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Año V Nro. 308 - Uruguay, 17 de octubre del 2008   
 

Visión Marítima

historia paralela

 

Fallas Del Intervencionismo
El origen de la crisis
por Charles Philbrook

 
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         El mundo va hacia una gran crisis financiera cuyas consecuencias en la producción y el empleo ya empiezan a sentirse en economías desarrolladas y emergentes, en Asia, Europa y América Latina. 

         Todo indica que esta vez no hay nada que los bancos centrales puedan hacer, pues, o salvan a los mercados financieros del precipicio al que los han llevado —pero dejan que el alza en los precios se desboque— o acaban con esta alza —subiendo las tasas de interés—, y estoicamente contemplan cómo estos mercados se despeñan. 

         El mundo, queda claro, se encuentra entre dos grandes peligros, dos monstruos, Escila y Caribdis, de forma que si nos alejamos de uno nos acercamos al otro. Pero ¿cómo se llega a esta situación?

         Quienes ven pasar el mundo desde la rive gauche encuentran en esta crisis una prueba más, una indudable prueba más, de que su origen yace en una ‘falla de mercado’.  Nada, sin embargo, más alejado de la verdad, porque como irán descubriendo, a medida que avancen en la lectura, todo este desbarajuste financiero tiene su origen en una ‘falla de gobierno’ (que las hay, y muchas).

         Cada vez que un gobierno interviene en la actividad económica estableciendo o fijando el precio de tal o cual producto, se presentan dos escenarios posibles:

• o hay escasez, es decir, exceso de demanda (a la que se llega cuando el precio gubernamental se encuentra por debajo del precio al que la libre interacción en el mercado lo llevaría —castigando así a los productores—)
• o hay sobreoferta (que se da cuando el precio gubernamental se encuentra por encima del precio de mercado —castigando ahora al consumidor—). 
         Una y otra vez, cuando los gobiernos intervienen fijando o controlando precios, se llega inevitablemente a uno de estos dos resultados descritos.  Y se llega a esta situación porque únicamente a través de la interacción entre productores y consumidores los mercados ‘descubren’ ese precio en el que lo que se consume es igual a lo que se produce. 

         No hay manera posible de que los gobiernos tengan acceso a esta información si esa interacción no se ha dado.  Pues bien, vayamos directamente a la falla de gobierno. 

         La tasa de interés —que algunos desinformados economistas definen como ‘costo del dinero’— probablemente sea la variable más importante en toda la economía.  Y, sin embargo, y siendo la más importante, es la variable que en la mayoría de países sigue siendo arbitraria y centralmente planificada desde el Estado, desde los bancos centrales (¿dónde está el ‘libre mercado’?). 

         Cada vez que un banco central fija la tasa de corto plazo (que influye en las de largo plazo) por debajo de la wickselliana tasa natural de mercado, en la que el ahorro y la inversión se encuentran en igual nivel, se incentiva la inversión pero se castiga el ahorro.  De igual manera, cuando arbitrariamente se fija ésta por encima de la tasa de mercado, se incentiva el ahorro y se reduce el nivel de inversión. 

         Hasta aquí uno puede fácilmente argüir que es bueno que aumente la inversión porque esto lleva a una mayor producción y a un mayor nivel de empleo.  Éste, sin embargo, es un enfoque equivocado, porque si una ‘artificialmente’ baja tasa de interés aumenta la inversión a costa de un menor ahorro, ¿cómo o ‘quién’ cubre ese diferencial? 

         Ese diferencial, como podrán intuir, debe de salir de algún lado, y ya que no sale de este último ni sale de una mayor producción (que todavía no se ha llevado a cabo), sólo puede salir del monopolista central del dinero que lo crea literalmente del aire, ex nihilo, de la nada.

         Esta artificial expansión del dinero y el crédito, que no tiene un soporte sólido ya que no está basado en un mayor ahorro, es la causa del ciclo económico, es la razón principal por la que las economías experimentan periodos de auge y recesión, y es la sílaba decisiva que siempre le faltó a esa charada teórica que siempre fue el marxismo. 

         La sobreinversión y posterior colapso de los márgenes en las utilidades corporativas, que Marx atribuía a fallas ‘inherentes’ al capitalismo, en realidad, eran y siguen siendo fallas inherentes a la institución monetaria de la banca central. Un nada santo origen.

         El primer banco central se estableció en Inglaterra, en 1694, producto de un acuerdo entre la Corona y un grupo de oscuros financistas timoneados por un escocés, un tal William Paterson. La llegada de este personaje —un truhán para sus contemporáneos— era providencial, después de todo, la guerra civil (1642-1651) y los interminables conflictos con los franceses habían terminado por llevar al Estado inglés a la bancarrota: subir los impuestos más, ya no se podía — no se vive para trabajar y pagarlos— y la emisión de bonos era otro imposible —a eso había llevado desconocer el pago de deudas pasadas.

         Pero Paterson minimiza los graves problemas de la caja fiscal y ofrece solucionarlos si el Parlamento le otorga la facultad de emitir billetes con un mínimo de respaldo en oro.  La oposición parlamentaria no ve con muy buenos ojos esta operación, pero el financista rápidamente les hace notar que no tienen otra salida. 

         Y como para que no sigan dudando y debatiendo, ofrece que gran parte del dinero que se imprima servirá para comprar los bonos del gobierno.  Al dar su visto bueno, el Rey y el Parlamento inglés creían que firmaban así la partida de nacimiento del Bank of England, cuando en realidad lo que hacían era crear una nueva institución del Estado moderno: el banco central.  (Los libros de historia dan cuenta de que el Rey y un selecto grupo de parlamentarios fueron incorporados como accionistas en esta gran fábrica del dinero.)

         El Banco de Inglaterra se fundó para crear dinero, y crear sin freno alguno es lo que hizo: dos años después, en 1696, y como era de esperar, la insolvencia toca las puertas del banco.  Los billetes emitidos pierden un 80% de su valor y, por vez primera —sentando así un precedente— el gobierno permite que se suspenda la convertibilidad con el oro (se legalizaba la expropiación oculta).

         A este privilegio en la suspensión de la convertibilidad, el paso del tiempo le va sumando otros: en 1698 se decreta que la falsificación de sus billetes fuese condenada con la pena de muerte (hoy con la pena de cárcel), y en 1708 se le otorga al banco el “cuasi monopolio” sobre la emisión de billetes, que hasta antes de promulgada la ley, pequeños bancos en las afueras de Londres podían realizar, siempre y cuando estuviese respaldada en oro.

         En 1793, después de una serie de pánicos financieros y corridas bancarias —recuerden: buena parte del respaldo de estos billetes era aeriforme, gaseoso—, el Parlamento permite, once again, la suspensión de la convertibilidad con el oro; esta vez duraría hasta 1821.

         Lo dicho hasta el momento puede llevar a pensar al lector que la creación de este banco fue un negocio redondo para el Estado inglés; y lo fue en la medida que resultó siendo uno desastroso para el pobre pueblo. Veamos: un producto no puede ser consumido por dos personas al mismo tiempo, por consiguiente, si una consume la otra ahorra.  Pero quien ahorra lo hace con la visión de un mayor consumo en el futuro, y esto sólo es posible si el dinero no pierde su poder adquisitivo. 

         Por lo tanto, cada suspensión en la convertibilidad llevaba a que el gobierno desconozca parte de la deuda pública (sus guerras, en otras palabras, habían sido financiadas por un menor consumo del pueblo) y a una masiva destrucción del ahorro (que con el tiempo se traduce en una menor producción). 

         Cabe preguntarse, entonces, cuánto más desarrollada hubiera llegado a ser Inglaterra si no hubiese continuamente ultrajado económicamente a su pueblo. Cuánto más… Este hermoso país (al que mis antepasados llamaron patria), desde la fundación del Banco de Inglaterra hasta hoy, ha atravesado por innumerables periodos inflacionarios, de crisis y pánicos financieros (¿familiar?). 

         Esto no era típico del capitalismo como especulaba Herr Marx, ni mucho menos consecuencia directa de la industrialización en el proceso productivo.  Prueba de ello es que Escocia, unos cuantos kilómetros al norte de Inglaterra, y como hace notar el profesor Lawrence H. White, del departamento de Economía de la University of St. Louis, “[siendo] una nación industrializada, con instituciones monetarias, crediticias y bancarias altamente desarrolladas, disfrutaba de un asombroso clima de estabilidad macroeconómica”. 

         A diferencia de Inglaterra —y esto explica la estabilidad—, “Escocia no tenía política monetaria o banco central, y no tenía regulación política alguna sobre la industria bancaria”.  [“Free banking in Scotland prior to 1845”, 1979 (ensayo)].

         Eso fue en el pasado, podrán pensar —con justa razón—, pero hoy todos los países tienen un banco central que “regule y controle la emisión de dinero”.  No todos: hay interesantes casos de países como Panamá, que desde su fundación no consideró necesario contar con uno. 

         En un interesante artículo, David Saied Torrijos, director de Políticas Públicas del Ministerio de Economía y Finanzas de Panamá, explica que “manejar una economía sin un banco central no es un concepto utópico. La República de Panamá nunca ha tenido banca central; esto nos ha permitido disfrutar de una de las macroeconomías más estables y sólidas del mundo (…).  La macroeconomía panameña es la única en Latinoamérica que no ha sufrido colapsos financieros y que no ha recibido el contagio de los excesos financieros de sus vecinos: ni del “tequilazo”, ni de la “zamba”, ni del efecto “tango”.  [“Panamá, economía sólida sin banco central”, mayo/2007, Agencia Interamericana de Prensa Económica].

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Gentileza de: ContraPeso.info
 
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