LA PARTIDA
Hoy, ya en la tranquilidad del retiro, reposando en mi sillón, siento volar mi pensamiento a aquellos momentos lejanos pero tan claros en mi mente. Con la perspectiva que da la distancia de los años, puedo cuantificar la magnitud del profundo dolor de la separación.
Un mundo lleno de ternura familiar, conocido, monótono, sosegado, pero vivido en plenitud tenía que quedar atrás, y un mundo nuevo, duro, difícil, desconocido se abría ante mí, llenándome de expectativa y de zozobras.
Luego de ese paso tan traumático y doloroso, que implica la ruptura del cordón umbilical, pasado el tiempo y ya en pleno trajín en la gran ciudad, uno comienza a adaptarse, aprendiendo a vivir diferente; pero la unión espiritual con los orígenes se mantiene vigente, vívido, latiendo cual corazón en forma permanente, teniendo y pensando siempre en la perspectiva del retorno y el reencuentro con la familia , los amigos y el pueblo, aunque más no fuera por unos días. Pero mi historia se centra en el drama de dejar atrás tantas y tan queridas cosas...
Era la separación definitiva...
Siempre había sido muy de mi casa, sin salidas por más de uno o dos días en que había venido a Montevideo, por trabajo, con el escribano que era mi patrón.
En oportunidad de mi participación en el concurso para el Banco, había viajado por una semana, pero como siempre, estuvo presente casi como una obsesión, mi pronto retorno a casa.
Pero aquella madrugada del 20 de mayo de 1958, iniciaba yo lo que era la separación definitiva, en busca de ese porvenir que estaba, ahora sí, al alcance de mi mano.
Cuando regresé del concurso, en el que superé satisfactoriamente las pruebas, pletórico, feliz, fui a pasar unos días a la casa de campo de mi Tío Modesto, en las Sierras del Alférez de Maldonado, a 32 Km. de la ciudad, un maravilloso lugar que gracias a la generosidad de aquel gran hombre, utilizábamos en familia como lugar de vacaciones.
Y el viernes 17 de Mayo, mientras escuchábamos el informativo local, momento de silencio obligatorio en casa del tío, se oyó el fatídico pero esperado llamado: “Es esperado en Rocha con urgencia, por razones de trabajo, el joven ...... El momento había llegado.
Como consecuencia de que había estado lloviendo durante los últimos tres días, no había ningún tipo de transporte para el regreso solicitado y lógicamente obligatorio e impostergable.
Por suerte, en ese momento surgió la voz de la tía que espontáneamente estuvo de acuerdo en hacer el viaje a Rocha a pie, para lo cual ella estaba dispuesta a acompañarme, junto con mi prima y una amiga con la cual yo tenía una muy particular simpatía...
Al otro día muy tempranito, con la salida del sol iniciamos el viaje, con vituallas y bebida para el camino...
Atravesando campos y vadeando cañadas, cruzando montes naturales y subiendo y bajando lomas, algunas muy pronunciadas, fueron pasando las horas, y entre charlas, risas y paradas de descanso, llegamos a Rocha ya muy entrada la noche.
Fue una hermosa experiencia que jamás olvidaré. Tampoco dejaré de recordar la buena voluntad y comprensión demostrada por la tía, que se prestó a tan enorme sacrificio, y que realizaba de muy buen grado, según lo expresó, en aras de mi futuro.
Ese sábado y domingo todo era distinto en mi casa. Toda la familia sentía el peso de la situación. Caminábamos silenciosos por la casa, evaluando el alcance de aquella despedida, que desde el lunes sería para ellos mi ausencia permanente y para mí, el alejamiento de mis padres y hermanos y de aquella casa donde había transcurrido toda mi infancia y adolescencia.
Los consejos y las palabras de aliento estaban en todas las conversaciones y cerca del mediodía, a la hora del mate, que todos respetábamos como momento íntimo y sagrado, el fantasma de la separación era el dueño de sugestivos y prolongados silencios.
Lunes. Era una madrugada muy fría, una espesa cerrazón ponía un manto lúgubre sobre las calles de la ciudad, y mis padres me acompañaron hasta la Agencia, que en aquel entonces realizaba los viajes a Montevideo con la empresa Cope-Cromo, antecesora de la Empresa Onda.
Me parece sentir el profundo y dulce abrazo de mamita, entre lágrimas, con sus últimos consejos, y la voz quebrada de papito, que casi en secreto me entregó un paquetito, diciéndome:-“Cuando la uses, recuerda que te queremos y estamos pensando en ti... Que tengas suerte m´hijo”. El paquetito, que era una maquinita de afeitar de aquellas de abrir con una rosca desde el mango, quedó guardado en mi minúsculo equipaje, un pequeño bolso de mano, donde estaban todas mis pertenencias, todo lo mío, mi cepillo de dientes, un par de camisas y otras tantas piezas de ropa interior.
Dejaba atrás, una muy humilde vida de pueblo, rutinaria, carente de posibilidades e iba hacia un mundo lleno de cosas desconocidas, pero también lleno de ilusiones y expectativas. Dejaba a mis espaldas el niño que creció al amparo de una maravillosa armonía familiar, donde lo que sobraba por doquier era el afecto, la ternura y las carencias. Encaraba en ese instante un futuro extraño, solitario en primera instancia, comenzaba la vida del “hombre” y su lucha por un porvenir siempre incierto pero de alguna manera promisorio.
La ternura de aquella despedida, era muy grande y me llegaba corazón adentro, como las tantas dificultades económicas por las que pasábamos en aquel entonces. Lo que sobraba, como dije anteriormente, eran precisamente las carencias.
Ocupé mi lugar en el ómnibus, por casualidad junto a Alicia, una chica muy amiga, compañera de estudios y de bailes, que tal vez, la verdad, nunca lo supe, llevaba similar destino que el mío.
Como teníamos muchas cosas en común, y además era muy charlatana, fue dueña de la conversación, sin parar, durante kilómetros y kilómetros.
Yo me sentía mal, y trataba de reponerme. Estaba soportando la tremenda amargura de la reciente separación, apesadumbrado, pensando, triste, nervioso, expectante, con el miedo propio de quien inicia un largo y desconocido camino, sin saber lo que me esperaba en la primera seria encrucijada de mi vida.
La sentía hablar, pero no escuchaba lo que decía; más que hablar, sonaba, pero sus ruidos no me llegaban. En más de una oportunidad formuló una pregunta, que por supuesto debió repetir, incluso tocándome varias veces el brazo para llamarme la atención.- Era la suya una conversación banal, sin importancia, vacía, que obviamente, a ella le resultaba interesante pero yo no tenía deseos de mantener.
Comenzó a llover en el ya día oscuro y gris, y las gotas de lluvia empañaban los vidrios de la ventanilla, haciendo borrosas las imágenes exteriores y mis propios pensamientos. Me sentía vacío por dentro, y por encima de su murmullo, las palabras de mamita resonaban en mis oídos:
-Hijo, ten mucho cuidado, las calles son peligrosas, elige muy bien tus amistades, no precisa que laves la ropa, tráela el domingo próximo, cuando vengas...no salgas de noche y si lo haces acuéstate temprano…portate bien en el Banco y no llegues tarde, porque eso te perjudica…Te voy a estar esperando... y así, mil y una recomendaciones dadas en medio de la premura de la partida.
La angustia se apoderó de mí a tal extremo que en determinado momento, dejando de lado las más elementales normas de ética y buena educación, le dije a Alicia:-
-Por favor, Alicia no lo tomes a mal, no te enojes conmigo, pero... cállate un poquito porque tengo ganas de pensar..., y créeme...no vayas a reírte... pero discúlpame...tengo ganas de llorar.
Por suerte ella me entendió, y vio cómo, durante mucho rato, las lágrimas surcaban mi rostro como válvula de escape a aquella presión que me agobiaba. Me sentía niño, desamparado frente a los mil peligros que se avecinaban, y me sentía hombre dando el primer gran paso hacia mi propio destino, incierto, pero lleno de ilusiones. Escuché sí, las palabras de consuelo de Alicia, y le agradecí como pude su silencio y comprensión.
Al arribo, en la Plaza Libertad, me despedí de Alicia, una buena y simpática amiga que se perdió en los tiempos y nunca más volví a ver.
El escribano, mi ex patrón, tenía muchas relaciones y amistades en Montevideo, y había solucionado mi alojamiento en una casa de familia de su conocimiento, que daba algunas habitaciones a estudiantes a modo de pensión. Estaba en Pocitos, en la calle Obligado.
Ese mismo lunes 20 de mayo, ya afincado en mi nuevo hogar, y luego de pedir las informaciones y ayudas del caso, llegué al Banco cerca de las 13 horas.
Al pararme frente al casi centenario edificio, mi alma se ubicó en sus justos términos, sintiéndome solo, apabullado, mareado, totalmente abstraído y subyugado por la espléndida estructura edilicia, tan diferente a lo que en mi pueblo existía. Traspuse la puerta principal, y mi asombro no encontraba sus límites. Aquel enorme local, lleno de gente generando un murmullo que crecía y aumentaba desde el encerado piso negro hasta los enormes ravioles altísimos de la cúpula, aquellas columnas hermosas solo vistas y leídas en los libros, en fin, todo el entorno me acogía con la más fría indiferencia, mientras mi espíritu trataba de adaptarse a aquella realidad que me golpeaba. Minuto a minuto, me daba pautas y me convencía de que, espíritu positivo mediante, allí en aquel hermoso ambiente estaba mi futuro, mi vida, y mi porvenir. A esa idea me aferré con todas las fuerzas de mi alma.
Con la óptica del tiempo y la distancia, comprendo que aquello fue, lo que hoy es un maravilloso corolario: fue mi “casa” durante 40 años.-
Situaciones claras, vívidas, que traigo al tapete, porque aún hoy revolotean en mi mente, similar a una película recién vista, como el paso a paso de una adaptación que no por dura dejó de ser sólo el principio de una inigualable experiencia de vida, que por nada del mundo estaría dispuesto a cambiar.