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Año III - Nº 169
Uruguay, 17 de febrero del 2006
Inscripto en el Registro de Derechos de Autor en el libro 30 con el No 379
 

 

 

 
¡Buena mente, Benavente!
* Marcos Cantera Carlomagno

Los otros días, durante mi gimnasia diaria con las palabras, me enteré de una anécdota verídica y testimoniada, perteneciente al género de las geniales. Resulta que un día el destino quiso que dos adalides de las letras españolas, y enemigos personales por añadidura, Ramón del Valle Inclán y Jacinto Benavente, se encontraran en la puerta misma de un hotel. Ambos tenían por intención entrar, pero la cuestión era quién lo haría primero. Pequeño detalle, éste, no exento de muchas dimensiones.

Jacinto Benavente

La incertidumbre duró sin embargo poco, y del Valle Inclán avanzó resoluto hacia la puerta, al mismo tiempo que decía, en voz alta y clara, "yo no le cedo el puesto a un puto". Benavente, como siempre claro de mente, replicó "yo, sí". Y lo dejó pasar...

Recuerdo otra anécdota del genio. Corrían los años Veinte. Y Benavente recorría Argentina como director artístico de una compañía teatral. Dramas, sainetes, comedias, entremeses, tragedias... Lo suyo. Allí se entera de que Suecia le ha dado el Premio Nóbel correspondiente a 1922. Don Jacinto se apresta entonces a dejar Argentina, seguido y perseguido en su camino al puerto por un enjambre de periodistas. Uno de ellos insiste en saber qué piensa el dramaturgo de Argentina y de los argentinos en especial. Llegado a la escalerilla, Benavente se detiene, pregunta retóricamente con voz afectada "¿Los argentinos?", y dice luego de un instante, dirigiéndose a todo el grupo: descubrid la única palabra en toda la lengua castellana que se escribe con las mismas letras que la palabra argentino. Y así diciendo se subió al barco camino al Viejo Mundo. Poco después, un atribulado periodista descubrió que la palabra en cuestión era... ignorante.

Ramón del Valle Inclán

¡Qué no habría inventado y combinado Benavente en la era de las computadoras!

Bueno, y como estamos en el tema, y por aquello de las trilogías, les cuento algo que tiene que ver con don Jacinto, sin que en realidad haya sido obra directa suya. Me refiero a la Plaza Benavente, en Madrid, punto de pasaje de infinitos paseos madrileños en mis cuatro años españoles.

La Plaza Benavente queda a los traseros de Puerta del Sol, y se caracteriza, más por los cines y el movimiento, que sí lo hay, por las putas que se empecinan en poblarla. No son éstas putas lindas ni jóvenes ni vistosas, sino que viejas putas venidas a menos. Putas de rostros marchitos y ancas desvencijadas, armadas aun de aquellas grandes carteras de cuero negro, tan espaciosas para llevar los aerosoles para el pelo y las axilas como efectivas y contundentes a la hora de moquetear algún desbordado. Allí están, con sus kilos y sus historias, en la mitad de la tarde. Rodeadas, como restos de dulces de algún banquete abandonado, de sus séquitos de moscas: pequeños viejos de sombreros pasados de moda y bigotito fino. Son ex clientes, ex amantes y confidentes de décadas, salidos de la colmena de Cela y puestos a tomar el tenue sol invernal de la capital castellana con, quizás, la única compañía que poseen.

Plaza de Jacinto Benavente en Madrid

Además, y ya es mucho, la Plaza Benavente y sus entornos tiene (o tenía, pues de ésto hace un lustro y más) varios negocios de ortopedia, de los que ya no se ven por otros lugares. En uno de ellos compré una faja tan efectiva que de sólo pensar en ella se ahuyentan los dolores de espalda. Son negocios momificados, con empleados vestidos de guardapolvos grises; con grandes cajas registradoras de aquellas con un dedo indicando el valor a pagar; con estanterías de roble y caoba y cedro, llenas de cajoncitos; con vidrieras que más que otra cosa recuerdan museos de tortura, pues los aparatos que allí se exponen (bastones plegables, suspensores, violines para enfermos y ancianos, medias piernas, manos con guantes) dan, de sólo mirarlos, dolor y aflicción.

Uno de estos negocios tenía, y espero que aún lo haga, dos ejemplares de pilots para lluvia: uno de hombre y otro de mujer. Eran de plástico duro, indoblable, rígido, y estaban puestos sobre dos modelos de madera, de esos sin cabeza. El tono de los pilots era bastante milagroso, pues cada vez que los estudiaba me parecían de otro color. Bordeaban, de cualquier manera, el oscuro que va del marrón al azul, pasando por el verde y el pardo. El pilot de hombre era derecho, liso y llano. Al agua no le quedaba más remedio que seguir corriendo hacia abajo, tal como había llegado. El de dama, por su parte, tenía dos senos moldeados, dos senos puntiagudos, dos senos rígidos de tamaño estándar, si es que hay un estándar en este tema, sobre cuyas laderas y cimas el tiempo y la falta de limpieza habían ido amontonando una capa de polvo.

Me gustaba, por las tardecitas, antes del chocolate con churros en la calle Mayor, pasar por la Plaza Benavente y mirar todo: putas viejas, aparatos de tortura y pilots fabricados en los años en que España estaba tan aislada que nada ni nadie de ella se iba y nada ni nadie en ella entraba.

En fin, me pregunto, y a eso iba antes de irme por otros lados, qué habrá pensado Ramón del Valle Inclán cuando Benavente le puso ese dardo en las espaldas...

 

 
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