¿McCain? ¿Obama? ¿Cuál es el menos malo?
por Carlos Ball
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Muchos estuvimos pegados al televisor durante el reciente debate de los candidatos presidenciales. Queríamos saber si uno de ellos nos ofrece remedios a las desastrosas políticas de George W. Bush, a un gobierno federal desbocado e incapaz de frenar constantes piñatas en beneficio de grupos políticamente poderosos, todo ello con cargo a los contribuyentes del impuesto sobre la renta, mientras paralelamente se debilita el poder adquisitivo del dólar.
Si usted cree que lo peor que ha estado sucediendo ha sido convertir a las fuerzas armadas de Estados Unidos en policías del mundo --sin importar mucho el costo en vidas de conciudadanos ni en endeudamiento público--, quizás debe votar por Obama, pero debe estar consciente que aún sin guerras éste gastará más.
Si usted cree que la profunda depresión que encaramos ha sido causada por el fracasado intervencionismo en todas las actividades ciudadanas, del intento de convertir al gobierno federal en financista de la fracasada “revolución energética” del etanol, a la vez que se prohibía explotar nuevas fuentes petroleras en Alaska y en las costas, de politizar y complicar al máximo todo lo relacionado con la salud (disparando así el precio de las medicinas, de los exámenes médicos y de la hospitalización, con lo que se ha logrado que la familia promedio viva asustada porque no puede enfrentar el costo de una enfermedad grave ni tampoco las crecientes primas de los seguros médicos), si su pequeña empresa sufre porque le han cerrado las puertas al ingreso de mano de obra barata y competente del extranjero o porque sencillamente se siente agobiado por la multiplicación de regulaciones, trabas, reglamentos, permisos e impuestos o si espera que el gobierno se haga cargo de la hipoteca que no puede pagar, su candidato es McCain.
Pero no deja de ser trágico que tengamos que escoger entre ese y aquel, cuando lo que la nación entera necesita son las políticas de gobierno limitado y respeto por los derechos individuales tan claramente definidos por los próceres fundadores. Ellos veían el ejercicio de la política como una obligación y aporte del ciudadano, no como el costosísimo puente a una vida de privilegios, donde el éxito se mide en la capacidad de repartir favores para recibir, en contrapartida, apoyo de cabilderos, grupos sindicales y empresariales que patrocinan y financian su reelección de por vida.
El cabildero, “lobbyist” en inglés, es el importante personaje en Washington que, a la sombra de la legislatura, ministerios y agencias gubernamentales, se dedica a influenciar decisiones para que ellas resulten favorables a los intereses de sus clientes. Es decir que el éxito del cabildero se mide por las condiciones y tratamientos especiales que consigue para su clientela (hacendados, grupos financieros, ambientalistas, sindicatos o determinadas industrias) y que siempre significan un mayor costo para el ciudadano promedio, para el consumidor común y corriente.
En días recientes, los bancos y empresas financieras que a través de los contactos políticos de sus principales accionistas y de sus cabilderos consiguieron una rápida inyección de fondos gubernamentales han sido rescatados, mientras que otros --como Lehman Brothers-- desaparecen, afectando gravemente a miles de clientes, pero no tanto a sus altos ejecutivos que han estado recibiendo millones de dólares en sueldos y bonificaciones especiales.
Cuando se habla de cabilderos pensamos que son unos pocos afortunados con amigos y familiares cercanos a la cúspide del poder político, pero en realidad se trata de más de 35 mil personas dedicadas a obtener favores políticos para sus ricos y poderosos clientes. A los cabilderos y a sus clientes, lo mismo que a los congresistas y burócratas que les sacan provecho, no les interesa para nada que todo su embrollo salga a la luz pública. ¿Acaso algún candidato nos ofrecerá acabar con esta falta de transparencia e inmensa fuente de corrupción y distorsión en la promulgación y aplicación de nuevas leyes y reglamentos?
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