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Año V Nro. 395 - Uruguay, 18 de junio del 2010   
 
 
 
 
 
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El cinismo político no va a resolver el conflicto en Gualeguaychu
por Jorge R. Enríquez

 
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         El fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya fue celebrado por la presidenta de la Nación como una victoria. Hasta con cierto tono de “perdonavidas” hacia el Uruguay, dijo que lamentaba haber tenido razón.

         La realidad, como sucede siempre con los Kirchner, es completamente opuesta: la Argentina perdió de modo contundente en el alto tribunal internacional.

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         Quienes sostienen que se trató de un fallo salomónico, que en algunas cuestiones hizo lugar a los planteos argentinos y en otras a los uruguayos, no saben de qué hablan.

         Poco importa que la Corte haya señalado que Uruguay no cumplió con el deber, fijado en el tratado del Río Uruguay, de haber comunicado a la Argentina su intención de instalar una planta pastera en Fray Bentos. Lo que determina el éxito o la derrota en este juicio es la pretensión argentina al interponer la demanda.

         Esa pretensión era que Botnia cesara sus actividades en Fray Bentos y fuera desmantelada. La Corte no hizo lugar a esa pretensión y Botnia seguirá funcionando lo más campante. Ergo, Uruguay ganó y la Argentina perdió. Es así de simple.

         Lo demás carece de importancia. Ese deber de información ya figura en el tratado. Uruguay no lo niega, sino que dice que no lo incumplió. La Corte entiende que no, pero de eso no deriva nada perjudicial para el Uruguay.

         El resultado de este juicio era cantado y así lo dijimos en su oportunidad. Era inimaginable que la Corte obligara al Uruguay a desmantelar una planta que representa para el vecino país una inversión extraordinaria, fruto de una política forestal que los sucesivos gobiernos, de diferentes signos, llevaron adelante por más de 20 años.

         El populismo kirchnerista no habló con la verdad. Temeroso de las reacciones populares, no frenó el insólito corte de un puente internacional y le dio aire, con declaraciones irresponsables, a un movimiento que no tenía destino alguno. Toleró pasivamente el ejercicio de atribuciones propias de las relaciones exteriores de un país por parte de un grupo de vecinos fanatizados.

         Ello no implica desconocer la legitimidad de sus reclamos frente a emprendimientos industriales que puedan afectar la calidad del medio ambiente, pero, en modo alguno conlleva a avalar la acción directa y su sostenimiento económico por parte del gobierno provincial, como ocurrió, porque se trata de métodos ajenos al estado de Derecho.

         Lo que se hace mal, termina mal. Por eso ha llegado la hora de persuadir a esos vecinos de la inutilidad, ya que no los persuade su ilegalidad, del corte del puente.

         En su reciente reunión con el presidente uruguayo, la señora de Kirchner se comprometió a disponer el desalojo del puente internacional que une la Argentina con la República Oriental del Uruguay y que desde hace años está bloqueado por un grupo de manifestantes de Gualeguaychú que protestan contra la planta pastera de la empresa Botnia ubicada en Fray Bentos, una vez que la justicia argentina así lo ordenara.

         Pero cuando, hace pocos días, un tribunal argentino, cuyo titular es el juez Gustavo Pimentel emitió esa orden, el gobierno kirchnerista, luego de largas horas de deliberación en Olivos, decidió no cumplirla. En palabras del locuaz Jefe de Gabinete (que dijo eso como podría haber dicho lo contrario con la misma cara de piedra), la resolución judicial es “elíptica (sic), carente de contundencia (sic) y   de cumplimiento imposible”, porque para llevarla a cabo debería reprimirse, lo que –agregó- el gobierno jamás hará.

         En consecuencia, la presidenta de la Nación le mintió deliberadamente a su par José Mujica. ¿O creía que la orden que emitiera un juez tendría el efecto mágico de disolver por sí sola y sin ninguna acción estatal el corte del puente? La mentira – verdadera marca de fábrica del kirchnerismo - fue aún más grosera, ya que no era necesario esperar ninguna orden judicial: en primer lugar, la flagrancia de un delito permite la actuación de la fuerza pública para hacerlo cesar; pero, aún si se pensara de otra forma, la señora de Kirchner no podía ignorar que ya existían varias resoluciones judiciales pretéritas, que ordenaban el desalojo.

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         En lugar de hacer lo que debe hacer, el gobierno sigue tirando la pelota afuera. Ahora anuncia pomposamente que va a querellar a cada uno de los manifestantes. A los mismos que antes los alentó a realizar los cortes, utilizándolos perversamente, ahora les tira con todo el Código Penal, imputándoles ¡18 delitos!, que van desde el homicidio culposo a la sedición. Han pasado de ser héroes de una “causa nacional” a criminales de la peor especie. Ayer eran el Mahatma Ghandi; hoy son el Petiso Orejudo.

         Tamaño desatino exhibe el rotundo fracaso de una política demagógica, que apela a no resolver los problemas sino a que estos se esfumen con el tiempo, ignorando que en ciertas cuestiones el tiempo tiende a agravar los males antes que a curarlos porque consolida situaciones y genera la falsa sensación de derechos adquiridos en aquellos cuya actividad ilegal es tolerada o aún alentada.

         Todo parte de un error básico: la idea de que no se puede reprimir. Es una idea que, llevada al extremo, implica nada menos que la negación del concepto mismo de Estado, cuya característica fundamental, como famosamente lo escribió hace un siglo Max Weber, es la disposición del monopolio de la fuerza pública. Esa fuerza concentrada en la autoridad legítima, controlada y racionalizada, es la contracara de la ley de la selva, en la que impera el más fuerte. Por eso ningún Estado puede renunciar a ella.

         El ejercicio de la fuerza pública no importa violencia desenfrenada, sangre y muerte. Un Estado eficaz sabe cómo emplear medios disuasivos de muy diverso carácter, estrictamente proporcionales al fin buscado y con completo apego a la ley.
En la Argentina somos eternamente ciclotímicos. Hemos pasado de la fuerza sin ley en tiempos de dictaduras a la ley sin fuerza, que es en verdad una burla a la democracia.

Jorge R. Enríquez es abogado y periodista

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Fuente: Política y Desarrollo

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