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Año III - Nº 173
Uruguay, 17 de marzo del 2006
Inscripto en el Registro de Derechos de Autor en el libro 30 con el No 379
 

 

 

 

Sobre papeleras, papelitos y papelones
Por Carlos Zampatti
El Diario del Fin del Mundo - Ushuaia - Tierra del Fuego


Aunque parezca insólito, existen pocas actividades culturales tan perjudiciales para el medio ambiente como el cultivo del arroz, ya que produce un importantísimo aporte de gas metano a la atmósfera, haciendo aumentar considerablemente el efecto invernadero. Sin embargo parece ser poco probable que a alguien se le ocurra organizar piquetes para reducir la superficie sembrada en los artificiales humedales de la India, Camboya, China, el italiano valle del Po (origen de esa maravilla llamada Carnaroli) y, sin ir más lejos, en nuestra mesopotámica Corrientes. El sentido común, o el hambre de cientos o millones de personas, se lo impediría.

La crianza de vacunos es otra labor significativamente perniciosa para la atmósfera, ya que lo que esas criaturitas de Dios emiten constantemente a través de sus eructos y flatulencias (ver nota en El Diario del Fin del Mundo del 10 de marzo de 2005) luego de una generosa ingesta de yuyitos silvestres, pasturas y/o granos varios (ya que para el caso es lo mismo que sean vacas de pradera, de feedlot o de graneros), no es otra cosa que gas metano, cuya contribución al calentamiento global alcanza a casi el 20%. ¿Deberíamos por eso, entonces, limitar la cantidad de cabezas de ganado?

Cosechar cereales en campos fertilizados artificialmente produce contaminación, porque los residuos de los nitratos, si la fertilización se realiza descontroladamente, se filtran en las napas subterráneas. ¿Debemos, por lo tanto, oponernos a la fertilización, cuando gracias a ésta la producción mundial de cereales ha aumentado exponencialmente en los últimos cincuenta años, y aún así no se logra alcanzar un volumen de cosecha suficiente como para eliminar el hambre mundial?

Construir barrios (pueblos, ciudades) impacta altamente el medio ambiente ya que se alteran las condiciones naturales de los suelos, modificándose o eliminándose el hábitat natural de especies vegetales y animales. Por añadidura, se genera un microclima (por acción residual de la calefacción en los lugares fríos, y por acumulación térmica en los lugares cálidos) que inevitablemente modifica las condiciones climáticas locales, inclusive a nivel regional.

Pavimentar una calle o una ruta produce un serio impacto ambiental, ya que al modificarse las condiciones naturales del suelo, con la consiguiente pérdida del poder de amortiguación de la velocidad de escorrentía, las aguas pluviales aceleran la velocidad en su recorrido hacia sus reservorios naturales (lagunas, lagos, mares), produciendo socavaciones, deslaves, inundaciones, etc. ¿Qué hacer entonces?, ¿piquetes impidiendo la construcción de nuevos barrios y la pavimentación de calles y rutas?

Lo anterior intenta ser una somerísima explicación de que cualquier actividad humana, desde que el mono se convirtió en hombre, supuso un cambio en el ecosistema, ya que el impacto ambiental cero no existe. Vivir significó, desde siempre, modificar el medio ambiente. Y no por ello resulta imaginable suponer un piquete de hombres de Nearthental tratando de impedir que el hombre de Cromagnon clavara un lanzazo en un mamut o en un tigre dientes de sable, porque éstos corrían riesgo de extinción. (De paso, cabe señalar que quienes se extinguieron fueron, además, los nearthentales).

Las plantas celulósicas, como pasa con cualquier actividad humana, son contaminantes. Verdad de Perogrullo que nos pretenden revelar como la quintaesencia del capitalismo salvaje y expoliador. Todo es cuestión de saber ponerle límites a esa contaminación de tal manera que el impacto sea el mínimo posible y sostenible en el tiempo. No es oponiéndonos a su construcción como actuamos inteligentemente, sino exigiendo (ahí sí con firme energía) que no pasen de un máximo nivel de polución admisible. ¿Cuál habría de ser ese punto? Pues, por ejemplo, el que rige en los países del primer mundo que tienen buena experiencia en el tema. Si ellos asumen que un determinado nivel de contaminación es sostenible en su propia casa, ¿por qué debemos ser más papistas que el Papa exigiendo a las fábricas un nivel cero de polución?

Lo anterior no significa avalar ni repetir experiencias industriales que dieron como resultado el Riachuelo, La Forestal, las viejas minerías (Minera Aguilar, por ejemplo), etc. Nuestra perspicacia nos debería permitir alcanzar alternativas superadoras, ya que oponerse a esas actividades sólo por el mal recuerdo de prácticas pasadas significaría aceptar nuestra mediocridad y nuestra derrota como comunidad civilizada.

El ambientalismo criollo, aun sin pretenderlo, parece hacerle el caldo gordo a quienes se benefician con nuestro atraso, porque objetivamente propende hacia una desindustrialización de nuestros devastados paisitos. Según su visión, toda fábrica es contaminante, toda generación de energía (fósil, hidráulica o atómica) es contaminante, toda extracción minera es contaminante. Hasta la forestación es ambientalmente cuestionada (y ni hablar de los cultivos transgénicos).

Hemos recibido en los últimos tiempos andanadas de información tendenciosa que nos cuentan de olores nauseabundos, de residuos clorados en el río Uruguay, de contaminación visual y un montón de otras calamidades que nos traerán las plantas celulósicas. Y no es que nos mientan. Solamente nos muestran, mezquinamente, una parte de la realidad. Y mal. Porque contar la verdad a medias, es una sutil forma de mentir.

Por ejemplo uno se estremecería si nos dijeran, maliciosamente, que el monóxido de dihidrógeno, uno de los componentes imprescindibles para la producción de celulosa, es de altísima peligrosidad potencial. Ingerido excesivamente, en forma aguda causa la muerte por edema cerebral, y su ingestión crónica provoca serios problemas renales. Las normas de seguridad industrial establecen claramente cuál es el máximo permitido en forma de vapor, en un ambiente cerrado, para no causar trastornos, mientras que en ambientes saturados con este compuesto en forma líquida, su ingreso por las vías respiratorias causa la muerte en pocos segundos. Y que, además, su combinación con la electricidad puede ser también fatal para el ser humano. Es el momento de aclarar que el monóxido de dihidrógeno no es otra cosa que el agua (sí, H2O), elemento cuyas propiedades descriptas disminuyen en dramaticidad si sabemos de qué se trata. O sea que queda claro que aun lo nimio nos puede provocar zozobra si es descrito tendenciosamente.

Por eso en el tema de las celulósicas hay una mezcla explosiva de alto grado de sectarismo ambiental asociada a la desinformación de unos, la ignorancia de otros más la mezquindad y miedo al desarrollo industrial del resto. Y si a todo lo anterior le sumamos políticos que para no perder votos "acompañan" los piquetes populares en lugar de clarificar y hablar claro ante el engaño generalizado, mientras regurgitan bronca por los negocios perdidos, llegamos a esta situación actual: un gobierno que no sólo no sabe cómo sacarse el sayo de encima, sino que agrega ingredientes a la confusión general.

¿Resultado? Estamos ante una guerra de papel donde mientras los verdaderamente beneficiados con nuestros desatinos festejan, a lo Clemente, tirando papelitos desde la tribuna, nosotros nos encaminamos alegremente hacia un verdadero papelón. Del que, para peor, temo que no habrá retorno.

Publicado en El Diario del Fin del Mundo/Ushuaia/Tierra del Fuego/Argentina

 
 
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