Año III - Nº 113 - Uruguay, 14 de enero del 2005

 

 

 

 

UNA TRAGEDIA EN
OCHO PATÉTICOS ACTOS

Fernando Pintos

 

Un día de estos entrenaba en el gimnasio dándole duro a una elíptica magnética. Como a unos 20 metros de donde yo estaba trabajando, varios televisores mostraban diferentes programas. Yo me concentré en uno de ellos. Era un torneo internacional de billar, y no es que este juego me interese mayor cosa. No, lo interesante eran las jugadoras. Dos mujeres espléndidas. Una de origen chino, con cabello largo y suelto: Jeanette Lee (es bien sabido que me muero por las mujeres asiáticas). La otra, una norteamericana, con el cabello corto y rubio, cuyo nombre no recuerdo.

Verán: el billar suele aburrirme, pero ese programa acaparó mi total atención.. Y no era para menos, con ese par de soberbias mujeres. Bien& Por si alguien no lo sabe, los hombres pasamos el 90 por ciento de nuestro tiempo útil mirando mujeres o fantaseando acerca de ellas. Es algo natural contra lo cual no podemos hacer mayor cosa. Se diría que es como un chip que ya viene integrado con nuestro equipo genético. Desgraciadamente, parecería que mi chip vino con sobrecarga, así que ocupa el 99 por ciento o algo más de mi tiempo útil en& ya saben.

Ahora bien& El ejercicio en una elíptica magnética tiene su lado aburrido después de 80 ó 90 minutos sin pausa, así que primero dejé ir mis ojos sobre la pantalla del televisor, y a continuación empecé a preguntarme qué pasaría dado el caso de que yo hubiese podido concretar una de mis más caras aspiraciones: quedarme en una isla desierta con dos hermosas mujeres. Claro, las dos bellezas deberían ser aquellas que estaban en pantalla, disputando en torno a una mesa de billar& "¿Qué pasaría si la suerte me diera el regalo de caer en una isla con estas dos bellísimas mujeres?", me pregunté. Comencé a sumergirme en aquella deliciosa ensoñación, pero hete aquí que una neurona rebelde se me encendió en algún lugar, con luz roja de alerta. Recordé, entonces, la clase de suerte que suele acompañarme y reflexioné sobre cuál habría de ser el lógico desarrollo de los acontecimientos en la isla. A continuación haré un recuento y dividiré las sucesivas secuencias en actos&

Acto uno. La isla desierta de fondo y esas dos bellas mujeres, ahí, solas conmigo. No puedo creer en mi buena suerte. Me pellizco una y otra vez para comprobar que estoy despierto. ¡Oh, qué bella es la vida!

Acto dos. ¡Terrible decepción! He entablado conversación con mis dos bellas musas. Una me ha confesado que padece de herpes galopante los 365 dias del año. La otra, con muy mal gesto, ha declarado que es lesbiana militante y que desearía utilizar unas gigantescas tijeras de capar carneros para hacer lo propio con todos los hombres de este planeta. No sé por qué, pero esa lúgubre entonación y la manera como me ha mirado al decir todo aqeullo, me han provocado escalofríos.

Acto tres. La lesbiana ha pasado del dicho al hecho. Mientras proclamaba a voz en cuello que no había lugar para un gusano como yo en la isla, me ha entrado a patadas, en tanto la del herpes galopante batía palmas entusiasmada y lanzaba risitas de conejo. Con todo y que la paliza ha sido muy dura, lo peor llegó cuando con un descomunal puntapié final me lanzó de cabeza al agua, y amenazó a gritos con matarme si me atrevía a poner un pie sobre la costa. Dolorido, humillado y con el amor propio en añicos, comencé a bracear torpemente para internarme mar adentro.

Acto cuatro. No se puede decir que yo sea un nadador olímpico. Antes bien, mis patéticas brazadas y pataleos provocarían burlas hasta en una reunión de parapléjicos. Vaya a saber uno por qué, no habrán pasado cinco minutos de travesía y una legión de tiburones hambrientos ha acudido, desde varios cientos de kilómetros a la redonda. Cualquiera diría que llegan ajustándose apresuradamente la servilleta en torno al pescuezo y esgrimiendo cuchillos y tenedores con aire triunfal. Algunos de ellos, harían ver al tiburón de Spielberg como un inocente perrito faldero. ¡Y encima tienen dientes de sable! (Deben ser las pruebas atómicas, digo)&

Acto cinco. He encontrado una fila de islotes, de esos con no más de 50 ó 100 centímetros cuadrados. Enloquecido por el pánico, comienzo a dar saltos alucinados y funambulescos, desde un islote hasta el siguiente, mientras profiero alaridos lancinantes y esquivo, una y otra vez, las
filosas y terribles dentelladas que lanzan los escualos sobre mi humanidad. afortunadamente ni siquiera atinan a rozarme& Pero, por supuesto, ninguna agonía podría ser digna de tal nombre si no se extendiera lo suficiente como para enloquecer a la víctima&

Acto seis. Después de un casi interminable suplicio, babeando balbuciente y con la lengua por fuera, he arribado a un islote de unos 200 metros cuadrados. Pura roca y arena. Está limpísimo porque de tan insignificante y estéril, ni siquiera las aves marinas se dignan ensuciarlo& Bueno, a caballo regalado& Me refugio tiritando de pánico, de frío y desesperación, en el centro mismo del islote, mientras los centenares de tiburones hambrientos nadan, amenazadoramente, por los alrededores.

Acto siete. Parecerá extraño, porque estamos en el océano Pacífico y es época de bonanza climática, ya saben, calorcillo, brisa suave, olas que murmuran mimosas& Pero, repentinamente, una nube de no más de 200 metros
cuadrados apareció en el horizonte y avanzó con celeridad inusual, hasta ubicarse exactamente encima de mi islote. Aunque sea difícil de creer, la condenada nube se quedó ahí estacionada, y ha estado lanzando, desde hace
ratos, una llovizna helada que me cala los huesos y el alma. ¡Vaya condenada situación!

Acto ocho. Prosigue cayendo esa maldita llovizna helada. Claro que sólo sobre mi islote, ni un centímetro más allá. El resto del océano, con buen tiempo. Y tan buen tiempo, que los sonidos se transmiten por kilómetros con una facilidad asombrosa. De tal forma, mientras me mojo y me congelo hasta los apellidos de los tatarabuelos, puedo escuchar el rumor incitante y fastidioso de cómo se regodean y refocilan las dos tipas que se han quedado en mi isla desierta.

¿Será que soy un tipo con mala suerte?