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Año V Nro. 282 - Uruguay,  18 de abril del 2008   
 

historia paralela

2012

 

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Fernando Molina

La disputa por la tierra
por Fernando Molina

 
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         El conflicto entre el gobierno de Evo Morales y las élites económicas del país, que se concentran en el oriente del país, ha pasado por muchos escenarios, de la política a la economía, y viceversa, y ahora se encuentra en su punto neurálgico, quizá más doloroso que el de la federalización del país, y es el de la disputa por la tierra.

         Por primera vez durante el segundo periodo de la reforma agraria -comenzado en 1996-, el gobierno, que ha extendido y relanzado este proceso, está intentando verificar en el terreno la legalidad de algunas posesiones agrarias, mediante un operativo que dirige la Ministra del área y que en este momento es resistido, incluso con armas de fuego, por los hacendados del lugar. La constante conflictividad de Bolivia muestra así su fondo real: una lucha casi desesperada por el control de los recursos naturales, la única fuente de riqueza existente.

         La historia del país es de alguna forma la historia del enfrentamiento por la tierra, que es escasa y poco fértil, e insuficiente para todos los que la necesitan y demandan. En esas condiciones, no es extraño que la fórmula "la tierra es de quien la trabaja" terminara predominando en este país, puesto que la misma asegura que el proceso de redistribución de la tierra, y por tanto la disputa por ella, no acabe jamás.

         "La tierra es de quien la trabaja" ha sido la tesis con que los partidos nacionalistas bolivianos, durante casi un siglo, han asegurado sus posiciones políticas mediante la oferta y la concesión de este recurso a distintos grupos de interés. La tierra fue, a lo largo de estos años, la principal moneda de pago a los "clientelas" políticas.

         En los años 50 y 60 a los campesinos y a los "colonizadores" occidentales del oriente; en los 70 y 80 a las élites orientales interesadas en la agropecuaria industrial; en los años 90 a los recién redescubiertos y fuertemente apoyados "pueblos indígenas" (hoy mismo el operativo del gobierno busca consolidar un territorio indígena para los guaraníes, varios de cuyos miembros son sometidos a un estado de servidumbre medieval por algunos terratenientes). Durante este tiempo, la tierra, siempre requerida, no llegó a costar sin embargo nada. Incluso, como suele ocurrir, la continua repartija terminó ayudando a quienes no debía.

         Pero hoy, finalmente, el recurso se acabó. Con excepción de los parques nacionales y otras posesiones fiscales muy difíciles de aprovechar, toda la tierra cultivable del país tiene dueño. Por eso, hoy en día la tesis de que "la tierra es de quien la trabaja" implica la expropiación, ya no de las extensiones estatales que estaban disponibles en el pasado, sino de quienes se han convertido, con buenos o malos procedimientos, en propietarios de parcelas y haciendas que a veces cultivan y a veces no (y que por tanto podrían estar sujetos a expropiación), pero que en cualquiera de ambos casos están dispuestos a defender sus bienes a brazo partido.

         Por eso los propietarios que sienten que pueden ser avasallados se aferran a otra línea, opuesta a la anterior, y que puede formularse así: "la tierra es de quien posee título sobre ella". Tales son las dos posiciones en las que hoy se divide la lucha agraria. Esta contradicción adopta formas clasistas y regionales, como las que vemos en estos días. La corriente de la redistribución es la favorita de los campesinos pobres del occidente del país, siempre que se aplique a los propietarios del oriente y no a ellos mismos, claro. Y la corriente del título se halla en el centro del discurso del agro oriental, mucho más próspero.

         Sin embargo, en Bolivia la mayor parte de la tierra no cuenta con títulos oficialmente aceptados, ya que los existentes son objeto de muchos cuestionamientos. Por esta razón, la ley agraria de 1996 estableció un periodo de diez años de "saneamiento", es decir, de investigación estatal de los antecedentes jurídicos de cada posesión, y de su condición de fundo labrado o aprovechado, que es actualmente el principal requisito legal para acceder a la propiedad. Este proceso debía rematar en la adjudicación de títulos legítimos a quienes cumplieran los requisitos.

         Detrás de la aceptación de este procedimiento por parte de los terratenientes estaba la idea de concluir el "saneamiento" en diez años, y crear así mejores condiciones para poner fin a la reforma agraria. En otras palabras, se aceptaba el saneamiento pero sólo para, tan pronto como fuera posible, imponer el título como garantía definitiva de la propiedad.

         Esta fue la apuesta que comenzó a correr en 1996. Y entonces intervino, una vez más, la ineptitud del Estado y de las élites, que en la siguiente década no fueron capaces de titular más que el dos por ciento de las tierras cultivables del país. Así, no se logró asegurar la propiedad, generando un poderoso incentivo para que la redistribución continuara. El gobierno de Evo Morales, que como sabemos tiene una fuerte orientación redistribucionista, aprovechó esta situación, ampliando el periodo de "saneamiento" y convirtiendo la investigación de la condición de la tierra (es decir, la definición de de si ésta es o no un legítimo producto del trabajo) en un proceso permanente.

         Los resultados de esta política comienzan a notarse en estos días. Dada la ineptitud del Estado para sanear la propiedad de forma objetiva -demostrada fehacientemente en los últimos doce años- la fe en una "reforma agraria sin fin" abre un espacio de inseguridad jurídica en el que las presiones sociales, las denuncias interesadas y las conveniencias políticas pueden posibilitar la expropiación (esporádica y selectiva, antes que sistemática y masiva) de tierras en el oriente. Esto, claro, no justifica la reacción ilegal, e incluso delincuencial, de los propietarios que resisten violentamente a las autoridades agrarias. Sin embargo, hay que tener conciencia de que una reforma agraria arbitraria, politizada y cosmética no cambiará las estructuras de la sociedad boliviana y, en cambio, acrecentará sostenidamente los obstáculos que ya debe enfrentar el desarrollo rural.


Fuente: Infolatam
 
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