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Año III - Nº 212
Uruguay, 15 de diciembre del 2006
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Helena Arce Un viaje al pasado
por Helena Arce

 
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Hoy debido a un, si bien esperado, pero no por ello menos doloroso, fallecimiento, debí cambiar un programado viaje de trabajo a la ciudad de Maldonado. Estuve largo rato intentando solucionar los asuntos que allí tenía que realizar, y en especial me tenía que encontrar con el representante de AGADU en Maldonado,   para solicitar un certificado para una empresa. Amable como siempre, me dijo que venía a Montevideo, a las 15.00 estaría en el Palacio de la Luz, como antiguamente se le llamaba al monumental edificio de la U.T.E., que si podía nos encontrábamos allí e intercambiábamos los papeles que tenía que entregarle para el trámite en cuestión.

Allí fui, nos encontramos e hice el trámite. Pero también allí comenzó mi viaje al pasado.

Es que en ese edificio trabajé entre 1979 y 1983. No pasé del Hall de entrada, fuertes medidas de seguridad en todas sus entradas obligan a dejar los documentos de identidad, lo cual no hubiera sido impedimento pues contaba con el mío, pero nos encontramos en la planta baja, por lo cual allí solucionamos todo.

Sin embargo al entrar y al salir, recordé lo extraordinario que cuando se inauguró ese edificio, en el que también trabajaron mis padres,  las puertas se abrieran solas cuando uno se acercaba a ellas. Hoy eso es algo tan común….

Al salir recordé, en la esquina había un carrito de chorizos, donde la vendedora no podía entender que yo me comiera 2 todos los días y fuera tan flaca, pobre si me viera ahora pensaría como cambia todo. Ya no soy flaca y el carrito brilla por su ausencia.

También en la esquina entré a una rotisería de lo más agradable, que sustituía aquel viejo  bar donde varios concurrían en su media hora, o a la salida a tomarse un cafecito. Recordé aquel amargo trago que mi padre vivió, cuando estando allí con un joven ingeniero, no recuerdo su nombre, el muchacho  recibió una bala, que accidentalmente se le escapó a alguien. Su prometedor futuro fue en un instante  deshecho, mi padre decía que era brillante, y el quedó muy mal, lo último que recuerdo que había dicho papá es que intentaban enseñarle de nuevo a hablar. Pensé mientras caminaba por allí, ¿habrá logrado salir adelante?

Luego tomé por Aguilar hacia la parada y recordé las veces que salía corriendo de allí para ir a facultad, y como me volaba el viento cuando lo hacía por la calle del costado, por donde habitualmente salíamos los entonces funcionarios, ahora el pobre viento seguramente no podría conmigo.

En realidad, como al no haber ido a Maldonado, y tener que hacerlo mañana, debí concurrir a una oficina donde debía ir  el viernes y se me hacía tarde, tomé un taxi, quien decidió hace un recorrido más largo del necesario. Pero en vez de hacérselo notar, me dediqué a disfrutar del paisaje.

Pasamos por Blandengues y Emilio Reus, por la esquina donde nació mi madre, ahora convertida en casas pintadas con colores brillantes y convertida en peatonal.

Luego al tomar por Amézaga, recordé cuantas veces había realizado ese mismo recorrido en el viejo 191 para ir a lo de mi amiga Ana, quien en ese entonces, vivía en la calle San Martín, e íbamos todos los días una a la casa de la otra, en aquella lejana adolescencia. Cuando no nos alcanzaba para compartir la amistad las horas de clase, o las charlas telefónicas, por lo que además nos visitábamos,  hoy tantos años después recuperamos nuestra “vieja”  amistad a través de los “emilios” y de cuando en vez, hablamos por teléfono.

Y como frutilla de la torta tomó por la calle José Hernández para desembocar por ella, convertida en Estero Bellaco en 8 de Octubre que era mi destino final.

Así fue que  pasamos por la casa donde nací, y viví mis primeros 19 años. Lamento decir que la restaurada casa, no conserva nada de su esplendor, aquella casa de puertas altas, con bronces por todos lados, que mi madre siempre exigía brillantes, se ha convertido en un adefesio, una sola puerta enrejada. Los balcones de aquellas enormes ventanas, con celosía donde siempre iba a dar alguna pelota de los muchachos del barrio jugando al fútbol, para enojo de mi madre también desaparecieron.

¿Qué habrá sido de los escalones de mármol?

¿De la puerta cancel aquella de madera y vidrio, que separaba el zaguán, más grande que mi actual dormitorio, de aquel patio con claraboya donde se reunía la familia?

¿Seguirá existiendo el patio aquel, donde tantas horas de tertulia familiar compartimos, alrededor de esa mesa, la cual  por gentileza de mis hermanas,  adorna mi comedor?

¿Y la escalera de madera, la que me llevaba a mi cuarto de juegos, el altillo?

Desde ese cuarto se miraba hacia abajo al patio, por una ventana enorme. Aun me recuerdo sentada en una mesa que me servía de escritorio jugando o dibujando, y esperando la llegada de mi padre.

Tantos recuerdos me vinieron, en ese pequeño viaje al pasado.

En la esquina ya no está el bazar de Gómez, ni el almacén de Don Ramón, ni por supuesto su café, ya no vive en la casa de enfrente el colchonero, al que veíamos cardar la lana en al azotea.

Pero me puse a pensar, ¿es que ya no existe de verdad?

Y me respondí, si existe en el recuerdo de todos aquellos que lo disfrutamos, pues como quienes se han ido viven en nuestros corazones, y en nuestro recuerdo.

Solo que a veces esta vida loca, nos hace adormecer en el recuerdo las cosas hermosas que hemos vivido. Y de pronto, un taxi que no va por donde debe, un encuentro en un lugar diferente al que debía ser, nos trae a la memoria tantos recuerdos gratos, y así es que vemos que ellos,  como los seres queridos con quienes los compartimos, siguen vivos en nuestra memoria.

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