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Mejor dejá
por Germán Queirolo Tarino
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El Mojarra era grande desde la escuela.
Desde la jardinera llamaba la atención por su tamaño y de no haber portado el obligatorio guardapolvo cuadrillé, lo habrían confundido con uno de cuarto.
Por naturaleza era un sujeto bonachón y de talante complaciente. De haber tenido proporciones normales para su edad, la vida le habría deparado un destino mediocre de vendedor de zapatos o administrador de empresas. Pero cuando uno desde la más tierna infancia es el último de la fila, se sienta atrás del todo en todas las clases y lidia con un cuerpo cuya necesidad de neuronas motrices para ser manejado menoscaba las posibilidades intelectuales, las aguas de la vida terminan arrojándolo a playas más sórdidas.
Fue así que el Mojarra, con su buen talante natural mitigado por mil desafíos violentos y la obligación moral de ser lo que de él se esperaba: el malo de la película, terminó como patovica de un prostíbulo de mala muerte cercano a un puerto casi abandonado de marineros, a orillas del Uruguay.
El quilombo había conocido tiempos mejores. Tiempos en que los barcos llegaban ávidos de mercancía y descargaban entre tanto algunas decenas de marineros de río, perdularios a destajo y con sed insaciable de cervezas, mujeres y trompadas.
En aquellos días, expedían quinientas cervezas por noche, renovaban cinco o seis vidrios a la semana y las muchachas estiraban las sábanas no menos de una docena de veces. Ahora ya no había siquiera vidrios. Las ventanas estaban bloqueadas por postigones de madera dura cerrados desde tiempos inmemoriales y eventualmente las cervezas había que ir a comprarlas a un almacén ya que el camión no se detenía más en el establecimiento casi extinto y que para empeorar las cosas, estaba situado en mitad de un considerable repecho.
Allá fue a dar el Mojarra. Tenía merecida fama de boxandanga aunque si de verdad nos pusiéramos a analizar su breve carrera sobre el ring, actividad que si bien requeriría un esfuerzo mínimo debido a su brevedad, seguramente no será enfrentada jamás por nadie, veríamos que pese a su tamaño, besaba la lona con inusitada frecuencia gracias a la torpeza innata de sus movimientos y del desapego que sentía hacia su propia cara, que ofrecía desafiante al rival para tentarlo a abrir la guardia. Además, para empeorar las cosas, era terriblemente lento, hecho que en las calles y cantinas no pesaba mucho porque era compensado por una fuerza descomunal en cada golpe que daba y una inacabable resistencia para recibirlos, pero en el ring, definitivamente permitía que sus adversarios adivinaran sus intenciones con sobrado tiempo para tomar distancia y preparar el desquite.
Veinte combates en la liga local y menos de media docena en la Nacional, cinco para ser precisos, le convencieron que las derrotas públicas acarrean un desaliento cercanamente emparentado a la vergüenza, que en las privadas no prevalecía.
En las peleas privadas a puño limpio y botellazo latente, una derrota era anecdótica, exigua, disimulada entre las victorias como un trofeo de segundo puesto colocado por descuido entre las copas logradas como campeón.
Un buen día, sin bañarse siquiera y con la cara extraviada entre las dunas de la hinchazón, hediendo a traspiración y linimento, huyó del Boxing y se refugió abrazado a una ginebra, en el local de Doña Marcela. Era tan grande, que la silla de chapa parecía siempre a punto de colársele para dentro del culo y de habérselo propuesto, podría haber sostenido el vaso entre las rodillas y el tórax de toro de lidia. Sentado en el rincón más alejado, resaltaba en el local diminuto como un gran danés en un criadero de chihuahuas.
Una putita lánguida de pelo negrísimo y ojos brillantes como brasas vivas en la penumbra rosa del antro en decadencia, servía bebidas con expresión hastiada, en medio de la que cada tanto, florecía apenas una sonrisa cínica que duraba menos que un relámpago veraniego. El Mojarra la miró como si fuera transparente, y tal vez fue esa indiferencia rayana en el insulto, lo que condujo a la muchacha a acercarse al malherido ex boxeador y encararlo con el descaro arrabalero de quien perdió el partido por goleada antes aún de entrar a la cancha y le importa tres carajos.
-¿Qué mirás así?- Le preguntó.
El Mojarra respiró hondo como para aspirarse todo el aire del quilombo y las flores de plástico parecieron inclinarse en dirección al campeón caído.
-¿Así cómo?
-Así, con esa cara de estar oliendo mierda. ¿Sos puto o qué?-
El hombre abrió la boca como para decir algo, pero en lugar de eso, la remojó con ginebra. Luego, con una sorprendente rapidez que en el ring le hubiera valido alguna derrota menos, agarró la muñeca derecha de la mujer. En la cara de esta no hubo susto ni sorpresa. Sólo vacío.
Permanecieron así aferrados unos segundos como si jugaran una pulseada.
-¿Te creés macho por manotiar así a una mina? Hace tiempo que no tengo miedo de los hombres.-
Algo sutil y prácticamente imperceptible pasó por el rostro del Mojarra como una nube de verano. La soltó, apoyó mejor la espalda en la silla y le preguntó
-¿Qué tomás?-
-¿Qué estás tomando vos?-
-Ginebra-
La mujer fue hasta el mostrador y se sirvió. Anotó en una libreta y volvió a la mesa. Se sentó sin pedir permiso y disparó sin avisar.
-¿Otra vez te amasijaron?-
-¡Qué sabrás vos!-
-Mi hermano era boxeandanga. Muchas veces llegó con la cara así como vos y había que salir a conseguirle hielo.-
-¿Cómo se llama?- preguntó el Mojarra algo más interesado.
-Miguel, pero le dicen el Cachila, o el Cachi. ¿Lo conocés?-
-Sí. Peliamos alguna vez el año pasado o el otro.-
-¿Cómo salieron?-
El Mojarra permaneció silencioso un rato mientras revisaba el archivo. No es que fuera muy extenso, pero las peleas parecían entreverarse como si estuvieran encadenadas unas con otras, unas sin otras, en un conjunto de pura continuidad, sin victorias ni derrotas ni puntos de referencia. Creía acordarse del tal Cachila, pero no estaba seguro. Le sonaba a que era un pardo robusto y bravucón, de piernas ágiles y mirada ladina de foxter mal criado. Pero tal vez no era ese porque también se le aparecía la imagen de un pelirrojo de mirada de mirada desinflada como un globo viejo y un derechazo serpenteante que de alguna manera siempre terminaba por encontrarle la cara. Seguramente no eran ni uno ni otro, pensó evaluando a la muchacha, menuda y blanca a pesar de los reflejos rojizos de la luz escasa. Al final y por las dudas, prefirió cerrar el caso.
-No me acuerdo- contestó intentando sacudir la cabeza en gesto de negación, aunque su tentativa finalizó ni bien había comenzado. Un dolor sordo detrás del ojo izquierdo cuyos párpados inflamados estaban necesitando urgentes reparaciones, le hizo desistir de toda mímica.
-¿Cómo te llamás?-
-Acá Vivián. ¿y vos?-
-Y afuera.-
-Afuera no te importa.-
-Yo acá Miguel.-
-¿Y afuera?.- preguntó burlona. Por primera vez sonrió, tenía una bonita sonrisa.
-Afuera Nadie.- contestó y la ginebra que quedaba en el vaso desapareció veloz por los tubos ignotos de su garganta.
Se hicieron amigos.
Curiosamente no intimaron durante un tiempo que a cualquiera que los viera juntos en el quilombo le parecerá extremadamente prolongado. Ese detalle los puso a salvo de la natural desconfianza de Doña Marcela, que de lo contrario hubiera sospechado inmediatamente una relación de cafiolazgo dentro de su propio establecimiento, situación a la cual habría debido poner fin a los tiros incluso, si las razones fueran insuficientes. Se sentaban juntos y contemplaban generalmente silenciosos, a las parejas ocasionales que bailaban cumbias en el salón mínimo, esquivando las mesas, los curiosos, los clientes y un par de gatos. Podría pensarse que la presencia enorme del Mojarra junto a ella le espantaba los clientes. Pero no era así, al menos en líneas generales. Algo en el lenguaje gestual de ella, les hacía ver a los hombres que estaba libre y si alguno se acercaba a la mesa titubeante ante la mastodónica presencia, él desviaba la mirada hacia otro lado o parecía abstraerse totalmente del mundo. No se metía cuando ella arreglaba con un punto y desaparecía por la puertita que comunicaba con los cuartos. Se quedaba allí esperándola silencioso, llevando el compás de la música con el pie derecho, la silla de chapa hundida entre sus nalgas de hipopótamo y un tabaco consumiéndose manso, humo entre el humo de la noche arrabalera.
Hasta el episodio del taxi, el Mojarra no había tenido ningún problema y todo había transcurrido controladamente.
Fue como a mediados de marzo hará como veinticinco años. La noche era especialmente cálida y el quilombito estaba prácticamente desierto. En su mesa del rincón, el Mojarra como un mueble más, meditaba con los ojos entornados por el humo rumiando una caña.
Doña Marcela se aproximó a la mesa donde el Mojarra pacía olvidado como un casco que terminó encallando en aguas mansas arrastrado por una tormenta excepcional y sentándose le propuso que trabajara para ella. Se aproximaba Semana de Turismo y durante esos días, aumentaban los clientes y sobre todo los problemas. Hacía falta alguien de confianza que infundiera respeto, supiera meter alguna mano, pero sobre todo no se desbarrancara en un cataclismo de violencia deportiva que terminara con el local destrozado, contusos, heridos y la yuta en el mostrador buscando hacer la propia.
El Mojarra parecía ser el sujeto ideal para el trabajo. Dijo que sí y cerraron el trato con una caña que la patrona anotó en una nueva hoja de la libreta sin mencionarlo. Tuvo suerte, todavía no había trabajado un minuto y ya le habían dado un vale.
Turismo transcurría tal como era previsible. El prostíbulo trabajó con la habitual intensidad de esos días en que la ciudad se llenaba de visitantes. El Mojarra, siempre desde su mesa en el rincón, relojeaba la clientela del salón con una mirada atenta en la que eventualmente destellaban chispazos amenazantes como un puñal vislumbrado en la cintura de un ebrio. Bastó eso para mantener a los posibles revoltosos dentro de los márgenes aceptables de civilidad.
Si hubo algún roce entre parroquianos, se arregló afuera y lo que pasara afuera no era cosa del Mojarra. Hasta los milicos, cuando pasaron a buscar la suya, le saludaron de lejos con cierto respeto no exento de desconfianza. La patrona estaba satisfecha, se laburaba y se laburaba bien. Para el anochecer del Viernes Santo, todavía no había que lamentar víctimas ni destrozos por primera vez en años. Los antecedentes mostraban que generalmente, los mayores daños los provocaban los mismos patovicas sedientos de violencia y acción. No era el caso del Mojarra, sediento sólo de alcohol y de algo inasible que lindaba con la muerte y que nadie más que la Viviana parecía haber sabido desentrañar.
La noche del Viernes Santo, el quilombo estaba completamente lleno. El volumen de las cumbias hacía vibrar las botellas en las estanterías y el aire se hacía irrespirable entre el humo del tabaco y los vapores del alcohol. La muchachada esperaba turno y Doña Marcela despachaba bebidas y controlaba la puertita que conducía a las piezas. El Mojarra, había terminado en la punta de la barra desalojado de su mesa por la demanda. Apenas sí había visto a Viviana desde las nueve. Sólo estuvieron juntos cinco minutos sobre la media noche cuando la había ayudado a cambiar las sábanas, una tarea a la que generalmente rehuía, ya que le demandaba ingentes esfuerzos lumbares además de la intranquilidad sorda de perro guardián que le punzaba el pecho cuando dejaba la cantina sin custodia.
Repentinamente le pareció escuchar algo inusual ensortijado entre el trompeteo de la cumbias y el rumor de la lluvia que comenzaba a caer con ferocidad sobre el techo de chapa sin cielorraso.
-¿Qué fue?- preguntó él.
-¿El qué? ¿Escuchaste alg... ? comenzó a preguntar Viviana con cierta exasperación, pensando que el Mojarra buscaba una excusa para abandonar sus obligaciones de auxiliar de servicio. Pero él ya se había perdido veloz por el pasillo en un galope largo cuyo sonido arrastraba el eco propio de las chancletas golpeando contra los talones endurecidos.
Entró a la cantina y orejeó ávidamente el ambiente espeso de hombres en celo. Nada raro. Sin embargo desconfiado, recorrió paso a paso el lugar buscando en las miradas de la gente el movimiento esquivo de la mala intención. No lo halló. Salió a la puerta. La calle emborronada por una lluvia inmensa comenzaba a asumir connotaciones de cañada y sería arroyo más tarde si no menguaba la lluvia. Apenas si se divisaba a dos cuadras, la luz del foco que señalaba la esquina de la Costanera. Hacia la derecha, mirando para el Centro, la lluvia feroz arrancaba las hojas de los árboles ansiosos de desnudarse para su sueño invernal y las arrastraba la corriente por la bajada, como camalotes marrones. Un taxi pasó por la esquina, borrón oscilante color crema por el esfumado del diluvio. El Mojarra pensó que seguramente en él venían clientes. Ni bien estaba a punto de entrar nuevamente al local, el taxi giró por la otra esquina, ascendió los cincuenta metros de cuesta y se detuvo ante la puerta del prostíbulo. El Mojarra entró. No le gustaba que los clientes lo encontraran en la puerta. Con su tamaño monumental y su aspecto fiero, desmotivaba a posibles visitantes.
Cinco sujetos entraron al ya atestado establecimiento, desempapándose de la sopa recibida en apenas tres metros de vereda. Ninguno de ellos llevaba cobijo para la lluvia, dos venían en chancletas. Tan rápidamente como entraron, se dispersaron en la muchedumbre con indisimulada prisa.
El Mojarra, percibiendo la situación y con un temor inexplicable que le apretaba los huevos como una banda de goma, se movió rápido hacia la puertita que comunicaba con las piezas a tiempo de ver como uno de los recién llegados, giraba a la derecha en el fondo del pasillo en penumbras, en dirección al baño. La puerta de la pieza de la Vivián estaba cerrada. Ninguna polígono de luz iluminaba el suelo de baldosas, señal de que las chiquilinas estaban todas ocupadas con algún punto. Desde la puerta de la calle llegaron resonancias de tumulto. Indeciso como el burro ante los dos sacos de comida, vaciló el guardia entre custodiar el pasillo ( y a Vivián) o atravesar el local hasta la puerta para ver de que se trataba.
Volvió a relojear el pasillo con impaciencia. Todo quieto. Salió hacia la puerta intentando no empujar con su tórax de barril a la muchedumbre, con poco éxito. Alguno lo miró mal, uno de los recién llegados, pero el Mojarra no le dio bola y prosiguió su marcha entre las mesas improvisadas. Cerca de la puerta como para asegurarse la retirada, el taxista reclamaba la presencia de alguno de los pasajeros. El tipo estaba pálido de bronca y si bien no era preocupantemente grande, compensaba esa insolvencia física con la llave de apretar las tuercas de las ruedas que aferraba en su mano derecha de forma visible aunque no amenazante, como si hubiera entrado al quilombo a preguntar si no tenían una auxiliar para prestarle.
Por el rabillo del ojo, el Mojarra vio a uno de los recién llegados que trataba de pasar desapercibido agachado y fingiendo atarse los inexistentes cordones de la chancleta.
Contando con que otro estaba refugiado en el cagadero, quedaban tres cuyas coordenadas exactas estaban aún indeterminadas y al patovica eso le imponía una sorda intranquilidad animal. Se acercó al taxista en guardia como en el ring. El tipo reclamaba los pasajeros porque le habían cortado todo el tapizado del asiento de atrás. La noticia de un posible objeto cortante en manos de alguno de los parroquianos recién llegados, debería haber encendido alguna luz roja en el tablero mental del Mojarra, pero de momento no vinculó ese detalle con algún peligro personal. Sólo quería tranquilizar al tachero y tratar de solventar la cagada con el mínimo daño, una tarea nada fácil que ponía a prueba sus inexistentes habilidades de negociador y para la que no contaba con la mínima actitud natural. Un tipo con su tamaño no tuvo en el correr de su vida mucha necesidad de negociar nada.
Como un rayo sujetó la muñeca derecha del tachero mientras apretaba fuertemente con el pulgar la zona inferior. Nadie le había enseñado eso, fue puro instinto pero el trabajador dejó caer al piso la llave de las tuercas, que abandonó inmediatamente toda pretensión de transformarse en arma improvisada reconvirtiéndose como por encanto en honrada herramienta. El pobre hombre tartamudeó lastimosamente una protesta, pero sordo a los argumentos, el Mojarra pateó hacia un costado la herramienta vencida, aflojó un poco la presión del pulgar sobre la muñeca del taxista y lo sacó del local.
Mientras caminaba por el zaguán mínimo, el Mojarra sentía todas las miradas picándole en la nuca. Además le agijoneaba en algún lado la sensación infausta de estar haciéndose partícipe de una injusticia. Llegados afuera, llevó al tipo hasta la puerta misma del taxi y lo hizo entrar. Recién ahí, le habló.
Mirá hermano, no te puedo dejar que armes relajo adentro del local. Si no llamás a los milicos, yo te entrego a esos pintas en bandeja. Dejame un teléfono. El laburante, sin haberse recuperado totalmente del tartamudeo, le dejó un número aclarándole que no llamara de madrugada porque era de la vecina. El mojarra guardó el papelito en un bolsillo y palmeó el hombro del tachero.
–Tranquilo hermano, yo a estos los hago pagar o los entrego en la Primera ni bien cerremos. Te llamo por una cosa o por la otra.-
Volvió el Mojarra al local. Estaba empapado pero eso no le molestaba en lo más mínimo. Lo que le preocupaba era la Vivi por un lado y la posibilidad de que los recién llegados iniciaran algún desorden. Le cayó la ficha además de la posibilidad de que al menos uno de ellos portara un arma blanca. No era inusual ese hecho, pero un tipo armado con un cuchillo en un espacio tan colmado de gente, multiplicaba el peligro de un golpe inesperado. Una vez adentro, buscó con la mirada a los sujetos. El rumor de la gente apenas si era apagado por la estridencia de los vientos procedentes de un casette de Conjunto Casino y el humo le hizo lagrimear los ojos.
Tal vez fue por eso que no los vio venir. O porque entre la multitud y la penumbra era difícil distinguir nada, o porque tuvo un golpe de mala suerte, el minuto estúpido, el segundo fatal.
El Mojarra se llevó a los ojos la mano derecha para secarse las lágrimas y a agachó un poco la cabeza por pura costumbre o para disimular el gesto. Y ese movimiento del cuello evitó que la llave de ruedas, convertida otra vez en arma ahora en manos menos inofensivas, le golpeara la cabeza tal vez con consecuencias fatales. La herramienta le golpeó el rincón donde el hombro y el cuello comparten el mostrador rasgándole la oreja izquierda en el trayecto. Un tipo menos fuerte, hubiera caído, pero el patovica apenas sin trastabilló un poco como una heladera a la que le falta una pata y se bambolea cuando alguien cierra la puerta.
Tiró un manotazo hacia atrás, dirección de la que presumía había llegado el golpe, pero la falta de espacio y la sorpresa, entorpecían sus movimientos ya de por sí nada elegantes y mucho menos veloces. Alguien le tiró sobre la cabeza algo de tela, probablemente un saco. El Mojarra tuvo tiempo de percibir dejos de olor a sobaco y desodorante Polyana antes de que una violenta patada le aplastara las pelotas. Ahora sí cayó y en lo último que pensó antes de perder la conciencia, fue en desear que la Vivián permaneciera ajena a todo eso encerrada en su cuarto con algún viaje. Después se desmayó inerme al tropel de las patadas que le acuchillaban el cuerpo.
Dos.
Hacía casi dos año que vivían en Montevideo. En el barrio Bella Italia, una casita al fondo de un pasillo al que daba también otra media docena de puertas. Tenía un fondito mínimo donde tender la ropa y hasta un medio tanque para ocasionales chorizos domingueros.
El Mojarra trabajaba en la estiba, poniendo a los cajones el mismo espíritu deportivo que una vez supo ponerle a los combates. La Vivián cada tanto hacía una limpieza o cuidaba botijas. Había dejado el oficio en el mismo momento en que salió de la pieza medio desnuda y gritando por el hombre que nunca había sido su hombre. No recordaba mucho de esa noche y no quería tampoco recordar. Algunas veces se le ocurría que toda aquella vida loca, le era ajena. La recordaba entonces como una novela no especialmente buena, leída en una sala de espera o al costado de la cama de un hospital donde tu único hombre, se recuperaba lento de innumerables lesiones.
Otras veces soñaba que era puta y que seguía siendo puta y que su puta vida terminaba en un rincón del quilombito del barrio portuario de una ciudad abierta a un río abandonado, llevando con el pie el compás de las cumbias y tratando de no pensar si aliviarse o derrumbarse, cuando aún siendo la única puta libre, los clientes la miraban con desdén y se alejaban póstumos hacia el mostrador, para apurar con caña, el tiempo que faltaba para que otra chiquilina más joven, los recibiera entre sus piernas. Cuando se despertaba de ese sueño, solía llevar su mano reptante y aprensiva bajo las sábanas, hasta la mole del Mojarra dormida a su lado, y lo palmeaba como para asegurarse de que estaba del lado correcto de la realidad. Luego volvía a dormirse como si el tacto de su compañero, disipara las últimas brumas de la pesadilla.
Era febrero y si bien no había azahares perfumando el aire, se respiraba el hálito dulzón de los veranos, eventualmente interrumpido por el olor acre de los humos de la usina municipal allá hacia el sur. Vivián fue a buscar al Mojarra a la parada. Falta poco para el anochecer y mientras espera que llegue el 4, ya que por alguna ignota razón, al Mojarra le encanta viajar en trole y si le toca uno de los dobles, ella lo ve bajar por la puerta de medio fascinado como un místico que acaba de ver a dios, la mujer mira hacia el tablado distante a cincuenta metros. El tablado se llama Babalú y está al frente de un conjunto de viviendas humildes, de aquellas a las que sus ocupantes les habían arrancado algunas puertas dicen que para poder entrar a los caballos. A Vivián le dan ganas de ir al tablado.
Nunca fue. El viento le trae el aroma de la leña que se quema a la espera de abrigar los primeros chorizos de la noche. Media docena de adolescentes rondan la entrada y chamuyan a sus damas. Las lamparitas encendidas una tras otra colgando de un cordón opacan el brillo de aquellas estrellas que se presentan temprano a trabajar. Llega el 4. El Mojarra se baja por la puerta de adelante. No es un coche de los dobles. La abraza brevemente y del brazo avanzan por Camino Maldonado hacia su casa.
Unos metros más allá de la entrada del tablado, un grupo de sujetos que ya dejaron la adolescencia atrás aunque seguramente no hace mucho, fuman y charlan agrupados a uno y otro lado de la vereda. El Mojarra que desconfía de cualquier multitud desde el lío en el quilombo, se suelta de la Viviana para dejar libres ambos brazos. Su tamaño sigue siendo intimidante, pero si lo mirás bien, te das cuenta de que algo se quebró en el tipo. Su mirada se ha vuelto algo furtiva y en su gesto no hay fiereza sino otra cosa.
Atraviesan el grupo. Sin incidentes ni comentarios. El Mojarra suelta el aire que venía conteniendo sin siquiera haberse dado cuenta. La Viviana se sobresalta y el hombre percibe claramente el sobresalto. Desde atrás, llega el sonido de un coro de carcajadas estertóreo como un aplauso. Viviana baja ostensiblemente la cabeza pero no dice ni palabra.
El Mojarra no quiere preguntar. Pero sabe que debe hacerlo. Pregunta.
-¿Qué pasó que te sacudiste como un perro mojado?
-Nada- dice ella – un chucho de frío habrá sido...- pero no lo mira. El se da cuenta de que miente. No sabe ni como mierda se da cuenta, es una cuestión de piel o de la mirada esquiva de su mujer.
El Mojarra insiste.
Ella, como si no le diera importancia, al final cede y confiesa:
-Uno de los tipos de ahí atrás me tocó el culo.-
El Mojarra confirma que la respuesta de la Viviana no hace más que confirmar sus presunciones difusas, valga la redundancia. Se siente invadido por una furia ciega que creía desterrada para siempre. Está por darse vuelta y arrancar a enfrentarse con los tipos, cuando la furia es sustituida por otra cosa con la velocidad incierta del instinto.
Abraza a la Viviana y sin mirar atrás, le murmura al oído.
-Mejor dejá que capaz que ni es pa vos.
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© Germán Queirolo Tarino para Informe Uruguay
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