¿Quién le teme a las papeleras?
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por Pedro Pasturenzi
Buenos Aires | Argentina |
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Estimados participantes en las reflexiones sobre el caso pasteras, creo que las intervenciones de publicadas hasta el momento nos han recordado la génesis política del problema. Desde el lado uruguayo, un escritor insospechable de responder a intereses empresarios, tal como Mario Benedetti, sostuvo lo mismo.
El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, desechó hace pocos años una propuesta de una empresa para instalar una pastera en su provincia, al negarse dicha empresa a pagar la abundante “comisión personal” (léase coima) por él exigida. De allí que aceptó y estimuló, si es que no es que provocó, las primeras acciones de algunos pocos ambientalistas locales, que por razones ideológicas se van a oponer ahora y siempre a cualquier planta industrial en cualquier lugar del mundo. Y de esa situación inicial tan mezquina se llegó a este conflicto internacional que nuestro gobierno no sabe o no puede resolver. Ni puede ni quiere controlar a los grupos que están violando las leyes y los principios constitucionales al implantar por su cuenta el bloqueo económico y humano a un país vecino y amigo.
Pero más allá de esta explicación que creo justa, se está dibujando un escenario social patológico que es el motivo de mi interés, al que llamé perplejidad - para ponerle un nombre - que exija el análisis comprensivo y no el simple enojo o el fastidio. De esta decisión derivan las reflexiones que siguen, y que espero sean enriquecidas o modificadas por los sucesivos aportes de todos los preocupados por entender lo que nos pasa como sociedad. Llamo papeleras a las pasteras, porque es la denominación que quedó inscripta en el imaginario colectivo al comenzar el actual esperpento.
¿QUIÉN LE TEME A LAS PAPELERAS?
Para abordar la cuestión de las papeleras o pasteras a instalarse en el Uruguay y la reacción de grupos y sectores de la sociedad argentina (con distintas intensidades y matices), es conveniente, ante todo, definir el campo más vasto en el que se inscribe el tema debatido. Es decir, el de las relaciones del Hombre con la Naturaleza. Lo haré en forma sucinta y ateniéndome a los criterios que formé durante años, sin temor de ser corregido o desmentido. Lo único que me parece indudable, es que no se puede empezar a discurrir sin partir de ese nivel básico.
Todas las especies animales y vegetales que forman parte de las actividades humanas actuales (ganadería, agricultura... y aun las mascotas), son fruto de la intervención directa o indirecta del hombre por miles, cientos, decenas o menos años, a medida que nos retrotraemos en el tiempo. Los actuales experimentos con el manejo del ADN y otros recursos de la biología acortaron los lapsos de las búsquedas y mejoras. Las que antes se hacían con cruces o injertos, entre otras técnicas que continúan en uso.
Un eminente sociólogo inglés, Anthony Giddens, de simpatías laboristas, sostiene en su libro “Más allá de la izquierda y la derecha”, para citar una entre tantas posiciones similares de intelectuales de otras corrientes, que ya prácticamente no se puede hablar de Naturaleza en el sentido clásico. El mundo ha sido totalmente humanizado. Aun para recorrerlo en tren de esparcimiento.
Al respecto, me remito a un pensador de otra línea, el filósofo italiano Benedetto Croce, idealista y liberal, que en su escrito “Il bello di natura” (La belleza natural), nos advierte que el paisaje como tal solo surge para el hombre en general y para los artistas allá por el siglo XVII. Es decir, con el desarrollo de las ciudades y con los inicios de los avances tecnológicos que derivarán en la llamada Revolución Industrial. Para los hombres de las anteriores etapas históricas, lo que nosotros podemos ver como paisaje era nada menos que su “lugar de trabajo”. Hoy mismo, la relación que mantiene un agricultor con la tierra que cultiva, los cambios climáticos, las estaciones del año, etc., es muy diversa a la que establece con gran despliegue de fantasía (y de creatividad) el hombre urbano. Porque la Naturaleza, en definitiva, es una creación histórica del hombre, supera y ordena en parte el caos o las contingencias cosmogónicas del pasado. Contingencias que hoy siguen asomando a cada vuelta de tsunami o con cada temblor de tierra. Allí aparece una “naturaleza” muy poco bella y muy peligrosa, que nos vuelve a aterrar como al hombre anterior le aterraba la mayor parte de lo hoy ya es conocido y controlado en alguna medida (Gracias a la Ciencia y a la Técnica).
Por otra parte, los cambios de la sociedad moderna, llámese como se llame, capitalista, industrial, tecnológica, etc., derriban formaciones sociales y culturales de milenios. Familia, sexualidad, gastronomía, modos de comportamiento, o, para sintetizar, todos los modos de vivir y de convivir del hombre, se están modificando con la misma velocidad con las que antes nos maravillaba en las herramientas de las que nos servimos. Y esto también aterra. El siglo XX conoció reacciones tremendas en respuesta a dichos cambios, en el afán de controlarlos, de volver a territorio conocido o de crear nuevos territorios diseñados por quien los proponía. Nazionalsocialismo, Fascismo, Comunismo Soviético y todas sus reencarnaciones del “socialismo real”, populismos y mesianismos varios, sembraron de sufrimiento y víctimas al por mayor nuestro planeta. Hoy, entre otros movimientos de reacción ante la modernidad, se perfila como el más temible al radicalismo fundamentalista de algunos grupos islámicos.
Pero también forman parte de esta reacción los ambientalistas o ecologistas ideológicos y religiosos, no las personas honesta y justamente preocupadas por la utilización racional y el cuidado de nuestro hábitat común como humanidad. Muchos invocan incluso a cultos primitivos de la Naturaleza (¿Cuál?) y consideran que toda intervención humana es negativa. Es como proponer el suicidio cultural de nuestra civilización. Que ni es perfecta ni definitiva. Tal vez todo lo contrario. Pero no es volviendo a nada como vamos a enfrentar sus desafíos. Un lindo botón de muestra es nuestro extraño y casual premio Nobel don Pérez Esquivel, quien sostuvo que “el hombre es la peor de las plagas”. ¡Qué extraña afirmación para alguien que se pretende cristiano! El dios de la Biblia encomendó al hombre el trabajo y el cuidado de la Tierra.
En muchas de las intervenciones de los ambientalistas de Gualeguaychú y las otras ciudades entrerrianas que se sumaron al delirio abundan este tipo de apreciaciones. Para otros, más ligados a las propuestas políticas antimodernistas del siglo XX, nada bueno puede haber en una planta instalada por una empresa capitalista y, por añadidura, foránea.
Si nos apartamos de estos devaneos ideológicos y enfrentamos la cuestión con un criterio realista y constructivo, comencemos por admitir que en el mundo en el que vivimos son necesarios el papel y sus derivados, cada vez en mayor cantidad, por el crecimiento demográfico y por el progreso económico cada vez más extendido, a pesar de tantas limitaciones que aún perduran y nos molestan. Piénsese solamente en la nueva demanda de los chinos o los indios (buena parte de los cuales están superando por primera vez en milenios el estado de pobreza extrema. Por lo tanto, tiene que haber pasteras y papeleras, que por razones productivas deben ser emplazadas preferentemente sobre cursos de agua o lagos, con posibilidad de habilitar instalaciones portuarias. Así se hace en Canadá, Estados Unidos, los países escandinavos y tantos otros de Europa, Asia, África y Oceanía, incluida la Rusia de Putin. En la Argentina funcionan unas 14 papeleras o pasteras, pero mucho no se habla de ellas en estos días. Tres son de Papel Prensa, la empresa cuya propiedad comparten Clarín, La Nación y el gobierno nacional, creada durante el Proceso. Tiene en la práctica el monopolio del papel para diarios en la Argentina, y para las empresas menores no es fácil conseguirlo, deben pagar precios más elevados o importarlo. Pero no es ese ahora nuestro tema.
No habíamos mencionado entre los países con industrias del papel a Finlandia, porque es el país de origen de Botnia. Y merece una atención especial. No solamente Botnia posee diversas plantas en su país de origen, sino que otras empresas comparten la función de mantener a Finlandia entre los principales países productores del mundo en ese rubro. Pero Finlandia también ocupa los primeros lugares en ejercicio de la democracia, en respeto por los derechos humanos, en transparencia (ausencia de coimas), en protección del medio ambiente... Hasta que se demuestre lo contrario, no es inteligente suponer que venga al hemisferio sur a violar todo lo que constituye su base como sociedad, en un mundo donde la información está más globalizada que ninguna otra actividad. Por lo menos, hasta ahora no lo ha hecho en ninguna parte.
Ello no quita, ni mucho menos, que tengamos que ser los más interesados en controlar y verificar la corrección de lo que haga Botnia o cualquier otra empresa que se instale en nuestros territorios. ¿Por qué suponer que los uruguayos son tontos y venales? ¿Igualitos a Jorge Busti) Sabrán cuidarse, y peor para nosotros si nuestro gobierno no se interesó por el problema de una explotación papelera en un río de aguas comunes, como consta en la aquiescencia implícita de Rafael Bielsa, que ahora se quiere negar. La Argentina tiene el derecho de participar en el control y vigilancia de las actividades de Botnia en tanto puedan afectar nuestro medio ambiente. Eso es indudable, pero nada tiene que ver esa lógica pretensión con el actual desmadre.
No hay motivos suficientes para considerar que la planta de Botnia producirá altos índices de contaminación. Al menos así opinan muchos científicos y habla en favor de esta tesis la baja contaminación que con las nuevas tecnologías ocasionan las pasteras en los países industrializados. Debemos exigir que se apliquen tales tecnológicas, pero no oponernos a la industria del papel y a la modernización económica del Uruguay. ¡No seamos bárbaros!
Este intercambio de opiniones se inició con el envío de mapas zonales y otros datos conexos. De ellos resultan con abrumadora evidencia que Gualeguaychú mal puede ser afectada visualmente, por hallarse a más de 20 kilómetros de Botnia, sobre un río afluente del Uruguay, que lleva el mismo nombre. Y la playa Ñandubaysal está a unos trece kilómetros en diagonal de la planta, sobre una rada que extiende la distancia hasta la orilla uruguaya, que es en general en el tramo entrerriano de tres a cuatro kilómetros, a cerca de ocho kilómetros. Nada por lo tanto, o una insignificancia, de contaminación visual. ¿Y la auditiva? ¿A veinte kilómetros? Si en Gualeguaychú se escuchasen ruidos, los habitantes de Fray Bentos, a cinco kilómetros de la planta, morirían de estallido de tímpanos. Lo mismo podría decirse del olor. Cualquiera que haya estado por el Dock Sud sabe lo que es contaminación olfativa. La Casa Rosada queda a unos tres kilómetros de Dock Sud y ese mal olor, por lo menos, no llega a las grandes narices del presidente. Ni de nadie que pase por la Plaza de Mayo.
Bueno, pero queda la cuestión más importante, la contaminación de las aguas. Esta sí hay que controlar, pero sobre todo por la incorporación de los posibles efluentes al torrente del río Uruguay que baja hacia el Río de la Plata, porque es muy difícil que alguna sustancia indeseada pueda llegar a los pobres habitantes de Gualeguaychú, peso al vaticinio de un nuevo Chernobyl efectuado por un ambientalista. Porque el río Gualeguaychú corre hacia el Uruguay, donde vierte sus aguas a varios kilómetros de la ciudad, con una canal de unos tres kilómetros que se abre en la rada del Ñandubaysal. Y hay en Gualeguaychú una fábrica contaminante, cuyos desechos sí se vierten en el río propio y marchan hacia el Uruguay, como se muestra en la película “Basta de Papelones”, de Montes Bradley.
Esto nos lleva al Riachuelo y a toda la montaña de contaminaciones que se levanta sobre el suelo patrio. No somos los primeros solamente en accidentes de tránsito. Estamos también muy bien contaminados en cuanto a arruinar el medio ambiente y depredar bosques y tierras. Entonces el tema de la reacción frente a las papeleras se nos presenta como un acuciante problema de antropología, psicología social, o como lo quieran llamar, pero que es realidad personal y colectivo de los argentinos. Recordemos el terrible y demencial episodio de las Malvinas, entre otros disparates, y razonemos. Si bien los grupos activistas son minoritarios, hay una complicidad generalizada que va más allá del gobierno. ¿Por no se muestran en los medios los mapas de la zona presuntamente afectada? ¿Por qué no difunden, lógicamente para ser analizados por expertos, los datos suministrados por la propia Botnia? ¿O por el gobierno uruguayo? Para confirmar la “truchez” de la foto de la chimenea amenazante publicada por La Nación recurrimos a fotógrafos aficionados, de Argentina y Uruguay. ¿Que está pasando? La mayor parte de nuestros compatriotas cree que Gualeguaychú está sobre el río Uruguay, que justo enfrente se levanta como el Obelisco la chimenea de Botnia, que al ponerse en funciones la ciudad se llenará de olor a huevos podridos, que hasta el agua de la canilla saldrá contaminada y que en el término de una generación todos tendrán cáncer.
Los grandes medios critican en general la acción ilegal de los ambientalistas, pero sobre el fondo del problema no abunda la información coherente, objetiva y exhaustiva. Salvo en los canales alternativos y de circulación restringida para la mayoría, incluso porque no los conoce. No todos abren páginas on line independientes ni buscan fotos satelitales por Google Earth. Ni tendrían que hacerlo para estar correctamente informados.
¿Qué está pasando?
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