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Año IV - Nº 225
Uruguay, 16 demarzo del 2007
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Fernando Pintos
Pordioseros de tercera
por Fernando Pintos
 
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            Puedo comprender perfectamente que, después de la estrepitosa debacle mundial del comunismo, de la escandalosa caída del muro de Berlín y del giro irresistible registrado en casi todo el planeta Tierra hacia políticas de apertura democrática y economías de libre mercado (de las cuales el ejemplo más evidente es la propia China comunista post Mao), muchos marxistas leninistas recalcitrantes prosigan —aferrados con ese tesón indeclinable que caracteriza a garrapatas, sanguijuelas o mejillones— de su trasnochada ideología y, lo que aún es mucho peor: de las lastimosamente apolilladas recetas socio-económicas que, puestas en práctica de manera irrestricta entre 1917 y 1991, tan sólo han redituado en cataclismos apocalípticos y miserias abismales para buena parte de la humanidad. Después de todo, si cualquier hijo de vecino tiene derecho a su corazoncito, lo tiene mucho más a ejercer el negocio de su elección. Y según puede verse con una claridad que de intensa rompe los ojos, ser comunista es hoy, tal cual siempre ha sido, mucho más un modus vivendi que un modus operandi.

            Puedo comprender, también, las retorcidas motivaciones de tantísimo marxista cerril que se la pasa todo el tiempo despotricando contra aquel a quien considera su peor enemigo y además meca del capitalismo: los Estados Unidos de América, ese país por el cual Carlitos Marx profesaba una admiración kilométrica, una devoción irrenunciable y una esperanza ilimitada… Y también alcanzo a interpretar de qué tortuosas maneras y por qué nebulosas razones a tantos de estos quejosos individuos la embajada norteamericana les invita a viajar, con gastos pagos, hacia distintos lugares de la dilatada geografía estadounidense, en todos los cuales se la pasan —los marxistas antedichos, por supuesto— de rechupete (uno de los deportes preferidos por los norteamericanos es alimentar a sus peores enemigos y, de paso, escupir en la cara de sus mejores amigos, si bien tal actitud escapa por completo de la órbita de Marx para caer, de lleno, en las de Freud, Jung y Adler).

            Y, colofón de lo anterior, puedo comprender que todos esos felices viajeros retornen, invariablemente, hablando pestes de Estados Unidos y de los norteamericanos, al mismo tiempo que exhiben toda una gama nutrida de bienes y souvenirs que han adquirido con presteza digna de mejores causas en el odiado paraíso capitalista (¡Ah, pilluelos!)… Después de todo, cualquiera tiene el derecho de cultivar las características más salientes del caracol —baboso, cornudo y arrastrado—, y principalmente cuando hace el papel de ese tradicional cerdo al cual se le rasca promiscua y permisivamente el lomo. Pero hay algo que no se comprende ni justifica de ninguna forma. Me refiero a todos esos latinoamericanos que emigran cada día a Estados Unidos y, casi de inmediato, se transforman en los críticos más feroces e implacables de ese país que les ha dado cobijo, de esa sociedad que los está alimentando y de toda aquella gente que les ha proporcionado empleo y casa. Todos esos pordioseros indignos —tantas veces aferrados con veinte uñas al rótulo patético de «perseguidos políticos»— consiguen trabajo bien remunerado; disfrutan hogares que no podrían darse el lujo de tener en sus propios países; en tantísimos casos se niegan a hablar el idioma inglés; se las ingenian para recibir buena educación y excelentes servicios médicos gratuitos, así como muchos otros beneficios aportados por el sistema; comen —más bien devoran— como nunca antes pudieron hacerlo y adquieren bienes con los que apenas podían atreverse soñar en sus paupérrimos lugares de origen. Pero, como pago amargo para toda esa generosidad recibida, se obstinan en morder la mano que los alimenta.

            Es toda esa gentecilla, en definitiva, la que con creces sigue justificando aquella ácida respuesta del escritor americano James A, Michener, cuando le preguntaron por qué razón no escribía una gran novela sobre América Latina: “Porque es un continente de segunda, habitado por gente de tercera”, dijo.

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