Vivir en los árboles&
¡Pero con ascensor!
* Fernando Pintos
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En este mundo descarriado, salvaje e ilógico que nos ha tocado en suerte vivir, no sólo es importante ser una persona buena y responsable. ¡También habrá que parecerlo! Y esto último se constituye en un estricto asunto de imagen pública, lo cual traducido al lenguaje de nuestros abuelos se resumiría en una sola palabrita: apariencias. Podría pensarse que esta conclusión obedece a la óptica de quienes observan, pero con tamañas tecnologías de vanguardia que hoy se aplican a los medios masivos (y no tanto) de comunicación, diríamos que buena parte de la imagen puede fabricarse a capricho o placer y, de ser así, seguramente habrá de estar totalmente fuera del control de aquellos quienes la perciben. En el universo de la Galaxia Gutemberg que fue augurada por el profeta McLuhan, las imágenes -ya sea que pertenezcan a individuos, organizaciones, comunidades o países- suelen fabricarse en serie& Exactamente igual que se hace con los jabones o los chorizos.
La imagen internacional de nuestros países latinoamericanos asemeja, las más de las veces, un enorme y absurdo rompecabezas. Y ello resulta así porque, según dicta Hollywood, por estas latitudes todos los hombres tienen que llamarse Pedro o Juan (muchas veces con esos diminutivos que claramente indican menosprecio); en tanto las mujeres suelen responder a los nombres de María, Lolita o Conchita& Esta acrisolada imagen presupone que la mayoría de nuestros conciudadanos latinoamericanos tiene la costumbre inveterada de dormitar bajo soles caniculares, recostándose contra paredes de blanco revoque y cubriéndose las cabezas con unos infaltables sombreros de charro mexicano. También se supone que cada dos o tres palabras, todos deberíamos espetar, muy festivamente, unos castizos "ole, ole" (no confundir con olé), mientras damos palmadas y zapateamos& Así también, cualquier aeropuerto latinoamericano será, automáticamente (o mejor dicho, cinematográficamente) un sombrío tugurio sobrepoblado por gángsters truculentos, mendigos amistosos, taxistas mugrientos y ladronzuelos de poca monta. Una vez adentrados en el paisaje de nuestros países, todos los caminos serán de tierra y los buses se presentarán como unas cafeteras desvencijadas, con gallinas nerviosas correteando por los techos (esperemos no dejar nada en el tintero)&
De acuerdo con los canales de la televisión por cable y ciertas agencias de noticias, los latinoamericanos habitamos un lugar colorido, pintoresco y sangriento, en donde proliferan las atrocidades de todo tipo: la masacre, el genocidio, el secuestro, la miseria descarnada, las violaciones sexuales, los atropellos a derechos humanos mínimos, el atraso, la barbarie, el caos, la prostitución, el raquitismo& ¡El arquetípico panorama de catástrofe malthusiana! Y finalmente, de acuerdo con la visión de los promotores turísticos, éste subcontinente es un paraíso de lagos espléndidos, paisajes de belleza inenarrable, valles que florecen bajo cielos de intenso azul, junglas con verdor de jade, pirámides mayas y solemnes ruinas del pasado colonial. Juntemos todo lo anterior en un mismo recipiente, agitemos bien, y tendremos un cóctel verdaderamente intoxicante& ¿O será que me equivoco y exagero?
Ahora, ¿responde todo eso a una América Latina real? Pienso que no, y creo que todo lo descrito obedece a una manipulación interesada -muchas veces perversa- de la imagen de este lado del mundo. La realidad latinoamericana está conformada por mucho más que las inmundicias que suele mostrar el Show Business del Primer Mundo. Tenemos un conglomerado de empresas formidables, en muchas áreas ostentamos un desarrollo económico indiscutible, y el crecimiento de muchas de nuestras ciudades es algo espectacular. Existe, a lo largo de todo éste, nuestro mundo, una clase media que lucha a brazo partido para salir adelante& Y empresarios que, en lugar de poner su dinero a salvo en bancos del Primer Mundo, por si acaso, lo han empleado para generar empleos, actividad, progreso, aquí, entre nosotros& Y basta comparar cualquiera de nuestras ciudades importantes -llámese Montevideo o Buenos Aires, Guatemala o México- con lo que era apenas dos o tres lustros atrás, para caer en cuenta de todo lo que se ha hecho y de cuánto se ha avanzado.
Tiempo atrás, mientras un amigo chapín (así es como se denomina a los guatemaltecos en Centroamérica) disfrutaba del turismo en una ciudad de Estados Unidos, le preguntaron si era verdad aquello de que los guatemaltecos habitaban en árboles. Es muy cierto -contestó-, pero nos subimos a ellos en ascensor.