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Año V - Nº 264
Uruguay, 14 diciembre del 2007
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James Neilson

Lo bueno y lo malo de la hora de K

por James Neilson
 
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            Si la historia llegara a su fin el domingo próximo cuando Cristina de Kirchner reciba de manos de su cónyuge los símbolos de su nuevo trabajo, Néstor Kirchner tendría motivos de sobra para confiar en que las generaciones venideras le darían un lugar de privilegio en la breve lista de grandes presidentes argentinos. Es innegable que el país que entregará a su esposa es mucho más rico, más conforme consigo mismo y más estable de lo que fue en mayo del 2003. Al abandonar la presidencia, el santacruceño disfruta de un nivel de aprobación muy alto y nadie ignora que de haber querido ser candidato hubiera triunfado por un margen más abultado que el conseguido por Cristina. Que éste sea el caso puede comprenderse: en los cuatro años y medio que transcurrieron desde que Kirchner se instaló en la Casa Rosada, aumentaron los ingresos de la mayoría de los habitantes del país, se desató un boom de consumo, se redujo el desempleo y se achicaron los bolsones de pobreza extrema.

            Por lo demás, merced a la “construcción de poder” que Kirchner emprendió no bien se dio cuenta de que sería suya la presidencia de la República, pudo ahuyentar al espectro de la ingobernabilidad que durante años había paralizado a buena parte de la dirigencia nacional. Fue tal vez su logro más importante, ya que antes de su llegada muchos temían que en cualquier momento podría estallar una nueva crisis política terminal, una convulsión que tendría consecuencias catastróficas para todos salvo un puñado de violentos malignos. Aunque Eduardo Duhalde había logrado mantener a raya la anarquía, muchos sentían que en un país tan dividido como estaba la Argentina del 2003 no tardaría en volver.

            ¿Y los derechos humanos? Tanto Néstor Kirchner como su sucesora electa, Cristina de Kirchner, creen haber hecho mucho por garantizar que sean respetados y que sus esfuerzos en tal sentido han contribuido al éxito de su gestión. Si piensan así se equivocan. Ajustar cuentas con el pasado, que por desgracia no puede modificarse, como han hecho ellos es una cosa, pero tomar medidas encaminadas a asegurar que en adelante los poderosos de turno no maltraten a quienes caigan en sus manos es otra muy distinta. En el ámbito así supuesto el Gobierno no hizo mucho. Además, la ofensiva oficial contra quienes actuaron como salvajes en los años setenta ha sido tan politizada que sus efectos disuasivos serán con toda seguridad limitados.

            Desde la óptica de los represores y sus simpatizantes, los Kirchner no representan la Justicia con mayúscula, sólo han llevado a cabo un ejercicio vengativo de revisionismo histórico. Puesto que en el mundo actual está perdiendo vigencia el principio de que sólo los agentes del Estado, no los grupos terroristas, pueden ser condenados por crímenes de lesa humanidad, no sorprendería que de cambiar el clima político ciertos personajes vinculados con el gobierno kirchnerista se vieran obligados a rendir cuentas ante los tribunales.

            De todos modos, dadas las circunstancias que aún imperaban en el país cuando Kirchner comenzó su gestión, podrían considerarse necesarios ciertos rasgos personales que lo ayudarían a consolidar su posición aunque andando el tiempo le merecerían críticas. Entre ellos están su autoritarismo congénito, su propensión a privilegiar siempre lo inmediato por encima del mediano plazo –y ni hablar del largo–, su negativa a modificar el “modelo productivo” que le legó su padrino, Duhalde, y su actitud agresiva hacia quienes no compartían sus puntos de vista. En aquel entonces la Argentina no estaba en condiciones de tolerar durante mucho tiempo a un presidente de apariencia débil ni de intentar prepararse para afrontar los desafíos que le plantearía el futuro. Con todo, aunque puede argüirse que Kirchner resultó ser el hombre indicado para dirigir el país en el 2003, en cuanto la expansión económica que se inició antes de su llegada se consolidara, las cualidades que le habían permitido convencer a sus compatriotas de que la gran crisis ya quedaba atrás se harían cada vez menos apropiadas.

            Así las cosas, para el pronto a ser ex presidente Kirchner es una lástima que la historia no muestre señales de estar por frenarse por una vez. Tal y como sucedió con su archienemigo, Carlos Menem, su gestión será juzgada no sólo por lo que ocurrió mientras estaba en el poder sino también por la evolución del país en los años siguientes. Con razón o sin ella, Menem sería acusado de ser el gran responsable de la implosión de la economía por haber elegido un camino que más tarde llevaría la Argentina a una catástrofe. Aunque no es demasiado probable que le aguarde otra ordalía tan dolorosa, ya parece evidente que Kirchner no ha hecho lo suficiente como para permitirle acompañar a los países actualmente más promisorios de su entorno, Brasil y Chile, en su viaje largo y accidentado hacia la prosperidad primermundista.

            Por el contrario, gracias en buena medida a Kirchner, son muchos, sobre todo en el exterior, los que prevén que a pesar del espasmo de crecimiento “chino” de los años últimos que fue posibilitado por un boom planetario con pocos precedentes, la Argentina seguirá aislada de las corrientes principales que están formando el mundo de mañana y que por lo tanto su destino se verá signado por la mediocridad. Si bien es natural que Kirchner dé a entender que es responsable de la impresionante recuperación económica que ha experimentado la Argentina, el que muchos otros países que exportan materias primas o bienes agrícolas, incluyendo a los pésimamente gobernados del África subsahariana, a los demás debería serles evidente que se debió más que nada al fuerte “viento de cola” que soplaba desde China y, hasta hace poco, desde Estados Unidos.

            Lo negativo de la gestión de Kirchner ya ha comenzado a hacerse sentir. La inflación está cobrando fuerza y los intentos tragicómicos del Gobierno de ocultar su reaparición detrás de una pantalla de humo estadístico están resultando contraproducentes. La brecha creciente entre lo que dice el Indec y los cálculos de entidades privadas ya ha arruinado el sueño de Cristina de iniciar su mandato con un gran acuerdo nacional puesto que los sindicalistas entienden muy bien que les sería suicida tomar en serio la ficción oficial. Tal y como están las cosas, estamos en vísperas de una puja salarial vigorosa que además de hacer subir todavía más la tasa de inflación golpeará a aquellos fabricantes que dependen de un peso supuestamente competitivo, lo que pondría en riesgo la alianza de los Kirchner con la llamada burguesía nacional.

            La inflación no constituye el único nubarrón en el horizonte económico. La crisis energética, un producto previsible de la voluntad políticamente comprensible pero miope del gobierno de Kirchner de proteger a los consumidores de clase media de las embestidas del mercado internacional, dista de ser un invento de neoliberales avinagrados. Toda vez que la temperatura baja o sube mucho, el sistema se encuentra en emergencia. El invierno pasado fue malo para la industria que tuvo que soportar la falta esporádica de electricidad o gas; el próximo verano amenaza con traer una cantidad aún mayor de apagones. Aunque la escasez de energía puede atribuirse al crecimiento exuberante de los años últimos y al consumismo impulsado por el Gobierno, ha sido agravada mucho por la decisión de Kirchner de aumentar su capital político ensañándose con las empresas del sector.

            Puede que haya sido un acierto táctico oficial declarar la guerra al Fondo Monetario Internacional, denunciándolo con vehemencia rutinaria por haber sido demasiado generoso con gobiernos anteriores y por negarse a adoptar los principios económicos favorecidos por la facción peronista en que militan los Kirchner, pero también resultó ser un grave error estratégico. Además de empujar al Presidente hacia los brazos de Hugo Chávez, lo que no ayudó en absoluto a dar más lustre a la imagen nacional, el conflicto sigue asustando a los inversores extranjeros que, además de no querer arriesgarse en un país regido por quienes a su entender son excéntricos, necesitan contar con el aval de los gobiernos de los países más avanzados que a su vez insisten en exigir el visto bueno del FMI. Huelga decir que la conversión del Indec en una usina de propaganda kirchnerista ha hecho aún más necesaria la presencia de un verificador de cuentas que se presume objetivo.

            Desde el vamos Kirchner apostó al aislamiento. Su prédica en el sentido de que los desastres nacionales fueron consecuencia de la perversidad o la estupidez ajenas lo ayudó a erigir sobre una base electoral estrecha un edificio político imponente, lo que contribuye a tranquilizar a una sociedad que apenas dos años antes pareció resignada a la autodestrucción. Pero los métodos usados, el escaso respeto por las instituciones mostrado por un mandatario que nunca vaciló en aprovechar en beneficio propio el servilismo oportunista de demasiados legisladores, la resistencia a considerar la mera posibilidad de que tarde o temprano le convendría al país reconciliarse con los países más avanzados, hace temer que su destino pospresidencial se parezca a aquel de Menem que es juzgado no tanto por lo que hizo cuando ocupaba la Casa Rosada cuanto por lo que dejó a sus sucesores.


Fuente: Revista Noticias

 
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