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Año IV - Nº 260
Uruguay,  16 de noviembre del 2007
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Hana Fischer

¿Por qué fracasan los planes de desarrollo?

por Hana Fischer
 
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            La prensa uruguaya informa acerca de otro fabuloso plan gubernamental. Uno de esos que, como hongos salidos después de la lluvia, abundan en nuestros países y en cuyo diseño los políticos y funcionarios dedican mucho tiempo y dinero.

            Leemos en la prensa que el coordinador de Estrategia de Desarrollo y Planificación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) descubrió la fórmula para que Uruguay supere nuestro pobre desempeño económico a lo largo de tantas décadas. La elaboración de la propuesta está a cargo de técnicos de la OPP, de varios ministerios y de la universidad estatal.

            El lúcido jerarca nos explica que “la gran mayoría de los países exitosos en el mundo piensan en escenarios de largo plazo”. Asimismo afirmó que algo más de 20 años es un plazo “razonable para imaginarse la maduración de ciertas inversiones en infraestructura” y ese tiempo permite “vislumbrar los potenciales cambios en materia tecnológica” y los posibles escenarios “de la economía mundial y regional”. Nos maravilló tal omnisciencia.

            Además, nos aclaró que “esto no es crear planes al estilo tradicional ni reeditar la elaboración de una montaña de documentos inútiles”.

            Siempre y en todas partes los planes de desarrollo han resultado un fiasco. Uno de los más célebres propulsores de tan genial idea fue el francés Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), ministro de Luis XIV. Concibió una variante del mercantilismo, cuyo propósito declarado era la industrialización del país y el propósito oculto poner el poder absoluto en manos del rey.

            Los resultados económicos fueron mediocres, pero logró un éxito arrollador en sus objetivos políticos. Hasta el día de hoy se considera al Rey Sol como paradigma del absolutismo. Y como efecto colateral se sembró el caldo de cultivo de la sangrienta Revolución Francesa que estalló en 1789.

            Mientras los burócratas franceses se empeñaban en planificar el desarrollo de la nación, en Inglaterra avanzaba, sin aspavientos, la Revolución Industrial. Sus fundamentos eran totalmente opuestos a los de Colbert y se basaban en el respeto irrestricto a la propiedad privada y a los contratos, sin planificación centralizada. Se permitía que cada quien persiguiera su propio interés como mejor le pareciera, siempre y cuando respetara los derechos de los demás. Las consecuencias de esa política de libertad económica fueron extraordinarios: aquellos que guiados por el afán de lucro satisfacían mejor las necesidades de sus semejantes fueron recompensados por los consumidores, haciéndoles ricos. Quienes no lo lograban estaban condenados a descender en la escala social. Así, los recursos escasos de la nación fueron invertidos del modo más productivo y eficiente.

            Los resultados económicos fueron espectaculares. Inglaterra se convirtió en la nación más rica, poderosa e industrializada del mundo. En el plano político, las derivaciones no fueron menos ventajosas: cortaron de cuajo toda tendencia absolutista, afianzando la monarquía parlamentaria. Y el hecho que cualquiera, mediante su propio esfuerzo podía enriquecerse hizo prevalecer la percepción de justicia social que trajo paz y armonía.

            No hay misterio en desarrollo. Es el fruto del afán de los emprendedores. Su labor fundamental es especular sobre las condiciones futuras del mercado, un porvenir que por definición es incierto. Los adelantos técnicos también son relevantes, pero difíciles de vislumbrar.

            Sólo cuando existe responsabilidad patrimonial en ganancias y pérdidas derivadas de realidades constantemente cambiantes puede haber desarrollo económico. El mercado libre es la visualización de las múltiples acciones humanas. Y en él, cada uno de nosotros -actuando indistintamente como productor o consumidor- marcamos el rumbo a seguir. Es una creación espontánea, colectiva y descentralizada.

            Por el contrario, el burócrata planificador representa la antítesis de toda esta realidad y los planes de desarrollo están siempre condenados al fracaso.


Fuente: Aipenet
 
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