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El último revolucionario…
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por Fernando Pintos |
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En el caótico y colorido universo de la literatura latinoamericana —tan generosa en impulsos supuestamente libertarios—, los tiranos tienen mala imagen, ya se trate de señores presidentes o de patriarcas otoñales. Pero, al igual que con casi todas las reglas, existe una excepción sorprendente (si bien, teniendo en cuenta la retorcida idiosincrasia latinoamericana, a mí no me sorprende en lo absoluto). Puede ser que en América Latina los coroneles no encuentren ya quién les escriba, mas, no sucede de igual manera con los «comandantes». Y resulta imperativo entrecomillar el término —«comandantes»— por tratarse, invariablemente, de unos pintorescos personajes así (bombástica y mayestáticamente) autonombrados. Y con ello pretendo decir, bien a las claras y con esa franqueza brutal que suele caracterizarme, que en estricta realidad, tamaños personajes no tienen de comandantes ni lo más mínimo, ¡ni tan siquiera el blanco del ojo!, y que por ello no son otra cosa que unos viles payasos comunistoides, quienes, emulando casi al carbónico aquella tan freudiana «envidia del pene», suelen haber transcurrido casi todas sus resentidas y ruines existencias rumiando una especie de tortuosa, paranoica y psicopática «envidia del grado militar», por no hablar de su otra desbocada enfermedad terminal: la tan notoria como fantochesca «envidia del uniforme militar»… Y si no, que lo diga Fidel Castro, que ya ni está vivito ni sigue coleando, aunque sí acercándose —momia sumergida entre una nube de polillas y un ejército de ventrílocuos— a sus canallescos 49 años de un poder férreo y absoluto en Cuba, la patria mártir del apóstol José Martí.
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Entre mi colección de grabaciones en VHS, las cuales estoy en buena medida trasladando a DVD, me he topado con un programa especial titulado “The Last Revolutionary”, donde la prima donna era, of course, dear Watson!, el mismísimo Fidel Castro y en donde resaltaban dos aspectos reveladores. Por un lado, el entrevistador no hubiera tratado con mayor delicadeza, respeto y admiración explícitos a la mismísima madre Teresa de Calcuta… Por el otro, aquel vetusto tirano, quien por entonces acumulaba casi cuatro décadas de poder absoluto, se metamorfoseaba ante las cámaras, como por arte de birlibirloque, en una especie de mansa paloma (¡él, ni más ni menos!), exhibiendo gesticulación pausada y un rostro de inofensivo soñador… Hubiérase dicho que el lugar idóneo para aquel melifluo personaje barbado no era ni por asomo el ensangrentado trono del déspota tropical, sino. antes bien, un sitial de honor entre los Niños Cantores de Viena… De hecho, el tal «último revolucionario» se expresaba con acentos dulzones y se llenaba la boca —obscena, cínicamente— con palabras tales como «dignidad», «libertad» y «democracia». En honor a la verdad, alguien debería haber acudido, en plena entrevista, para restregarle el hocico con cloro al tal individuo. Si éste fuese un mundo donde la razón imperase y la decencia campease por sus respetos, el ámbito para tal entrevista debió haber sido el set de «Saturday Night Live», o el recordado «Believe or not» de Ripley… Pero no: tanto el canal como el programa exhibían absurdas pretensiones de seriedad conceptual y de carácter documental.
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El único símil que alguien con dos dedos de frente y un poco de memoria histórica hubiese podido traer a colación frente a toda aquella sarta de disparates y mentiras hubiese sido, sin exageración, el de la víbora venenosa que silba y se menea para hipnotizar al ratoncillo, mientras se apresta a engullirlo. Era el espectáculo tan indignante, tan asqueroso, tan infame, que hice lo más aconsejable: apunté primero al tirano con mi control remoto y de inmediato lo ejecuté de la única manera posible para mí: borrándolo de mi pantalla. Renglón seguido, extraje al sátrapa de mi reproductor de VHS y procedí a sepultarlo en el único lugar del que siempre han sido merecedores, tanto él como su absurda ideología: el tarro de la basura.
Pero no es cuestión ni de extrañarse ni de indignarse por tales numeritos de Fidel Castro, un eximio liberticida que siempre ha pretendido hacerse pasar por una especie de novicia rebelde o voladora. Y si a lo largo de América Latina todavía existe una legión de plumíferos con diversa magnitud en el oficio del lacayo y en el cultivo de la estulticia, son sus numerosos seguidores: todos ellos ansiosos por servirle como corifeos, incluso más allá de la muerte (la de él, por supuesto)… Pues allá ellos con sus aberradas preferencias de sadomasoquismo ideológico. Por mi parte, me niego a convertirme en testigo —y mucho menos cómplice— de tamañas degeneraciones. De igual forma que me negaré cuando algún grupo de «iluminados» pretenda algún día convencerme, supongamos, de que el sol nace en el oeste y se pone por el este. El culto a Fidel Castro, siempre de moda en nuestro desgraciado subcontinente, encuentra sus raíces en ese profundo y casi siempre inconfesado sentimiento de inferioridad que se experimenta frente al gigante anglosajón que habita al norte del río Bravo. Una y otra vez, en los últimos doscientos treinta y un años, Estados Unidos nos ha ganado todas las partidas y nos ha dejado en posiciones poco airosas, es cierto. Pero el asunto es que duele horrores reconocer que la culpa de nuestra debilidad, de nuestra desunión, de nuestros lamentables experimentos socio-políticos y de nuestra impotencia frente a poderes extranjeros —cualesquiera que ellos sean— nos corresponde exclusivamente a los latinoamericanos y nadie más. Y es por ello que la solución para nuestras inveteradas frustraciones e históricos sentimientos de inferioridad jamás debería consistir en el aplauso hacia un patético tirano, llámese Castro o Chávez, cuyo exclusivo mérito consiste en la progenitura de un régimen que sólo es capaz de producir carceleros, verdugos, policías y soplones… En especial, y aunque fuere por un mínimo de pudor o un resto de decencia, deberíamos eximirnos de ovacionar al autócrata del país cuyos principales productos de exportación han sido por tantas décadas, más que la proverbial caña de azúcar, las patadas en el trasero para todos sus vecinos… Es decir: para todos nosotros, latinoamericanos… Nos disguste o no admitirlo.
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