillo —absolutamente sin el menor brillo—, que sólo el pavor más genuino e intermitente puede grabar en los ojos de la gente.
Ya suficientemente fastidiado por tamaña sarta de contrariedades, no pude dejar de observar, a mí alrededor, la abundancia insolente que se derramaba sobre las mesas de aquel bar. En casi todas ellas observé a una serie de individuos gordos hasta el punto de apoplejía, quienes masticaban y engullían (tal vez debiera expresarse, con mayor precisión, que «devoraban») a cuatro carrillos, mientras criticaban no sé a qué «Proceso» (¿Se tratará, por casualidad, de la novela homónima de Kafka?). Y además observé que despotricaban en contra de un tal «Régimen» (debía ser, de buen seguro, el alimenticio, que los había conducido hasta tan tristes extremos de adiposidad). Pero al mismo tiempo, todos aquellos adiposos (¿también de la mente?) se esforzaban en ulular alabanzas y zalemas para con unos individuos que al parecer se agrupaban bajo una denominación de lo más extraña (¿tuparrabos? ¿Tupamalos? ¿Tupaputas? ¿Tupamarrachos? «Chupamaros?).
Para colmo de males, a la salida del ruidoso lugar pretendí adquirir un periódico, lo cual resultó una tarea casi imposible: desde los escaparates, una veintena de revistas y semanarios competían por lanzar pullas y acusaciones contra un tal «Gobierno» (debo presumir que es el de este país), con los tonos más subidos... ¿Cuál debería entonces yo comprar, cuando todos repetían tediosamente lo mismo, con palabras más o menos diferentes? Media docena de diarios también competían, allí, en la crítica o en la propalación de desastres, catástrofes y toda clase de desventuras. .. «¡Qué grosero derroche de papel y tinta!», pensé, ya indignado. En Moscú con Pravda e Izvestia basta y sobra para decir las mismas cosas… ¿A santo de qué podrían querer, para la misma cosa, tres docenas de diarios y periódicos en este simpático paisito?
Bueno… Pero no critiquemos con exceso, pues gracias a todos esos diarios y periódicos uno reencuentra, aquí, la reconfortante sensación de vivir en un verdadero paraíso, rodeado eso sí, por pestilentes infiernos sobrepoblados con legiones nauseabundas de gusanos capitalistas y burgueses. . .
Todo aquello había sido el golpe de gracia para mí. Decidí echar una siestecita hasta la noche, cuando —con las precauciones del caso—, trataría de participar del carnaval de este extraño país. Y me encaminé hacia el hotel.
…Desde el primer momento, sentí que algo había vuelo a la normalidad. Aquel tablado presentaba un hermoso aspecto, profusamente embanderado con gallardetes rojos y adornado con miríadas de hoces y martillos. Quizás también el nombre del proscenio («Revolución proletaria por un carnaval tercermundista»), me proporcionaba un tranquilizador sentimiento de familiaridad… Cómodamente sentado entre un gentío vociferante, que saludaba con el puño en alto y se desgañitaba aullando consignas revolucionarias, me decidí a disfrutar del espectáculo, que realmente tenía algunos puntos bastante sugestivos.
En primer término, hizo su aparición la murga «Convergentes con patente», integrada por lo que el animador calificó, alegremente, como «nuestros furtivos de la palestra política»... La conformaban una serie de individuos gordos, orondos y de rostros abotargados, quienes se pasaron los quince interminables minutos que duró su actuación, entonando una torpe melopea, rematada siempre con el mismo estribillo: «Nos preparamos a volver ¡Y queremos el pastel! ¡Y queremos el paste!!!!!»… Lógicamente, la festejada actuación culminó entre un verdadero mar de aplausos, mientras los «héroes» (a decir verdad, burdamente pintarrajeados con una heteróclita mezcla de colores: rojo, naranja, morado, violeta, rosado y hasta un blanco desvaído que aparecía salpicado con pintitas purpúreas), salían tambaleándose, chillando obscenidades ideológicas y arrojando hacia la turba ululante unos toscos volantes con la efigie de Vladimir Ilyich Ulyanov (alias «Lenin»).
No se había acallado aún el ruido infernal generado por la salida de los «Convergentes con patente», cuando ya hacía su entrada, entre el delirio general, la famosa trouppe de parodistas «W.C & F.A.», conducida por un individuo ajado, arrugado, histérico y nerviosoide, el cual portaba y exhibía —con enfermiza insistencia— una maleta llena de etiquetas de todos los países y de los mejores hoteles del mundo, usándola, las más de las veces, a manera de sombrero (en ocasiones, también como taparrabos)... Al momento, y sin dar respiro a la alegre turbamulta que me rodeaba, la «W.C. & F.A.» comenzó a interpretar una torpe parodia místico-política, deambulando todos en lamentable confusión por el escenario, mientras se cebaban todos, como pavos para fiesta, con caviar, champagne francés y whisky escocés, al tiempo que el delirante mayor, con su voz de cacatúa trémula, recitaba frente al micrófono una serie de incoherencias, de las cuales sólo pude sacar en limpio algo así como que, «si yo no estoy presente, no habrá elecciones ni en el fondo ni en el frente... ». Luego de repetir esos disparates durante quince o veinte interminables minutos, el desaforado individuo, ya totalmente en cueros (dejando ver una ruin humanidad que muy bien podría y más bien debería haber dejado piadosamente oculta), comenzó a besar y de paso babear, apasionada y lujuriosamente, una foto de Chernienko, en tanto se desgañitaba jurando sobre una grosera pila de libros que (después supe, eran las obras completas de Sigmund Freud y Federico Lombroso), que «iba a volver de cualquier manera». Para completar el panorama, baste decir que los otros «parodistas», perdido ya por completo el control de sus esfínteres mentales, comenzaron a darse de patadas entre ellos, mientras proferían estentóreos vivas a la URSS, al Gulag y a Fidel Castro. Y para finalizar, salieron todos de golpe y en confuso tropel, arrastrándose como hienas en celo mientras chillaban «que esto se va a acabar» (no sé lo que habrán querido decir con aquello).
Por último, pude disfrutar del conjunto lubolo «Liberación para los pueblos del África negra», que cantó varias canciones ensalzando a Fidel castro y atacando soezmente a Sudáfrica, los Estados Unidos y el África occidental. Eso sí: me pareció un poco fuera de lugar la presencia, entre los lubolos, de una docena de rusos y ucranianos, todos los cuales portaban metralletas Kalaschnikov y gigantescos retratos de Stalin en sustitución de los tradicionales emblemas de las comparsas negras...
Esa noche, me fui del tablado con una singular sensación. En este país que me resultaba tan extraño, por primera vez —y no sé por qué—, me había sentido como en casa...».
NOTA A PIE DE PÁGINA: Espero, fervientemente, que esta deliciosa ficción (¿ficción?) vigésimonónica no supere la deslucida realidad actual del Uruguay… Espero… Más, ¿qué quieren que les diga? No confío lo más mínimo en mis propias esperanzas.
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