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La Constitución que está en juego: economía
por Fernando Molina
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En este momento, luego de la victoria de Evo Morales en el plebiscito del 10 de agosto y de la ulterior derrota de la oposición regional en la movilización de septiembre, parece cierto que el país se encamina hacia un nuevo referendo, el cual se está negociando en este momento. A diferencia de los anteriores, éste sentará las bases de su organización económica y política por al menos un lustro.
Conviene, pues, saber lo que está en juego.
Hay que decir de partida que la Constitución aprobada cuestionablemente en la Asamblea Constituyente, y que ahora corresponde someter al voto popular, respeta los tres grandes derechos liberales que el occidente considera fundamentales desde la Revolución Francesa: vida, libertad y propiedad. Sin embargo, no lo hace de idéntica forma. Protege ampliamente el primero, en la mejor tradición humanitaria boliviana, mientras que pone a los dos siguientes serios límites, los más importantes que se hayan conocido en la historia legislativa boliviana.
La Constitución sólo acepta el derecho de propiedad "siempre que ésta cumpla una función social", lo que se repite en nuestras cartas magnas desde 1938; pero a ello ha añadido lo siguiente: "se garantiza la propiedad privada siempre que el uso que se haga de ella no sea perjudicial al interés colectivo".Y luego, más adelante, que la iniciativa privada debe "contribuir al desarrollo del país" para ser respetada por el Estado.
Esta redundancia es muy decidora. En todo el documento se puede percibir un indisimulado recelo respecto a la gran propiedad privada, que encuentra su paroxismo en el campo de los recursos naturales. Allí se dice una y otra vez, con insistencia machacona, que el Estado puede y debe participar directamente de la producción, que debe controlar estratégicamente a todos los otros actores, que éstos no tendrán ningún derecho propietario y que deberán pagar compensaciones por la explotación de los recursos de modo que el Estado reciba un beneficio "equitativo", etc. Y aunque en casi todos los casos se permite que haya una cierta participación privada, en ninguno se trata de facilitarla y mucho menos impulsarla.
En otras palabras, aunque no se dice que el Estado debe monopolizar la explotación de los recursos, se tiene esta idea, por decirlo así, "en la punta de la lengua", y si no se expresa claramente es sólo en consideración a la pobreza del país y a la necesidad que tiene del financiamiento transnacional para poner en funcionamiento su industria extractiva.
La excepción la encontramos en el sector eléctrico, en el que la eliminación de la empresa privada se torna total: "La cadena productiva energética no podrá estar sujeta a intereses privados, ni concesionarse", dice el artículo 376. La aplicación de esta disposición implicaría la nacionalización de una importante cantidad de empresas extranjeras, lo que ya ha comenzado a gestionarse.
Esta aversión por las transnacionales se expresa también en la ruptura de uno de los principios de la Organización Mundial del Comercio en la que participa Bolivia, la igualdad entre los inversionistas extranjeros y nacionales.
A contrapelo, esta Constitución señala que "la inversión boliviana será priorizada frente a la inversión extranjera" (aunque al decir esto contradice uno de los basamentos económicos que establece ella misma, según el cual ningún sujeto económico debe recibir un tratamiento "más favorable"). Como resultado tenemos que, de ser aplicada, esta Carta repelería a la gran inversión extranjera. Y no sería por error, sino por un deseo conciente. En su punto de más extremo nacionalismo, la Constitución considera el ofrecimiento de ventajas a las empresas extranjeras y cualesquiera actos de "enajenación de los recursos naturales... a favor de potencias, empresas o personas extranjeras" como un delito de "traición a la patria", exactamente igual que el de tomar las armas contra el propio país, y pasible por tanto también a condena de 30 años de prisión sin derecho a indulto.
Esta es la forma en la que la mayoría oficialista de la Asamblea ha traducido al lenguaje constitucional el deseo del presidente Evo Morales de sancionar de forma draconiana a quienes en el futuro intenten privatizar las empresas públicas. El Presidente incluso habló de la pena de muerte. Aunque la Constitución no llega a tanto, en todo caso, de perfeccionarse, su contenido restringiría gravemente la libertad de pensamiento de los bolivianos en materia económica. En el futuro los ciudadanos tendrían sólo tres opciones: o coincidir con el mencionado nacionalismo económico, o tratar de cambiar la Constitución, o no participar en política. (En contrapunto, este proyecto amplía la libertad de los bolivianos al separar el Estado y la religión y al poner límites estrictos a los mecanismos coercitivos del Estado).
En cambio, el documento no cumple el deseo presidencial de levantar el secreto bancario, consigna tantas veces empleada por Evo como caballito de batalla. El secreto bancario sigue consagrado como una garantía constitucional. Por otra parte, el Estado productor diseñado por esta Constitución debe ser, por mandato de ella, también un Estado del bienestar, encomendado de proveer muchos y muy diversos servicios públicos, redistribuir la riqueza agraria, promover la economía popular, generar empleos formales, crear empresas estatales que generen bienes públicos, formar fondos financieros no bancarios, repartir rentas de vejez, etc. Nos encontramos ante un movimiento que ya es clásico: si se pone al Estado en el centro de la economía es para darle los mecanismos necesarios para repartir prosperidad entre todos.
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